martes, 10 de octubre de 2006

La primera libertad

La Gaceta de los Negocios 10/10/06

No se puede llegar a tolerar nunca que algunas minorías traten de imponer sus criterios a la mayoría
Alejandro Muñoz-Alonso

La primera libertad
LA tiranía de lo políticamente correcto y del pensamiento único no es un fenómeno moderno sino, más bien, el sino de la inmensa mayoría de generaciones que han pasado por este planeta.
En Europa, la libertad de expresión y de prensa aparece en una fecha concreta, en el año 1695, cuando la Cámara de los Comunes suprime las últimas exigencias censoras que subsistían en Inglaterra. En los 311 años transcurridos desde entonces, sólo muy lentamente se va estableciendo esa libertad en otros países, en muchos de los cuales reiterados retrocesos presentan un balance negativo: son muchos más los años en que ha estado vigente la censura que la libertad. Casi siempre al amparo de “leyes de prensa” (¡pedidas, en ocasiones, por los propios periodistas!) que han sido siempre encubiertos mecanismos de censura, al servicio del poder. Pero esa libertad está ya en nuestro ADN colectivo y es muestra inequívoca de salud democrática.
Los americanos llaman a las libertades de expresión y de prensa la “primera” libertad, y lo hacen por una doble razón: es esta libertad —junto con la de religión— la que se proclama en lo que llaman la “primera enmienda”, que es como el artículo primero de su carta de derechos. Pero, también, porque saben que esta libertad es, histórica y cronológicamente, la primera que se conquista, cuando los pueblos deciden avanzar hacia un sistema de libertades, pero también la primera que se pierde cuando este sistema empieza a degradarse por la desidia, la indiferencia, la cobardía, en suma, por ese síndrome psicológico que, hace ya muchos años, Eric Fromm bautizó como “miedo a la libertad”.
Un síndrome que corroe en estos tiempos a Occidente, una civilización que ha perdido la fe en sus principios y valores, que sólo busca hacerse perdonar por sus enemigos y que sólo pide que la dejen apurar, sin demasiadas molestias, los últimos sorbos del cáliz de una abundancia que, vagamente, intuye que está a punto de llegar a la hez.
Los síntomas de erosión de la libertad de expresión en Occidente son ya abrumadores. Pero empecemos por España, que vive todavía el periodo de mayor libertad de expresión de toda su historia, aunque se multiplican las alertas. La ordenación que se está haciendo, por ejemplo, del paisaje audiovisual es, sencillamente, un escándalo que desafía cualquier atisbo de juego limpio y buena fe. La voracidad del poder socialista por controlar todas las ondas que circulan por el espacio radio-eléctrico es un caso de telebulimia, del que sería muy sano para la sociedad que reventaran política y empresarialmente quienes tratan de beneficiarse.
El Ministerio de Industria, por resolución administrativa, decreta el cierre de un emisor público de televisión (gestionado, claro está, por el partido de la oposición) como si estuviéramos en plena dictadura y en contra del artículo 20.5 de la Constitución. En Cataluña aparece un organismo, el CAC, que se arroga el derecho a cerrar emisoras sobre la base de una ley que uno tiene que preguntarse qué tipo de supuesto Parlamento puede haber aprobado semejante bodrio. Y, para acabarlo de arreglar, los grupos parlamentarios del Congreso deciden amordazar al Partido Popular y no permitirle que pregunte sobre una cuestión que les molesta mucho, ellos sabrán por qué. ¿Se equivoca el Partido Popular? Pues aplicad la vieja máxima y dejad que se hunda solo, pero no saquéis la mordaza que tanto os gusta. Nunca, desde la Transición, se habían cernido tantos peligros sobre la libertad de expresión en España. El escaso pluralismo y la a veces agobiante politización, más ese fenómeno de huida de la realidad que representa la llamada telebasura, completan el sombrío panorama.

EN Europa, la falta de reacciones vigorosas e inteligentes ante los ataques a la libertad de expresión por parte del islamismo radical muestra esa falta de fe en los propios valores que caracteriza a las civilizaciones decadentes.
Prescindiendo de antecedentes, como la fatua contra Rushdie, en lo que va de año, desde el asunto de las caricaturas de Mahoma hasta el caso del profesor francés que se ha tenido que esconder, se han multiplicado en estos últimos tiempos las presiones y amenazas contra la libertad de expresión que es la principal seña de identidad de Occidente. Y la autocensura practicada por la directora de la Deutsche Oper de Berlín no es la solución, sino que es una muestra de derrotismo. Las nuestras no son —ni deben ser—sociedades multiculturales. Las celebraciones de moros y cristianos forman parte de nuestro acervo histórico, y suprimirlas sería una manifestación de cobardía.
Tenemos unos marcos de referencia jurídicos, morales y culturales y quienes vengan a instalarse deben aceptarlos. Por supuesto, no todo el mundo piensa de la misma manera, pero nos hemos ido acostumbrando a soportarnos los unos a los otros. Pero no se puede tolerar a quienes por la fuerza, la amenaza o el terror tratan de imponernos otras creencias u otros puntos de vista.
Europa tardó siglos en tolerar a las minorías disidentes. Lo que no puede llegar a tolerar nunca es que algunas minorías traten de imponer sus criterios a la enorme mayoría. Como dijo Popper, “no se puede ser tolerante con los enemigos de la tolerancia”.

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