miércoles, 8 de marzo de 2006

Resulta que nos salvaron ellos

XLSemanal 12 al 18 marzo de 2006

Arturo Pérez-Reverte

Resulta que nos salvaron ellos

“Eso es lo insultante. Que sólo veinticinco años después, esta gentuza nos considere tan olvidadizos y tan estúpidos.”

Han pasado un par de sema­nas, pero no lo olvido. Me­moriae duplex virtus, etcé­tera, como decía uno de aquellos fascistas -nacido en Calahorra, por cierto- que en el siglo I, antes de tanto derecho pseudohis­tórico y tanta cutrez provinciana, llama­ban ya Hispania a esta casa de putas. Me refiero a la pintoresca declaración insti­tucional con la que, en el aniversario del 23-F, nos obsequió el Congreso. Es digno de recuerdo el párrafo donde nuestros hombres públicos, en un ejercicio de fas­tuoso onanismo político, atribuyen el fracaso del golpe de Estado, por este or­den, al comportamiento responsable de los partidos políticos y los sindicatos, en primer lugar, y luego a la Corona y a las instituciones gubernamentales, parla­mentarias y municipales. Como saben ustedes, el párrafo resultó de una modifi­cación del texto original, donde se reco­nocía el papel decisivo del rey como jefe de las fuerzas armadas, al ponerlas del la­do de la democracia con su discurso por la tele. Pero por presiones de dos parti­dos minoritarios, uno catalán y otro vas­co, el Congreso decidió rebajar el papel monárquico y meter a todo cristo en el baile, afirmando que el mérito no fue del rey, sino del conjunto. O sea. De los polí­ticos españoles, valerosos demócratas aquel día, unidos como un solo hombre y -hoy no me llamarán machista esas pe­rras- como una sola mujer.
Habría sido precioso, de ser cierto. Comprendo que nuestra infame clase po­lítica, acostumbrada a reinventar España según cada coyuntura de su oportunismo y su desfachatez, quiera pasar a la Historia con esa tierna milonga de la liberté, la egalité y la fraternité defendida el 23-F como gato panza arriba. Pero están mal acostumbrados. Esto no es tan fácil como inventarse reinos y naciones que nunca existieron, o independencias ancestrales de ayer por la tarde, ocultando por otra parte realidades ciertas como la España romana, o la visigoda. Cuando deformas la memoria histórica, el truco puede fun­cionar con los tontos, los ignorantes y los que no quieren problemas. La gente ya no se acuerda, o no sabe. Pero otra cosa es manipular hechos que todos hemos vivi­do y recordamos perfectamente. Y eso es lo insultante. Que sólo veinticinco años después, esta gentuza nos considere tan olvidadizos y tan estúpidos.
Aquel día, la democracia y la libertad sólo las defendieron una cámara de tele­visión encendida, los periodistas que cumplieron con su obligación -fueron tan torpes los malos que sólo silenciaron TVE y Radio Nacional-, unos pocos re­presentantes gubernamentales que esta­ban fuera del Parlamento, y sobre todo el rey de España, que, por razones que a mí no me corresponde establecer, se negó a encabezar el golpe de Estado que se le ofrecía, ordenó a los militares someterse al orden constitucional y devolvió los tanques a sus cuarteles. El resto de fuer­zas políticas y sindicales, autonómicas y municipales, salvo singulares y extraordinarias excepciones, se metieron en un agujero, cagadas hasta las trancas, y no asomaron la cabeza hasta que pasó el nu­blado. Quienes velamos esa noche ante el palacio de las Cortes sabemos que, aparte de ciudadanos anónimos, negociadores gubernamentales y periodistas que cum­plían con su obligación, nadie se echó a la calle para defender nada hasta el día si­guiente, cuando ya había pasado todo -lanzada a moro muerto, se llama eso-. Y respecto a los sindicatos, su único pa­pel fue el de los carnets rotos con que atrancaron los retretes de toda España. En cuanto a la digna integridad constitu­cional que ahora se atribuye el Congreso, lo que pudo ver todo el mundo por la te­le, y eso no hay chanchullo que lo borre, fue a los ministros y diputados tirándose en plancha debajo de sus escaños para quedarse allí hasta que se les permitió le­vantarse de nuevo -aún entonces siguie­ron mudos y aterrados-, con tres magní­ficas excepciones: Santiago Carrillo, que fumaba cada pitillo creyendo que era el último, el presidente Suárez y el anciano general Gutiérrez Mellado. Y cuando éste, fiel a lo que era, se enfrentó forcejeando a los guardias civiles, y el miserable Tejero, pistola en mano, intentó, sin éxito, tirarlo al suelo con una zancadilla, el único hom­bre valiente entre todos aquellos cobardes que se levantó para socorrerlo, fue Adolfo Suárez. A quien, por supuesto, España pa­gó y paga como suele.
Así que menos flores, caperucitas. En lo que a mí se refiere, nuestra heroica clase política puede meterse la poco ele­gante declaración institucional del otro día donde le quepa. Que imagino dónde le cabe.

No hay comentarios: