ABC 05/12/06
"La Declaración nos puede llevar a la madurez del liberalismo, pero no así como así. La situación actual es especialmente aviesa, por cuanto abundan los liberales a medias, así como las eminencias grises que, como antaño, usan los principios liberales para disimular apetencias de la peor especie."
Por Manuel Penella
Un brindis por la señora Roosevelt
LA Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948. Me pregunto si celebraremos o no el aniversario del bello documento, pero estoy seguro de que lo vamos a necesitar si queremos salir bien librados del atolladero en que nos estamos metiendo.
A la salida de la Segunda Guerra Mundial, cuando era moralmente ineludible proteger a la humanidad contra los males que la habían provocado, hacía mucha falta esta Declaración. Pero todo indica que nos habríamos tenido que contentar con un texto de circunstancias, incoloro y huero, de no mediar la decidida intervención de la señora Eleanore Roosevelt. Ella sabía lo que quería y, en gran medida, se la debemos. Y hoy me parece evidente que, sin las luces de esta Declaración Universal, la «globalización» que está en marcha sólo puede conducirnos a un mundo bastante tétrico.
La Declaración es un fruto del dolor y de la reflexión y es también un anticipo de lo que podría llegar a ofrecernos un liberalismo maduro, digno del porvenir. Sus considerandos iniciales resuenan todavía hoy -vamos con mucho retraso- como severos aldabonazos en la conciencia: todos los miembros de la familia humana, sin distinción de sexo, de cualquier religión o color, tienen derechos iguales e inalienables, y se nos invita a trabajar pacíficamente por un mundo en el cual se vean liberados del temor y de la miseria, como corresponde a su dignidad intrínseca, por un mundo, se puntualiza, en el que «nadie se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».
En este texto, la modernidad y el liberalismo dieron su nota más alta, la más noble y prometedora. Cualquier persona de buena voluntad, venga de la izquierda o de la derecha, se sienta heredera de antiguas tradiciones religiosas, de la Ilustración o del socialismo en su versión no termítica, lo puede hacer suyo. Y dado que nos vemos forzados a cohabitar positivamente en un planeta pequeño, con buenos motivos. No perdamos la esperanza. Porque el grueso de la humanidad está completamente de acuerdo con las exigencias enunciadas en esta memorable Declaración. La largamente cultivada creencia de que somos hijos de Dios, y por lo tanto hermanos, reaparece aquí en una depurada versión laica, ya imposible de burlar sin caer en la barbarie.
Tenemos que agradecerle a Eleanore Roosevelt que se mantuviese tercamente fiel a los principios, sin dejarse obnubilar por el propósito de alcanzar una aprobación unánime. Valía la pena y logró salirse con la suya: la Declaración contó con el respaldo de la mayoría de los Estados representados en la Asamblea General, y cabe hablar, por lo tanto, de una declaración de la humanidad. Sólo siete países se opusieron: los cinco que dependían de Stalin, la Suráfrica del apartheid, empeñada en la defensa de los privilegios de la minoría blanca, y Arabia Saudí, empeñada en mantener a la mujer por debajo del hombre...
La Declaración es muy exigente y haríamos mal en caer en uno de esos trances de autocomplacencia a los que somos tan dados los liberales. Es cierto que nuestra civilización, cargada de sabiduría y de buenos propósitos, la ha producido, a la salida de una hecatombe. Pero más nos vale reconocer que no estamos a su altura. Millones de seres humanos viven atenazados por el miedo y la miseria, y es de muy mal gusto presumir de superioridad moral ante tan turbadora evidencia. La Declaración se asienta, toda ella, sobre principios liberales, en teoría muy convincentes y de aplicación ecuménica, pero, antes de presumir, hay que estar a la altura de ellos en la práctica.
La Declaración nos puede llevar a la madurez del liberalismo, pero no así como así. La situación actual es especialmente aviesa, por cuanto abundan los liberales a medias, así como las eminencias grises que, como antaño, usan los principios liberales para disimular apetencias de la peor especie. Por desgracia, los liberales no tenemos una hoja de servicios a la humanidad lo suficientemente limpia. No por casualidad, el liberalismo se ha visto falto de credibilidad en horas decisivas. Los que en su día se alinearon detrás de Lenin, de Mussolini o de Hitler no esperaban nada positivo de la doctrina liberal, y lo mismo cabe decir de los jóvenes que tomaron al Che Guevara como modelo digno de imitación. ¿Repetiremos los viejos errores?
Es imposible atraer hacia el liberalismo a nadie por medio de actos de rapiña o de bombardeos preventivos, inteligentes o, como se los ha llamado, «humanitarios». Y ya pasó el tiempo en que se podía ser liberal en casa y antiliberal en los espacios coloniales. Churchill, un liberal ejemplar en la Cámara de los Comunes, dejaba de serlo en cuanto se abismaba en la contemplacion del globo terráqueo (de allí que fuese un displicente admirador de Mussolini y un ferviente partidario del uso de gas venenoso contra las «tribus incivilizadas»). Hubo grandes liberales que, en cuanto sintieron amenazada su forma de vida, se olvidaron de sus altos valores, entregándose al dictador de turno. Piénsese en Croce votando a favor de Mussolini. Y hoy mismo abundan los liberales dispuestos a consentir una especie de GAL planetario, es decir, dispuestos -como muchos alemanes de los tiempos de la República de Weimar- a que se alumbre bajo sus ojos un peligroso Estado dual, liberal por un lado y no liberal por el otro. Con este tipo de duplicidades no iremos a ninguna parte, como bien sabía la señora Eleanore Roosevelt, nunca contaminada por el genio de su maquiavélico marido. Por eso brindaré por ella el próximo 10 de diciembre, en busca de renovada fe en la humanidad.
miércoles, 6 de diciembre de 2006
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