martes, 25 de abril de 2006

El día en que murió Keynes

Expansión 24/04/06

FRANCISCO CABRILLO

El día en que murió Keynes
Se cumple este año el veinticinco aniversario del fa­moso presupuesto británico de 1981, con el que la seño­ra Thatcher cambió de forma sustancial, y duradera, la forma de hacer política económica en el Reino Unido. Para muchos economistas aquel presupuesto supuso el final de la política de estabilización keynesiana que, con más pena que gloria, había dominado la política económica británica desde el final de la Segunda Gue­rra Mundial. El modelo utilizado hasta entonces se ba­saba en la idea de que el gobierno podía aminorar las fluctuaciones del ciclo económico mediante cambios discrecionales en el saldo presupuestario, elevando el gasto público y reduciendo los impuestos en las fases de estancamiento y haciendo lo contrario en las fases de auge. Uno de los principios de esta estrategia era, evidentemente; el abandono del principio del equilibrio presupuestario. Y, en una fase de estancamiento, como la que existía en 1981 la receta keynesiana era cla­ra: aplicar una política fiscal expansiva. Exactamente lo contrario de lo que hizo la primera ministra.

En estos años en los que, mal que bien, vivimos en la Unión Furopea con los principios de Maastricht y el pacto de estabilidad nos resulta un poco sorprendente la fe que hasta hace relativamente poco tiempo tenía la mayoría de los economistas en las virtudes estabiliza­doras de 1a política fiscal. Pero no podemos olvidar que varias generaciones de economistas nos hemos forma­do en estos principios, y que la vuelta a la idea de que el equilibrio presupuestario debe ser un objetivo priorita­rio de la política económica no ha resultado siempre fácil. Lo cierto es que, durante muchos años los cam­bios en los tipos de gravamen de los impuestos estaban motivados más por la decisión de dar carácter expansi­vo u contractivo a la política fiscal que por la búsqueda de la eficiencia o por la necesidad misma de financiar un determinado gasto. Por ello resultó una auténtica sorpresa la decisión del gobierno británico de elevar los impuestos para tratar de equilibrar el presupuesto en una época de recesión. F1 año anterior el déficit de las cuentas públicas era de aproximadamente un 3 por ciento del PIB; pero las previsiones indicaban que, si no se introducían cambios importantes, esta cifra alcanza­ría fácilmente el 5 por ciento en el período 1981-82. El gobierno tenía que elegir, por tanto, entre dar prioridad al equilibrio de las cuentas públicas o la política anticí­clica. Y optó por la primera de estas estrategias.

Tal decisión supuso una auténtica tormenta políti­ca en el reino Unido, que tuvo unas repercusiones en el mundo académico realmente excepcionales. Con fecha 13 de marzo de 1981 dos prestigiosos catedráti­cos de la Universidad de Cambridge, F.H. Hahn y R.R. Neild enviaron a prácticamente to­dos los economistas académicos del país una carta en la que les pedían que suscri­bieran un escrito que, más tarde se publi­caría en las páginas de The Times. El éxi­to de esta propuesta fue notable, y dio origen a la llamada "carta de los 364", sus­crita por la mayoría de los economistas del país. El texto era muy crítico con el gobierno, al que se acusaba de haber adoptado su decisión sin soporte técnico alguno, se afirmaba que las medidas diri­gidas a equilibrar el presupuesto en aquellos momentos no harían sino em­peorar la depresión y se pedía que se abandonaran la políticas monetaristas y se buscaran medidas alternativas que permitieran conseguir una recuperación sostenida. No se detallaba cuáles podrían ser tales medidas; pero parece claro que lo que, en el fondo, se recomendaba era continuar con la ortodoxia keynesiana y utilizar de nuevo el presupuesto como instrumento de política anticíclica.

La breve respuesta del gobierno define cuáles eran las ideas de la primera minis­tra en este campo. Tras afirmar su idea de que la inflación es básicamente un fenó­meno monetario, señalaba que para au­mentar la renta y el nivel de empleo lo procedente era utilizar políticas de oferta y lograr un mejor funcionamiento del mercado. Y terminaba mostrando su ex­trañeza por el hecho de que los 364 economistas hubieran sido incapaces de explicar esas supuestas alternativas a su política económica. Y Thatcher tenía razón. Mientras la mayoría de los economistas profesionales miraban al pasado, ella esta­ba abriendo un camino hacia el futuro por el que segui­mos caminando. Lo que menos me gusta de esta histo­ria es el lamentable papel que los economistas desem­peñamos en ella. La lista de los Firmantes de la carta a The Times resulta, en efecto, llamativa. No sorprende encontrar en esta relación a todos los miembros del grupo ferozmente antithatcheriano de la universidad de Cambridge (Kaldor, Kahn, Robinson, Eatwell, Champernowne, cte.). Más llama la atención ver los nombres de economistas de la talla de Meade, Sen, Atkinson u Sutton. Viendo el tema desde el lado positi­vo, la profesión aprendió una lección de humildad que nunca viene mal. El gran Keynes murió oficialmente el año 1946. Pero falleció otra vez, discretamente, en las páginas de un presupuesto que vio la luz en Gran Bre­taña hace veinticinco años.

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