EL PAÍS 17/03/2006
WOLE SOYINKA, dramaturgo nigeriano, obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1986. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Los psicópatas de la fe y sus apaciguadores
¿Quién es culpable de desprestigiar el islam? ¿Las personas y muchedumbres que invocan el nombre del Profeta para cometer crímenes que repugnan a nuestra condición humana? ¿O el cínico que responde de la única manera que sabe, pero dentro de las leyes de su país?
Debemos abordar esta cuestión con toda objetividad. ¿Quiénes son los que están llevando el nombre de su venerado símbolo al terreno de los infieles y los no creyentes, en el que se convierte en tema de discusión y chivo expiatorio de los crímenes de sus seguidores? La única forma de marginar y desarmar a los psicópatas de la fe es responder a esa pregunta con sinceridad, no los vanos intentos de obligar a un país soberano a aplicar unas leyes que no tienen nada que ver con su constitución ni sus costumbres.
Hace dos años, en la capital de Nigeria, unos fanáticos musulmanes se lanzaron a las calles para protestar por la celebración del concurso de Miss Mundo y proclamar que tal exhibición de mujeres era una afrenta contra el islam. Al acabar su protesta, docenas de inocentes yacían muertos en las calles, sus hogares y sus lugares de trabajo.
Nadie tuvo en cuenta las opiniones ni los gustos de los seguidores de otras religiones, los laicos o los ateos. Casas y empresas incendiadas, barrios enteros destruidos. Para asegurarse de que no hubiera ni siquiera comentarios, a una periodista se la declaró culpable de blasfemia contra el profeta Mahoma, y, para castigarla, un vicegobernador de un oscuro Estado llamado Zamfara dictó una fatua de muerte contra ella. Lo que la periodista había dicho era que, si el profeta Mahoma hubiera estado vivo, seguramente habría tomado como esposa a una de las participantes en el concurso de belleza. Condenar a alguien a muerte por alabar la capacidad del profeta para apreciar la belleza era caer en auténticos abismos de irracionalidad y oportunismo homicida.
Como era de esperar, yo denuncié la orgía asesina. Para mi asombro, algunas voces liberales del mundo occidental, liberales siempre con la sangre de otros y en defensa del agresor, prefirieron concentrarse en lo "impropio" de llevar la "decadencia occidental" a la prístina inocencia de Nigeria y contaminar sus valores culturales. Aunque no tendría que haber hecho falta, consideré que tenía el deber de informar sobre la existencia de concursos de belleza -tanto de hombres como de mujeres- en varias culturas tradicionales africanas, en algunos casos incluso con competiciones de danzas de cortejo. Lo que quedó prácticamente olvidado fue lo más importante, el carácter sagrado de la vida humana por encima de cualquier símbolo religioso, por universal que sea. De distracciones así nace la impunidad, y las leyes de la turba y sus manipuladores acaban contando con la aprobación tácita de los apaciguadores del mundo.
La impunidad engendra más impunidad. Tras la denuncia de una nueva ofensa contra el profeta Mahoma en la lejana Dinamarca, en Nigeria sabíamos que la siguiente oleada de carnicerías era cuestión de días. Ocurrió según lo previsto.
Los fanáticos actuaron en un rincón del norte del país, Maiduguri. Escogieron un domingo, en el que tenían la seguridad de que las ovejas estaban reunidas en su corral, y se abalanzaron sobre los inocentes para llevar a cabo su truculenta tarea. Aguardamos la reacción oficial y tampoco en esta ocasión nos vimos decepcionados: el Gobierno y varios organismos cívicos aconsejaron "contención". En todas las declaraciones oficiales se echó en falta un lenguaje que expresara la repugnancia; en vez de alguna manifestación de la voluntad oficial de aplicar rigurosamente las leyes, sólo hubo llamamientos a la "contención".
Las matanzas se extendieron. Una característica de los imitadores de la violencia es que nunca se conforman con imitar; se sienten obligados a mejorar la acción inicial. Estaba garantizado que lo que en otros países habían sido llamamientos al boicot de productos daneses e incendio de embajadas debía convertirse en carnicería en Nigeria.
¿Quiénes son, pues, los que de verdad profanan el nombre del profeta Mahoma? ¿Los que asesinan a inocentes en su nombre, unos inocentes que jamás han probado la mantequilla danesa, que ni siquiera saben de la existencia de un país llamado Dinamarca? ¿O un dibujante que, por lo que sabemos, nunca ha tenido ninguna relación espiritual con Jesucristo, Mahoma, Buda o Orisanla? Es cierto que incluso a alguien así se le puede acusar de falta de responsabilidad social; como profesional informado, tiene la obligación moral de respetar las creencias de otros. Pero lo que hace lo hace en función de su propia conciencia, no en nombre de Yavé, Ikenga ni la Virgen María. De modo que ¿por qué van a merecer los creyentes de otras religiones la ira de quienes se sienten ofendidos por lo que se ha hecho en contra de la suya?
Afortunadamente, el Gobierno danés se negó a asumir culpas y no cedió a la exigencia de que pidiera perdón por la conducta de uno de sus ciudadanos, una persona a la que nadie había acusado de ser funcionario, representante o portavoz oficial, sino un individuo libre que actuó por su cuenta, aunque fuera una acción censurable. La idea de que un Gobierno deba vigilar las decisiones individuales en una sociedad libre es repugnante.
Todos debemos seguir haciendo hincapié en el periodismo responsable e inculcar unas prácticas de buena vecindad que se extiendan por encima de fronteras nacionales. Pero debemos ser aún más decididos a la hora de rechazar cualquier intento de una autoridad sectorial o un cuasi-Estado de imponer su voluntad a quienes no siguen los mandatos de sus creencias, culturas y valores.
Las caricaturas no tenían que haberse convertido jamás en un asunto mundial. Las imágenes ofensivas las habría visto, como mucho, el pequeño colectivo de lectores del periódico. Lo que han hecho los depositarios de la religión es extender el "territorio del insulto" hasta el infinito. Son ellos los que han cometido una afrenta mayor contra la imagen del Profeta, con la inevitable proliferación de los dibujos. Y, sobre todo, al suscitar interrogantes sobre los seguidores del Profeta y su forma de interpretar la complejidad del mundo. Tomemos con toda seriedad el comentario que hacía otro dibujo, en esta ocasión en un periódico francés. El chiste muestra a un profeta Mahoma taciturno y frustrado, y el pie dice: "Qué duro es que a uno le amen unos idiotas". ¡Ojalá algunos de esos adoradores declarados de Mahoma no fueran psicópatas de la fe!
Conviene aclarar que no han faltado voces de condena entre dirigentes nigerianos musulmanes. Lo que ha faltado es un rechazo firme e inequívoco, un lenguaje que vaya más allá de tópicos santurrones, un llamamiento a aislar a los asesinos y denunciar a los manipuladores de la psicología de masas. Yo estaré dispuesto a creer en la sinceridad de esas voces -no sólo en mi propio país, sino en todo el mundo- cuando no se limiten a las condenas sino que busquen la manera de que quienes han profanado la inviolabilidad de la vida humana sufran las consecuencias. En otras palabras, ha llegado la hora de que los líderes musulmanes de todo el mundo emitan una fatua contra quienes matan en nombre de su fe y convierten cualquier cosa en una ocasión para desatar los impulsos psicópatas.
viernes, 17 de marzo de 2006
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