sábado, 28 de abril de 2007

¡Termópilas!

¡BASTA YA! 2007/04/28

"Si Leónidas hubiera sido partidario de dialogar con Jerjes en las Termópilas, es muy probable que hoy no tuviésemos parlamentos en Europa en los que dialogar civilizadamente…"
FERNANDO SAVATER

¡Termópilas!
Volví a mi hotel de Buenos Aires cansado tras una larga jornada en la Feria del Libro, la más populosa y distinguida del Cono Sur. En el restaurante ya no había casi nadie. Mientras consumía mi tardío sándwich de pastrami, escuché la alegre charla de la única mesa ocupada. Eran cuatro muchachos, de diecisiete o dieciocho años y hablaban de cine. El que viajó a España explicaba a sus amigos lo mucho que se había divertido con “Torrente”, bendita juventud. Luego risas, un breve silencio y otro comenzó a contar la película que había visto la tarde anterior en un cine de Lavalle: “Tenían que defender un paso estrecho, un desfiladero, y el ejército de los persas venía enorme… Ellos sólo eran trescientos”. El narrador no había leído a Herodoto ni sabía nada de la vieja Esparta o del ambicioso Jerjes. Pero a trompicones la leyenda salió de sus labios según sus impresiones cinematográficas y volvió a contar una vez más, al cabo de los siglos, la gesta de los hombres valientes y solos ante el numeroso invasor. Resultaba aún más emocionante oírla según quien acababa de descubrirla por primera vez, como un argumento más escrito por otro guionista de Hollywood. Yo completaba imaginariamente los nombres que el chico no logró retener: Leónidas, el rey, Efialtes, el traidor…y la concisa respuesta del guerrero cuando el emperador le ordenó con altivez entregar las armas. “Molòn labè! Ven a por ellas”. También el epitafio escrito por el poeta Simonides de Ceos, grabado en el lugar de la batalla, que Marguerite Yourcenar traducía así: “Caminante que vas hacia Esparta, diles que aquí seguimos, como se nos ordenó”.

El estupendo cómic de Frank Miller y luego la película “300”, truculenta y brillante, han vuelto a poner de actualidad la gesta de los espartanos que resistieron en el desfiladero de las Puertas Calientes al ambicioso Jerjes. Ninguna de las dos fuentes es demasiado exacta y el lector que quiera mayor precisión histórica hará bien en acudir a obras como “Termópilas”, de Paul Cartledge (ed. Ariel) y sobre todo al mismísimo Herodoto. Aunque también puede seguir la lección que brinda el maestro John Ford en “El hombre que mató a Liberty Valance”, o sea: entre la historia y la leyenda, optemos por esta última. A lo largo de los siglos, tal ha sido la elección más frecuentada. Leónidas y sus trescientos han sido recordados como luchadores indomables y traicionados a favor de la causa de la libertad contra los sátrapas absolutistas, caídos heroicamente en defensa de los ciudadanos que no quieren convertirse en vasallos… por muy cómodo que pueda ser su vasallaje. El traidor que causó su derrota es tan aborrecido a lo largo de los siglos como Judas: su nombre, Efialtes, convertido en sustantivo, designó a partir de entonces a la pesadilla entre los griegos…

Esta visión ideal, desde luego, requiere matizaciones para alcanzar la autenticidad histórica. Aunque fuesen mucho más orgullosamente libres que los súbditos del Gran Rey persa, los espartanos esclavizaban a los ilotas y habían construido una sociedad militarizada cuyos rígidos valores despertaban ya en su día poco entusiasmo entre otros griegos, por ejemplo los atenienses, y aún mas difícilmente podrían suscitar simpatía en un demócrata liberal de nuestros días. Sin embargo… Sin embargo también resulta evidente que en aquel trance de las Termópilas aquellos tercos y feroces soldadotes defendieron –quizá sin saberlo- una causa más grande y más emancipadora que la propia Esparta por la que murieron. Son las contradicciones fecundas de la historia. Afortunadamente, no creían en ninguna “alianza de civilizaciones” entre quienes padecen a un rey como se sufren los terremotos o las tinieblas de la noche y quienes pueden elegir al suyo, criticarlo o deponerlo. Eran poco dialogantes aquellos espartanos, para que vamos a negarlo: la palabra “lacónico” proviene de su patronímico. Pero no negaban la voz a los hombres libres y defendían ese derecho asambleario. ¡Afortunadamente! Si Leónidas hubiera sido partidario de dialogar con Jerjes en las Termópilas, es muy probable que hoy no tuviésemos parlamentos en Europa en los que dialogar civilizadamente…

A fin de cuentas, lo que importa de la leyenda de las Termópilas es otra lección, que tiene poco que ver con la Esparta histórica y con el Jerjes mejor documentado. Es un ejemplo moral: el de que la libertad de los muchos, perezosos o seducidos por la tiranía, se salva casi siempre por la determinación indomable de unos pocos que pelean contra lo que parece irremediable, contra lo verosímil predicado por los acomodaticios, contra lo que la prudencia sobornada por el dominio aconseja como más recomendable. Hay muchas Termópilas: tantas como ocasiones en que los derechos de las personas deben ser deben ser defendidos contra los pueblos unánimes y las masas aborregadas de los obedientes por naturaleza. Y la nobleza de estas empresas no depende de su éxito final, sino del empeño con que son acometidas. Lo dijo mejor que nadie Kavafis en sus versos conmemorativos:

“Honor a aquellos que en su vida
fijaron y defendieron unas Termópilas…
Y más honor aún se les debe
Cuando prevén (y muchos son los que prevén)
Que al fin llegará Efialtes
Y los medos por fin pasarán…”

¡Que nos lo digan a quienes en el País Vasco pusimos nuestras Termópilas en la defensa de la legalidad constitucional y de España como estado de derecho de todos y para todos!

jueves, 26 de abril de 2007

El tercer partido

ABC 2007/04/26

..."¿podría desempeñar un tercer partido, a escala nacional, el mismo papel que se le ha asignado a «Ciudadanos» dentro de Cataluña?"
POR ÁLVARO DELGADO-GAL

El tercer partido
HA adquirido ímpetu, en sectores varios de la opinión, un deseo, o acaso un apremio. Se habla, en fin, de la necesidad de crear un tercer partido. La invocación de un partido político nuevo responde a un reflejo semejante al que, en el mundo del fútbol, empuja a la afición de un equipo en baja a pedir el cambio del entrenador, o la reorganización de la defensa, o el fichaje de un brasileño meteórico. Los resultados pobres excitan el descontento, y el descontento abre la veda de los arbitrismos. ¿Qué aflige a la afición, en este caso? En esencia, dos cosas. Se afirma que no se está haciendo nada serio por evitar el desquiciamiento del Estado, a la vez que se registra con preocupación el tono violento, incivil, que ha adquirido la pugna partidaria. Ninguna de las dos apreciaciones es gratuita. No se sigue de aquí, sin embargo, la pertinencia de un tercer partido, o no se sigue, al menos, de modo automático. Veamos por qué.

El concepto de un tercer partido empezó a perfilarse tras el ingreso, en la política catalana, de la marca «Ciudadanos». «Ciudadanos» brotó de una plataforma cívica en cuyas filas militaban muchas personas de las que soy amigo. Yo mismo saludé con alegría su constitución en partido, por razones absolutamente concretas. En Cataluña, en efecto, se ha verificado una gravísima distorsión de la voluntad popular. El PSC, desde tiempos que se remontan al inicio de la democracia, ha insistido en no defender los intereses de su electorado natural, el cual parece haber metabolizado este hecho escandaloso por el procedimiento de replegarse por entero a la vida privada. El fenómeno peregrino, combinado con el proceso autonómico y con los instintos oligárquicos de CiU, ha terminado por ocluir los canales que comunican al poder con el votante. La expresión más contundente de esta irregularidad lamentable nos vino dada por el resultado del referéndum de ratificación del Estatut. Un documento vital para el futuro de Cataluña, y profundamente lesivo para ésta y para el conjunto de España, se aprobó con una concurrencia a las urnas de menos del cincuenta por ciento del electorado. Esto es malo. Es más, es profundamente peligroso.

«Ciudadanos» tuvo el mérito enorme de presentarse a las elecciones con el ánimo expreso de denunciar los lugares comunes asfixiantes que atenazan a Cataluña, ese oasis en que las palmeras crecen con el penacho hacia abajo. El PSC, como es de comprender, no recibió la iniciativa con alborozo. Tampoco lo hizo el PP, excluido de los enjuagues oligárquicos aunque celoso de los activos precarios que controla en la región. El análisis fino del voto parece indicar que el perjuicio fue mayor para los primeros, que para los segundos. Pero esto es lo que menos debe importarnos ahora. El asunto estribaba en galvanizar un cuerpo social secuestrado por burocracias poco ilustradas. No conozco a los integrantes de «Ciudadanos» que se batieron el cobre a pie de urna ni sé qué papel están haciendo en el Parlament. Presumo, no obstante, que los sentimientos de quienes les apoyaron con su papeleta no diferían en exceso de los míos. No se trataba de entregar la Administración a un equipo de refresco, sino de devolver a la realidad a quienes llevan mandando casi treinta años seguidos. Precisando aún más: el fin principal consistió en reintroducir en la agenda pública de Cataluña la causa española, la cual, por obvias razones demográficas, es también una causa social en la porción de territorio que se extiende entre el delta del Ebro y los Pirineos.

El excurso nos sirve para enfocar mejor la cuestión: ¿podría desempeñar un tercer partido, a escala nacional, el mismo papel que se le ha asignado a «Ciudadanos» dentro de Cataluña?

Llegados a este punto, resulta recomendable dejar atrás el espacio etéreo de las intenciones excelentes, y ponerse en contacto con la textura áspera, rugosa, del mundo de verdad. Son dos los futuribles que hemos de tener en cuenta. Según el primero, la formación conjetural obtendría resultados parcos, aunque no desdeñables en términos de aritmética parlamentaria. La agenda del partido estaría centrada, de manera expresa y muy enérgica, en la reforma constitucional. ¿En qué nos colocaría esto?

Pues en una situación teóricamente distinta a la perseguida por el modesto experimento catalán. «Ciudadanos» no buscaba, ya lo hemos visto, corregir las relaciones de poder, sino sacudir las conciencias. Una incursión exitosa del tercer partido abrigaría, sobre el papel, consecuencias quizá mayores. El partido, alimentado con efectivos que antes afluían a socialistas o populares, mermaría la fuerza de los dos y se convertiría en una presencia digna de consideración a la hora de juntar una mayoría en el Congreso. La pregunta importante es ésta: ¿se traducirían estas virtualidades en una corrección real de la dirección que han tomado los acontecimientos? ¿Asistiríamos, en particular, a una rehabilitación del Estado?

Mi opinión, es que estas especulaciones son el cuento de la lechera. Los procedimientos de reforma que la propia Constitución contempla, obligan, como es natural, a un consenso entre socialistas y populares. ¿Asumiría la reforma un PSOE constreñido a volver a la oposición? No veo el motivo, o mejor, no veo por qué razón habría de tomársela más a pecho que si fuese el PP quien gobernara en solitario. Imaginemos, a la inversa, que es el PSOE el que tiene la oportunidad de formar gobierno. ¿Sacrificaría su ya deteriorada relación con el PSC, o su situación en Galicia, por llegar a La Moncloa en brazos de un socio de sesgo militantemente españolista? Lo dudo. Mientras el partido no se transforme por dentro, preferirá apurar otras alianzas. Voy más lejos. El propio PP está prisionero de intereses regionales, y no sería sorprendente que prefiriese cerrar un pacto con CiU, antes que acoger las medidas radicales que hemos querido imaginar que el partido nuevo postularía. Nos enfrentaríamos, en fin, a un escenario más fragmentado, aunque no, necesariamente, más manejable.

La segunda hipótesis prevé el surgimiento de un partido testimonial, un partido cuya misión consistiría en cantar las verdades del barquero en el hemiciclo del Congreso. Esto dibuja un paralelo más estricto con el episodio catalán. Pero se trata de un paralelo espurio. ¿Por qué? Porque en el hemiciclo del Congreso, al revés que en el Parlament, se ha dicho de todo -aunque no siempre en la sazón oportuna, como bien sabe nuestro presidente-. El problema no reside en que no se hable de todo, sino en que la estrategia en que están atrapados los dos partidos rebota en un protagonismo desmesurado de los nacionalistas -aceptado por el PSOE; no impedido suficientemente por el PP-, y en una degradación agobiante de la vida pública. La aparición de nuevas voces añadiría colorido al drama nacional, pero no pondría remedio a las disfunciones que está experimentando el sistema. Este sólo puede salvarse a través del PSOE y del PP. Que el mayor dinamizador del caos en curso sea el PSOE, a impulsos, especialmente, de su versátil secretario general, no manumite al PP de sus responsabilidades. Ambos tienen que reflexionar en serio, y sólo después de haberlo hecho, es dable que las aguas retornen a su cauce. Los amarracos están contados. La asignatura pendiente, es saberjugarlos.

jueves, 5 de abril de 2007

La 'buena gente'

El Mundo 2007/04/05

"Hay que tener mucho cuidado con tanta buena gente. A poco que te descuides se ofrecen para organizarte el funeral."
ROSA DIEZ

La 'buena gente'
La buena gente no sólo habla desde la supuesta superioridad de su raza o el pueblo primigenio al que presume de pertenecer. La buena gente suele hablarnos también desde una supuesta superioridad moral de una supuesta izquierda; una izquierda cuyos límites ellos mismos definen y cuyos carnés de pertenencia ellos mismos otorgan.

La buena gente es ésa que dictamina quiénes han dejado de ser de los suyos, y quiénes deben irse a militar en otro partido político, al que previamente han calificado de extrema derecha o -haciendo la gracieta del día- de derecha extrema.

La buena gente condena los atentados y los seguimientos a demócratas acreditados; es la misma buena gente que previamente les ha calificado como «teóricos de la extrema derecha» y se ha jactado de que «no les ven nunca paseando...» por donde ellos presumen de pasear con total impunidad ante la bestia.

La buena gente es la que señala -personal y/o colectivamente- a aquellos que considera impulsores y colaboradores activos de un partido político al que previamente y en los mismos medios han calificado como defensores de una nueva guerra civil. Es la misma buena gente que acusa al partido al que adscribe a los amenazados de desear que ETA vuelva a matar.

La buena gente es la que se levanta por la mañana con «ganas de pegar dos tiros a más de uno», pero que defiende con denuedo que con ETA las cosas sólo se arreglan dialogando. Tiros para los discrepantes, buenas maneras y sonrisa abierta para los que tienen pistolas; corderos en la calle, lobos en casa.

La buena gente es la que lleva al Pleno de su municipio una declaración contra el Foro Ermua, exigiendo que ese colectivo cívico deje de utilizar el nombre de su pueblo porque «criminalizan el diálogo». La buena gente es la que, para no crispar y para estar a bien con quien manda, se pliega y no le importa criminalizar a quienes son objetivamente las víctimas. Esa buena gente también puede pasear ahora tranquila en ese pueblo; el que no podía pasear tranquilo era Miguel Angel Blanco.

La buena gente suele estar «muy preocupada» porque Batasuna no pueda presentarse a las elecciones. Es tan buena gente que legalizarían al partido nazi en Alemania para que todos estuvieran contentos; es tan buena gente que quieren que los que defienden las ideas que exigen de la aniquilación del contrario para llevarse a cabo puedan competir en las urnas con los representantes de los partidos políticos a los que quieren eliminar. Es esa misma buena gente que no se preocupa, que le parece que forma parte del paisaje que centenares de ciudadanos salgan de casa cada día con escoltas. Y que decenas de concejales no conozcan en sus pueblos a uno solo de sus votantes. Porque votan pero callan; porque el miedo campa por sus anchas en Euskadi; salvo para algunos, claro.

La buena gente llama por teléfono rápidamente cuando se sale en los papeles de ETA. Esa buena gente suele olvidar -cuando muestra dolorosa su pesar- que antes de que se salga en esos papeles alguien -tantas veces próximo a quien llama- calificó al receptor de la llamada como «enemigo del proceso» y como amigo de la ultraderecha que quiere una nueva guerra civil; es esa misma buena gente que considera que Otegi es un hombre de paz o que declara que De Juana Chaos está en «el proceso».

La buena gente aparece enseguida cuando hay un muerto; son la misma buena gente que olvida decir a la familia del asesinado que llevan meses reuniéndose con su enemigo.

La buena gente es la que manda a buscar aguiluchos en las banderas que se exhiben en las manifestaciones de la AVT, el PP o Foro Ermua; es esa misma gente que no ve los cuervos asesinos con rostro humano en lasmanifestaciones de todos los viernes en Bilbao y San Sebastián; ni en las fotos de los terroristas que portan los participantes de la korrika, esa manifestación cultural-deportiva, subvencionada con fondos públicos, que se supone nació para defender el euskara -que, como todo el mundo sabe, está perseguidísimo en Euskadi-, y que se convierte cada año en un alarde y reivindicación del nacionalismo obligatorio, del exclusivismo lingüístico y del terrorismo asesino.

Hay algunos dentro de esa buena gente que hasta tienen mala conciencia. Razones no les faltan. Pero ésos suelen ser los peores; porque se saben traidores a lo más sagrado, a la convivencia con el sufrimiento, a las confidencias, a las debilidades expresadas... Y para salvarse han de huir hacia delante, han de descalificar personalmente a aquéllos a los que han expulsado del redil en el que están sus nuevos dioses. Son las «criaturas ministeriales» que citaba Savater rememorando a Schopenhauer.

Hay que tener mucho cuidado con tanta buena gente. A poco que te descuides se ofrecen para organizarte el funeral.

Si yo fuera creyente afirmaría que si Jesucristo estuviera entre nosotros echaría del templo y a patadas a tanta buena gente. Como a los fariseos. Pero como no parece que eso vaya a ocurrir, nos toca a nosotros quitarles la careta. Y señalarles y mirarles con todo el desprecio que se merecen los cobardes que comercian con el dolor.

Rosa Díez es diputada socialista en el Parlamento Europeo.