miércoles, 18 de julio de 2007

La cuestión navarra

EL PAÍS 2007/07/18

"Cuando, por otro lado, los socialistas navarros plantean la posibilidad de una negociación con los nacionalistas vascos en Navarra a cambio de suspender sine die el proceso de incorporación de la comunidad foral a Euskadi, están planteando un imposible. Porque solamente el proceso de integración justifica la existencia de unas fuerzas políticas nacionalistas que, en otro caso, perderían su razón de existencia."
ANDRÉS DE BLAS GUERRERO

La cuestión navarra
La gran paradoja en relación a la cuestión navarra es que sigue siendo hoy, como lo ha sido en el siglo XX español, un problema sustancialmente ajeno a la propia Navarra. El statu quo de la comunidad foral no es puesto en cuestión por la condición vasca de buena parte de sus ciudadanos. La naturaleza vasca de Navarra trasciende en mucho a la existencia de un proyecto nacionalista vasco. Se trata de un dato que ha sido compatible durante siglos con la integración de las Provincias Vascas en la Corona de Castilla en contraste con la vida política singular del viejo reino. Si no es la naturaleza vasca de Navarra la que plantea la necesidad de su eventual incorporación a Euskadi, menos lo es la hipotética falta de viabilidad de una comunidad foral que ha alcanzado en la vida española unas cotas de bienestar económico y social manifiestamente envidiables. Navarra, con una clara conciencia de su singularidad histórica, se encuentra satisfactoriamente integrada en el conjunto de la realidad española. Y es difícil de imaginar que pudiéramos hablar de una cuestión navarra si atendiéramos a causas conectadas en exclusiva con la vida propia de los navarros.

La cuestión navarra, en la reciente vida de España, tiene que ver sustancialmente con los intereses y las presiones de un nacionalismo vasco que ve, seguramente con razón, en la integración de Navarra al proyecto de Euskadi un paso indispensable para la verosimilitud de su último objetivo. Desde el inicio del nacionalismo vasco, y especialmente desde los años treinta y el momento de la transición política, los nacionalistas vascos han pensado que el territorio, la población y la historia de Navarra son elementos indispensables para llevar adelante un proyecto de independencia muy difícil de alcanzar con referencia a los límites actuales de la Comunidad Vasca. En el imaginario del nacionalismo vasco, Navarra ha sido siempre algo más que su Ulster, tal como proclamaba un ilustre nacionalista vasco de Navarra, D. Manuel de Irujo. Incluso es posible que por encima de la realidad territorial y poblacional, los nacionalistas vascos han visto en la comunidad foral un elemento sustancial en toda visión nacionalista: su posibilidad de legitimidad histórica ligada a la vida de uno de los viejos reinos hispanos. Un título al que decenas de años de movilización de la historia no han podido equiparar a las viejas provincias ligadas a la vida de Castilla.

La hipótesis de que una integración de Navarra en Euskadi frenara la actual hegemonía nacionalista en el País Vasco, es una hipótesis razonable en un horizonte inmediato. Se trataría de un riesgo que el nacionalismo vasco estaría dispuesto a jugar a la vista de las posibilidades que se abren para su proyecto a medio y largo plazo. Esta hipótesis de interponer un dique al control nacionalista de la vida vasca se trata de un dato que raramente se plantea públicamente, pero que está presente en los cálculos de los políticos. Cuando, por otro lado, los socialistas navarros plantean la posibilidad de una negociación con los nacionalistas vascos en Navarra a cambio de suspender sine die el proceso de incorporación de la comunidad foral a Euskadi, están planteando un imposible. Porque solamente el proceso de integración justifica la existencia de unas fuerzas políticas nacionalistas que, en otro caso, perderían su razón de existencia.

La vía navarra a la autonomía, de ley a ley, de la Ley Paccionada de 1841 a la Ley de Amejoramiento Foral, siguiendo el modelo de nuestra transición, resultó una inteligente operación política que frustró las pretensiones del nacionalismo vasco. Es verdad que la transitoria cuarta de nuestra Constitución abre la puerta para una rectificación de este camino. El dato básico al respecto, sin embargo, es que esta transitoria no tiene su origen en la voluntad de los navarros, sino en la presión de los nacionalistas vascos a los que se cedió en un intento de integrarles en el orden constitucional.

El nacionalismo vasco estaría dispuesto a muchas cesiones provisionales por conseguir una integración que haría viable la "hoja de ruta" de su proyecto político. Pero se trataría de una integración que a la vuelta de muy poco tiempo nos enfrentaría con un proyecto nacionalista vasco que habría alcanzado su objetivo táctico más importante. Esta es la razón por la que la gran mayoría de los navarros y el resto de los españoles, no podemos ceder en la apertura de un camino que puede resultar a corto plazo bien o mal para el proyecto español, pero que es la posibilidad para que pueda prosperar una opción secesionista, para que pueda hacerse realidad el colapso de España.

Los socialistas navarros deben juzgar la actual coyuntura política con realismo y responsabilidad. No pueden pedir a Nafarroa Bai lo que esta coalición no puede darles sinceramente sin pagar por ello el precio de su disolución política. Si el socialismo navarro no puede llegar a un entendimiento con UPN, el camino más sensato y democrático parece una nueva consulta al electorado. Este entendimiento, bien en la forma de un gobierno de coalición, bien en la forma de un gobierno en minoría integrado por el partido más votado, parece, probablemente, la solución más fácil, razonable y comprensible para el electorado.

En todo caso, conviene tener presente que el sustancial componente vasco de Navarra no necesita del proyecto del nacionalismo sabiniano para afirmarse y sobrevivir. Y que ese componente tiene en los instrumentos de cooperación entre Comunidades Autónomas previstos en nuestra vida política, además de en el amparo general de nuestra Constitución, una firme y suficiente garantía. En definitiva, que no se trata de una cuestión cultural la que está en juego, sino de la viabilidad de un proyecto político de inspiración secesionista en el que no cree la mayoría del pueblo navarro. Un proyecto que no puede contar con el apoyo de las fuerzas políticas españolas sin asumir con ello el más evidente de los contransentidos.

sábado, 14 de julio de 2007

Final del terrorismo sin diálogo con ETA

ABC 2007/07/14

"Al supeditarse el fin de la violencia al diálogo entre una organización criminal y el Estado, éste asume parte del argumentario terrorista que denuncia la imperfección de la democracia, argumento que resultaría cierto si realmente no fuera posible la salida del terrorismo sin una negociación que, sin embargo, no ha sido precisa para que otros terroristas renunciasen a su militancia."
ROGELIO ALONSO

Final del terrorismo sin diálogo con ETA
A pesar del fracaso de la negociación con ETA, todavía se insiste en mantener abierta la vía del diálogo con la organización terrorista, si bien se matiza que sólo tendrá lugar en determinadas circunstancias y sobre aspectos concretos como la disolución de la banda y la situación de sus presos. Sin embargo, la reciente experiencia, y otras anteriores, revelan cómo esa opción facilita a ETA el engaño de dirigentes y ciudadanos predispuestos a aceptar las señales equívocas que sobre su hipotética desaparición los terroristas deseen transmitir. De esa forma el Estado pone a disposición de ETA un instrumento con el que, en momentos de debilidad, la banda genera una notable confusión dividiendo a quienes se encargan de combatirla. En esas condiciones, y tras haber sufrido el terrorismo etarra durante décadas, la ansiedad colectiva derivada del deseo de poner término a la violencia puede ser fácilmente manipulada. Así ha ocurrido en estos tres últimos años, enfatizándose la incompatibilidad de negociación e intimidación pese a la existencia de ambas en condiciones inadmisibles al infringirse la resolución parlamentaria que sólo autorizaba el diálogo si antes los terroristas demostraban una «clara voluntad de poner fin a la violencia». El gobierno ha insistido en que no traspasaría unos límites que, no obstante, ha rebasado, justificando dicha vulneración mediante la relativización de las reglas impuestas al inicio del proceso. Se oculta así que el establecimiento, aparentemente firme, de dichas demarcaiones obedecía a la necesidad de respetar un procedimiento sin el cual la iniciativa carecía de validez.

Consecuentemente, si la resolución del Congreso pretendía dar legitimidad a la negociación, el incumplimiento de dicho mandato evidencia la ausencia de cobertura para una política, por tanto, dañina. Se ha intentado encubrir el éxito que para ETA supone esa cesión gubernamental enmascarando el escenario de negociación bajo un imaginario y positivo «fin dialogado de la violencia» que no era tal. Con esos precedentes la oferta de diálogo para el futuro proporciona a ETA la posibilidad de volver a gestionar a su conveniencia su actividad terrorista, sabedora de que a pesar de sus crímenes dispondrá de otra oportunidad en la que nuevamente podrá debilitar al Estado mediante tácticas similares a las que ya se han revelado eficaces para los terroristas. Así lo avala la pertinaz posición del gobierno presentando como una obligación de todo gobernante el diálogo con terroristas a pesar de que, obviamente, ningún dirigente debe comprometerse con acciones que una y otra vez se demuestran contraproducentes. Por todo ello, parece razonable descartar categóricamente el diálogo y la negociación con la banda en supuestos como los que hoy siguen defendiéndose.

Es precisamente la disuasoria credibilidad que se desprende de tan firme negativa la que garantiza el abandono del terrorismo sin concesiones para el Estado, como ocurrió con el dirigente etarra Francisco Múgica Garmendia y otros presos que en 2004 reclamaron la finalización de la violencia tras concluir que la «estrategia político-militar» de ETA había sido «superada por la represión del enemigo» ante «la imposibilidad de acumular fuerzas que posibiliten la negociación en última instancia con el poder central». Este significativo episodio de desvinculación constata que el abandono del terrorismo es posible sin diálogo con los terroristas, siendo viable dicha salida precisamente como consecuencia de la ausencia de negociación. Por tanto la eliminación de esa expectativa de diálogo se convierte en una condición necesaria para la ansiada desaparición de la violencia. En cambio, la promesa de dialogar con la banda asume implícitamente la progresión hacia una negociación que excede los límites, en apariencia infranqueables, que se fijan con objeto de ensalzar las ventajas de un diálogo que en teoría nunca se realizaría bajo la amenaza de la violencia y que quedaría restringido a la situación de los presos y a la disolución de la banda. El motivo radica en que cuestiones tan concretas ya pueden, y deben, abordarse mediante mecanismos existentes en nuestro sistema democrático, sin que se requiera para ello crear instrumentos ad hoc. Al supeditarse el fin de la violencia al diálogo entre una organización criminal y el Estado, éste asume parte del argumentario terrorista que denuncia la imperfección de la democracia, argumento que resultaría cierto si realmente no fuera posible la salida del terrorismo sin una negociación que, sin embargo, no ha sido precisa para que otros terroristas renunciasen a su militancia.

El implícito reconocimiento de indulgencia penal que conlleva la admisión del diálogo en condiciones como las referidas coadyuva a superar esos límites fijados por el Estado, abocando a éste a una negociación política que pasa a ser justificada en aras de una aspiración tan loable como la erradicación del terrorismo. Bajo pretexto de que el fin último justifica los medios, el Estado alienta así la creencia en la eficacia de la coacción, premiando al terrorista con una favorable distinción cualitativa de la pena y de sus crímenes. En consecuencia, ETA da por descontado que la impunidad para sus presos es una concesión ya conquistada que le induce a plantear su disolución sólo a cambio de otros objetivos más ambiciosos. De ahí que el prometido diálogo sobre «paz por presos» deje de representar un factor de disuasión, incentivando el mantenimiento de la amenaza una vez el terrorista ve confirmado que el Estado relega la aplicación del sistema penal y de procedimientos ordinarios inalterables frente a otros criminales. Por el contrario, la negativa del Estado a establecer dicho diálogo, defendiendo las vías de salida del terrorismo que la democracia ya ofrece, aporta credibilidad a la posición estatal garantizando que la paz y la libertad se antepongan a la política. En esas circunstancias las redenciones serían resultado de la efectiva desaparición de la violencia, favoreciendo la presión sobre ETA desde su propio entorno de acuerdo con la lógica que en 2003 se apreciaba en Gara. En serios momentos de debilidad para ETA simpatizantes del entorno radical señalaban: «Hay algo importantísimo que de primeras ganaríamos sin ETA: no habría seiscientos detenidos al año. Habría treinta y, quizás, tras varios años, nadie». Otro articulista añadía: «La izquierda abertzale ha probado durante treinta años con ETA. Que pruebe ahora sin ella».

Estas críticas confirman que el abandono del terrorismo no exige que el Estado construya una narrativa legitimadora de dicha opción mediante la oferta de diálogo, siendo ese relato explicativo responsabilidad de ETA. Los hechos ratifican que sus dirigentes podrían articularlo si existiera una verdadera voluntad de renuncia. Ésta únicamente parece posible en un escenario de derrota incompatible con una coyuntura de final dialogado como el acometido, pues sólo así se fomenta el cuestionamiento táctico de una violencia que entonces sí resulta contraproducente para ETA. Debe subrayarse que nuestro ordenamiento contempla ya la reinserción de los terroristas, si bien condicionada a la renuncia a la violencia para evitar que el terrorismo extraiga «ventaja o rédito político alguno», tal y como demanda el Pacto por las Libertades, y en contra de lo que supone el fin dialogado propugnado. Las razones aquí expuestas demuestran que el ofrecimiento de diálogo estimula la continuidad de la amenaza al racionalizar los terroristas que su violencia siempre será recompensada, y no penalizada, con otra oportunidad. De ese modo los dirigentes políticos, seducidos por el objetivo último de terminar con el terrorismo, se ven impelidos a ceder a ETA la iniciativa en la política antiterrorista convirtiendo el diálogo en un arma contra el Estado.

ROGELIO ALONSO
Profesor de Ciencia Política. Universidad Rey Juan Carlos