ABC 24/12/06
"Su defensa del intervencionismo estatal, del elevado número de funcionarios y sus frecuentes ataques a «la hegemonía mundial de USA» no son bien recibidos allende los mares."
Por Ramón-Pérez Maura
Que tiemble Francia
La página norteamericana www.thoseshirts.com vende camisetas con motivos políticos. La más solicitada del momento retrata la cara de Hillary Clinton tras una señal de «prohibido» y la leyenda: «Re-defeat communism 2008». De lo que cabe colegir que los rivales de Hillary la tienen miedo, y que la senadora debe evitar todo equívoco. Lo está haciendo.
El pasado domingo se anunció la cancelación de la visita que debía realizar esta semana a Estados Unidos la candidata socialista francesa Ségolène Royal. El motivo era simple: Hillary se negaba a recibirla. Y es que los socialistas europeos se creen que el Partido Demócrata norteamericano es un partido hermano porque su presidente, Howard Dean, haya ido a visitar a Zapatero. Por si les aclara algo las ideas, verán cómo Dean no visita la campaña electoral de la Clinton. Hillary quiere ser presidenta y está desesperada por demostrar que tiene un programa político viable, alejado de sus pecados izquierdistas de juventud. Por eso, si Royal quiere visitarla, la respuesta es «no».
El 3 de dicembre, durante una visita a Beirut, Royal se reunió con Ali Ammar, diputado de Hizbolá, quien durante 20 minutos criticó la «ilimitada demencia norteamericana» y comparó a Israel con el III Reich. Cuando terminó Royal dijo «Gracias por ser tan franco. Estoy de acuerdo con muchas de las cosas que ha dicho, en especial con su análisis de Estados Unidos». Después adujo que la traducción que le habían hecho no era buena, pero nunca aclaró qué era lo que había entendido ni sobre USA ni sobre Israel. Así que, por ahora, a Estados Unidos sólo de vacaciones, porque lo que es visitas como la de Hillary no van a ser posibles.
Y más allá de meteduras de pata como la de Hizbolá, su ideología tampoco ayuda mucho. Su defensa del intervencionismo estatal, del elevado número de funcionarios y sus frecuentes ataques a «la hegemonía mundial de USA» no son bien recibidos allende los mares. Para justificar el «aplazamiento» su gabinete ha dicho que tras los recientes viajes a Oriente Próximo y Portugal necesita descansar. O sea, que aprende de ZP. Que tiemble Francia.
lunes, 25 de diciembre de 2006
sábado, 23 de diciembre de 2006
Respetar a los creyentes, no las creencias
EL PAÍS 23/12/06
"Feliz solsticio a todos."
TIMOTHY GARTON ASH
Respetar a los creyentes, no las creencias
El fin de semana pasado estuve cantando un montón de cosas en las que no creo. ¿Creo que, hace unos 2.007 años, un ángel se apareció a una mujer llamada María y le anunció que iba a quedarse embarazada sin haberse acostado con José? No. ¿Creo que el buen rey Wenceslao anduvo por la nieve para llevar "a aquellos campesinos" comida y vino? Probablemente, no. Pero eran palabras hermosas y familiares, la iglesia medieval estaba iluminada por velas, tenía a mi familia conmigo, y me conmoví.
En estos días, cientos de millones de personas, como yo, cantan -a veces con deleite y entusiasmo- unas frases en las que no creen o, en el mejor de los casos, creen sólo a medias. Según un reciente sondeo de opinión de Harris para el Financial Times, en Gran Bretaña, sólo uno de cada tres ciudadanos dice ser "creyente". En Francia, menos de uno de cada tres; en Italia, menos de dos tercios; sólo en Estados Unidos supera esa cifra las tres cuartas partes. Y sería interesante saber qué proporción de esa minoría de verdaderos creyentes en Gran Bretaña y Francia son, en realidad, musulmanes.
Todo eso ha hecho que me pusiera a pensar -en esta época prolongada de fiestas, con el Día del Bodhi, Hanukkah, Navidades, Eid-ul-Adha, Oshogatsu, el aniversario de Guru Gobind Singh y Makar Sankranti- sobre qué significa decir que respetamos otras religiones en una sociedad multicultural. Me da la impresión de que el mayor problema que muchos europeos post-cristianos o teóricamente cristianos tienen con que haya musulmanes viviendo entre ellos no es que éstos crean en una religión distinta al cristianismo, sino que crean en una religión, punto.
Es algo que desconcierta a la minoría intelectualmente significativa de europeos que son ateos devotos, que creen en las verdades descubiertas por la ciencia y hacen proselitismo. Para ellos, el problema no es ninguna superstición religiosa concreta, sino la superstición en sí. Y también preocupa a ese número mucho mayor de europeos que son vagamente creyentes, de una forma tibia, o más o menos agnósticos, pero que tienen otras prioridades. ¡Ojalá los musulmanes no se tomaran su islam tan en serio! Y muchos europeos añadirían: ¡Ojalá los norteamericanos no se tomaran su cristianismo tan en serio!
No obstante, podemos discutir sobre si el mundo estaría mejor si todos se convencieran de las verdades ateas de la ciencia natural o, al menos, se tomara la religión tan a la ligera como la mayoría de los europeos semicristianos, creyentes a tiempo parcial (yo soy agnóstico sobre esta cuestión). Pero es evidente que sobre esa base no podemos construir una sociedad multicultural en un país libre. Esa postura sería tan intolerante como la de los países mayoritariamente musulmanes en los que no se permiten más confesiones que el islam.
Al contrario, en los países libres es preciso que se permitan todas las religiones; y cada religión debe dejarse cuestionar en sus fundamentos, categóricamente, incluso de manera desaforada y ofensiva, sin temor a represalias. El científico de Oxford Richard Dawkins debe tener la libertad de decir que Dios es un engaño y el teólogo Alistair McGrath, también de Oxford, debe tener la libertad de responder que es Dawkins el engañado; un periodista conservador debe poder escribir que el profeta Mahoma era un pedófilo y un erudito musulmán debe poder llamar a ese periodista islamófobo ignorante. Eso es un país libre: la libertad de culto y la libertad de expresión como dos caras de la misma moneda. Debemos vivir y dejar vivir, una exigencia que no es tan poca cosa como parece, cuando se piensa en las amenazas de muerte contra Salman Rushdie y los caricaturistas daneses. La valla que protege ese espacio son las leyes.
Lo interesante es saber si existe algún tipo de respeto que vaya más allá de este mínimo "vive y deja vivir" protegido por las leyes pero sin convertirse en una pretensión hipócrita de respeto intelectual por las creencias del otro ni en un relativismo sin límites. En mi opinión, sí lo hay. Es más, me atrevo a decir que sé que lo hay, y que casi todos nosotros lo practicamos sin darnos cuenta. Vivimos y trabajamos a diario con individuos que, en el fondo de sus corazones, creen en cosas que a nosotros nos parecen locuras. Si los consideramos buenos socios, amigos y colegas, les respetamos como tales, independientemente de sus convicciones privadas y profundas. Si tenemos una relación estrecha con ellos, quizá no sólo les respetamos sino que les queremos. Les queremos pese a que no dejamos de estar firmemente convencidos de que, en un rincón de su cerebro, se aferran a creer en un montón de tonterías.
Distinguimos de forma rutinaria, casi instintiva, entre la creencia y el creyente. Por supuesto, eso es más fácil de hacer con unas creencias que con otras. Si alguien está convencido de que 2 + 2 = 5 y de que la tierra está hecha de queso, vivir con él a diario será un poco más difícil. Pero resulta asombroso ver hasta qué punto, en la práctica, pueden coexistir alegremente creencias muy distintas e incluso excéntricas. (La fe popular en la astrología, tan extendida, es un buen ejemplo).
Ahora bien, el comportamiento de los creyentes puede influir en nuestra opinión sobre su fe, al margen de la veracidad científica de su contenido. Por ejemplo, yo no creo que exista Dios y, por tanto, pienso que hace alrededor de 2.007 años un hombre y una mujer que se llamaban José y María tuvieron un niño, nada más. ¡Pero en qué hombre se convirtió aquel niño! Coincido con el gran historiador suizo Jacob Burckhardt en que Cristo como Dios no me dice nada, pero, como ser humano, Jesucristo me parece una fuente de inspiración constante y maravillosa, tal vez incluso, como dijo Burckhardt, "la figura más bella de la historia del mundo". Y algunos de sus imitadores posteriores tampoco estuvieron mal.
En lo que discrepo de la corriente atea representada por Richard Dawkins no es en lo que dicen sobre la inexistencia de Dios, sino en lo que dicen sobre los cristianos y la historia del cristianismo, que en gran parte es verdad, pero que deja fuera la otra mitad de la historia, la parte positiva. Y, como dice el viejo proverbio yiddish, una media verdad es toda una mentira. A mi juicio, como historiador de la Europa moderna, la parte positiva es mayor que la negativa. Me parece evidente que no tendríamos la civilización europea que tenemos hoy sin la herencia del cristianismo, el judaísmo y (en menor medida, y sobre todo en la Edad Media) el islam, cuyo legado también preparó el camino -aunque sin saberlo y sin quererlo- para la Ilustración. Además, varios de los seres humanos más extraordinarios que he conocido en mi vida eran cristianos.
"Por sus frutos les conoceréis". Existe un respeto que nace del comportamiento de los creyentes, independientemente de la credibilidad científica de su fe original. Lo ideal es que una sociedad multicultural sea una competencia amistosa y abierta entre cristianos, sijs, musulmanes, judíos, ateos e incluso partidarios del "dos más dos cinco", por ver quién nos impresiona más con su carácter y sus buenas obras.
Mientras tanto, está el molesto problema del saludo de invierno multicultural y multiusos. "Felices fiestas" es increíblemente cursi y anodino. Me temo que yo he recurrido a "Felices Pascuas", pero también resulta pesado. Sería estupendo emplear saludos a medida para cada interlocutor: "Feliz Navidad", "Feliz Eid", "Feliz Oshogatsu", etcétera, pero no siempre es posible. Ayer recibí una tarjeta del embajador británico en Washington con una solución excelente. "Feliz Yuletide", el nombre que remite al solsticio de invierno de los paganos (el Yule nórdico y germánico se celebra 22 de diciembre) y que evoca, al mismo tiempo, las historias sentimentales y anticuadas de Navidad que tanto gustaban a Charles Dickens. Perfecto.
Feliz solsticio a todos.
"Feliz solsticio a todos."
TIMOTHY GARTON ASH
Respetar a los creyentes, no las creencias
El fin de semana pasado estuve cantando un montón de cosas en las que no creo. ¿Creo que, hace unos 2.007 años, un ángel se apareció a una mujer llamada María y le anunció que iba a quedarse embarazada sin haberse acostado con José? No. ¿Creo que el buen rey Wenceslao anduvo por la nieve para llevar "a aquellos campesinos" comida y vino? Probablemente, no. Pero eran palabras hermosas y familiares, la iglesia medieval estaba iluminada por velas, tenía a mi familia conmigo, y me conmoví.
En estos días, cientos de millones de personas, como yo, cantan -a veces con deleite y entusiasmo- unas frases en las que no creen o, en el mejor de los casos, creen sólo a medias. Según un reciente sondeo de opinión de Harris para el Financial Times, en Gran Bretaña, sólo uno de cada tres ciudadanos dice ser "creyente". En Francia, menos de uno de cada tres; en Italia, menos de dos tercios; sólo en Estados Unidos supera esa cifra las tres cuartas partes. Y sería interesante saber qué proporción de esa minoría de verdaderos creyentes en Gran Bretaña y Francia son, en realidad, musulmanes.
Todo eso ha hecho que me pusiera a pensar -en esta época prolongada de fiestas, con el Día del Bodhi, Hanukkah, Navidades, Eid-ul-Adha, Oshogatsu, el aniversario de Guru Gobind Singh y Makar Sankranti- sobre qué significa decir que respetamos otras religiones en una sociedad multicultural. Me da la impresión de que el mayor problema que muchos europeos post-cristianos o teóricamente cristianos tienen con que haya musulmanes viviendo entre ellos no es que éstos crean en una religión distinta al cristianismo, sino que crean en una religión, punto.
Es algo que desconcierta a la minoría intelectualmente significativa de europeos que son ateos devotos, que creen en las verdades descubiertas por la ciencia y hacen proselitismo. Para ellos, el problema no es ninguna superstición religiosa concreta, sino la superstición en sí. Y también preocupa a ese número mucho mayor de europeos que son vagamente creyentes, de una forma tibia, o más o menos agnósticos, pero que tienen otras prioridades. ¡Ojalá los musulmanes no se tomaran su islam tan en serio! Y muchos europeos añadirían: ¡Ojalá los norteamericanos no se tomaran su cristianismo tan en serio!
No obstante, podemos discutir sobre si el mundo estaría mejor si todos se convencieran de las verdades ateas de la ciencia natural o, al menos, se tomara la religión tan a la ligera como la mayoría de los europeos semicristianos, creyentes a tiempo parcial (yo soy agnóstico sobre esta cuestión). Pero es evidente que sobre esa base no podemos construir una sociedad multicultural en un país libre. Esa postura sería tan intolerante como la de los países mayoritariamente musulmanes en los que no se permiten más confesiones que el islam.
Al contrario, en los países libres es preciso que se permitan todas las religiones; y cada religión debe dejarse cuestionar en sus fundamentos, categóricamente, incluso de manera desaforada y ofensiva, sin temor a represalias. El científico de Oxford Richard Dawkins debe tener la libertad de decir que Dios es un engaño y el teólogo Alistair McGrath, también de Oxford, debe tener la libertad de responder que es Dawkins el engañado; un periodista conservador debe poder escribir que el profeta Mahoma era un pedófilo y un erudito musulmán debe poder llamar a ese periodista islamófobo ignorante. Eso es un país libre: la libertad de culto y la libertad de expresión como dos caras de la misma moneda. Debemos vivir y dejar vivir, una exigencia que no es tan poca cosa como parece, cuando se piensa en las amenazas de muerte contra Salman Rushdie y los caricaturistas daneses. La valla que protege ese espacio son las leyes.
Lo interesante es saber si existe algún tipo de respeto que vaya más allá de este mínimo "vive y deja vivir" protegido por las leyes pero sin convertirse en una pretensión hipócrita de respeto intelectual por las creencias del otro ni en un relativismo sin límites. En mi opinión, sí lo hay. Es más, me atrevo a decir que sé que lo hay, y que casi todos nosotros lo practicamos sin darnos cuenta. Vivimos y trabajamos a diario con individuos que, en el fondo de sus corazones, creen en cosas que a nosotros nos parecen locuras. Si los consideramos buenos socios, amigos y colegas, les respetamos como tales, independientemente de sus convicciones privadas y profundas. Si tenemos una relación estrecha con ellos, quizá no sólo les respetamos sino que les queremos. Les queremos pese a que no dejamos de estar firmemente convencidos de que, en un rincón de su cerebro, se aferran a creer en un montón de tonterías.
Distinguimos de forma rutinaria, casi instintiva, entre la creencia y el creyente. Por supuesto, eso es más fácil de hacer con unas creencias que con otras. Si alguien está convencido de que 2 + 2 = 5 y de que la tierra está hecha de queso, vivir con él a diario será un poco más difícil. Pero resulta asombroso ver hasta qué punto, en la práctica, pueden coexistir alegremente creencias muy distintas e incluso excéntricas. (La fe popular en la astrología, tan extendida, es un buen ejemplo).
Ahora bien, el comportamiento de los creyentes puede influir en nuestra opinión sobre su fe, al margen de la veracidad científica de su contenido. Por ejemplo, yo no creo que exista Dios y, por tanto, pienso que hace alrededor de 2.007 años un hombre y una mujer que se llamaban José y María tuvieron un niño, nada más. ¡Pero en qué hombre se convirtió aquel niño! Coincido con el gran historiador suizo Jacob Burckhardt en que Cristo como Dios no me dice nada, pero, como ser humano, Jesucristo me parece una fuente de inspiración constante y maravillosa, tal vez incluso, como dijo Burckhardt, "la figura más bella de la historia del mundo". Y algunos de sus imitadores posteriores tampoco estuvieron mal.
En lo que discrepo de la corriente atea representada por Richard Dawkins no es en lo que dicen sobre la inexistencia de Dios, sino en lo que dicen sobre los cristianos y la historia del cristianismo, que en gran parte es verdad, pero que deja fuera la otra mitad de la historia, la parte positiva. Y, como dice el viejo proverbio yiddish, una media verdad es toda una mentira. A mi juicio, como historiador de la Europa moderna, la parte positiva es mayor que la negativa. Me parece evidente que no tendríamos la civilización europea que tenemos hoy sin la herencia del cristianismo, el judaísmo y (en menor medida, y sobre todo en la Edad Media) el islam, cuyo legado también preparó el camino -aunque sin saberlo y sin quererlo- para la Ilustración. Además, varios de los seres humanos más extraordinarios que he conocido en mi vida eran cristianos.
"Por sus frutos les conoceréis". Existe un respeto que nace del comportamiento de los creyentes, independientemente de la credibilidad científica de su fe original. Lo ideal es que una sociedad multicultural sea una competencia amistosa y abierta entre cristianos, sijs, musulmanes, judíos, ateos e incluso partidarios del "dos más dos cinco", por ver quién nos impresiona más con su carácter y sus buenas obras.
Mientras tanto, está el molesto problema del saludo de invierno multicultural y multiusos. "Felices fiestas" es increíblemente cursi y anodino. Me temo que yo he recurrido a "Felices Pascuas", pero también resulta pesado. Sería estupendo emplear saludos a medida para cada interlocutor: "Feliz Navidad", "Feliz Eid", "Feliz Oshogatsu", etcétera, pero no siempre es posible. Ayer recibí una tarjeta del embajador británico en Washington con una solución excelente. "Feliz Yuletide", el nombre que remite al solsticio de invierno de los paganos (el Yule nórdico y germánico se celebra 22 de diciembre) y que evoca, al mismo tiempo, las historias sentimentales y anticuadas de Navidad que tanto gustaban a Charles Dickens. Perfecto.
Feliz solsticio a todos.
La realidad y el sueño
EL PAÍS 23/12/06
"Las religiones encierran a veces componentes peligrosos: eso no significa que tenga sentido hoy un enfrentamiento siguiendo ejemplos del pasado. Otra cosa es, sin embargo, dar por bueno que las formas de actuación terrorista en la línea del 11-S nada tienen que ver con una determinada lectura del islam y son simples efectos de la globalización o de la incomprensión sembrada por Occidente."
ANTONIO ELORZA
La realidad y el sueño
Las noticias se han sucedido en un breve intervalo de tiempo. Primero, un comando yihadista es desarticulado por la policía en Ceuta. Poco después, el presidente Zapatero logra ampliar el reconocimiento internacional, por lo menos en el plano de las instituciones, de su Alianza de las Civilizaciones. De entrada, la irrupción del islamismo violento en nuestro espacio político, con la intervención de ciudadanos españoles, no merece el menor comentario desde el Ejecutivo ni modifica sus planteamientos. La única vía de salida para el reto terrorista debe así consistir en la creación de una nueva atmósfera en que desaparezcan todos los recelos interreligiosos. Llamar a las cosas por su nombre, piensan los "aliancistas", sirve sólo para atizar el fuego.
Lo cierto es que en principio no existe contradicción alguna entre la persistencia de una actuación de vigilancia y control desde Interior y la promoción de estructuras de entendimiento a escala supranacional. Las religiones encierran a veces componentes peligrosos: eso no significa que tenga sentido hoy un enfrentamiento siguiendo ejemplos del pasado. Otra cosa es, sin embargo, dar por bueno que las formas de actuación terrorista en la línea del 11-S nada tienen que ver con una determinada lectura del islam y son simples efectos de la globalización o de la incomprensión sembrada por Occidente. Las poblaciones musulmanas empobrecidas pueden servir de ejército de maniobra al islamismo radical, pero éste es obra de minorías activas, indisolublemente ligadas a la utopía arcaizante que consiste en luchar contra los infieles occidentales -no sólo americanos o judíos, también contra nosotros-, para implantar el dominio del islam sobre la tierra bajo las pautas de comportamiento de "los piadosos antepasados" con la yihad por bandera.
El episodio de Ceuta es bien elocuente para el que no desee practicar la ceguera voluntaria. Y esa ceguera voluntaria, hoy por hoy, puede resultar muy costosa. No basta con la acción policial. Hay que llenar el espacio vacío entre esa política represiva de una realidad amenazadora y las grandes palabras en grandes foros que luego nadie escucha. Ante todo, conviene crear estructuras de integración de nuestra población musulmana, evitar la constitución de guetos, convencer a los inmigrantes de que islam y democracia son compatibles, de una parte, y que si a ellos les dicen que la yihad es un deber irrenunciable se trata de una visión fanática que invalida todas las afirmaciones sobre el islam como religión de paz y de justicia.
Frente a las observaciones precedentes, puede aducirse que el Gobierno no olvida esas políticas activas. Ahí está el ejemplo de la creación de la Casa Árabe. Ahora bien, la personalidad de su directora, por lo demás excelente conocedora de la sociología política del mundo árabe e islámico, no autoriza a pensar que esas raíces endógenas del islamismo radical y del terrorismo, con su proyección sobre nuestro país, vayan a ser abordadas. Gema Martín Muñoz se ha pronunciado en estas mismas páginas con un sentido reverencial similar al de los creyentes sobre la figura de Mahoma, que a su juicio debe ser llamado Muhammad "que es su verdadero nombre": "Una figura bendita que, al ser elegido por Dios, no puede equivocarse en su labor de guía" (26-II-2005). ¿Cómo va a aceptar que una parte de su obra puede alentar a la violencia? Critica con rigor la política de los Estados Unidos en Oriente Próximo, pero no admite que también un sector del islam, pretendidamente ortodoxo, pueda ser por sí mismo protagonista del terror. Difícilmente tolerará que en su institución esté presente la necesaria posición crítica ante los mencionados procesos endógenos que llevan al yihadismo.
Y en fin, hace falta atender las necesidades religiosas de los inmigrantes musulmanes desde los poderes públicos, sin subvenciones de emires opulentos. Todo factor de humillación debe ser eliminado. En sentido contrario, habrá que autorizar pero no celebrar la ejecución de proyectos faraónicos -perdón, creyentes- como el planteado para las cercanías de Córdoba, que tienden a fomentar el mito de Al-Andalus. Conclusión: la realidad es difícil, pero abordable; el sueño mal interpretado degenerará en pesadilla.
"Las religiones encierran a veces componentes peligrosos: eso no significa que tenga sentido hoy un enfrentamiento siguiendo ejemplos del pasado. Otra cosa es, sin embargo, dar por bueno que las formas de actuación terrorista en la línea del 11-S nada tienen que ver con una determinada lectura del islam y son simples efectos de la globalización o de la incomprensión sembrada por Occidente."
ANTONIO ELORZA
La realidad y el sueño
Las noticias se han sucedido en un breve intervalo de tiempo. Primero, un comando yihadista es desarticulado por la policía en Ceuta. Poco después, el presidente Zapatero logra ampliar el reconocimiento internacional, por lo menos en el plano de las instituciones, de su Alianza de las Civilizaciones. De entrada, la irrupción del islamismo violento en nuestro espacio político, con la intervención de ciudadanos españoles, no merece el menor comentario desde el Ejecutivo ni modifica sus planteamientos. La única vía de salida para el reto terrorista debe así consistir en la creación de una nueva atmósfera en que desaparezcan todos los recelos interreligiosos. Llamar a las cosas por su nombre, piensan los "aliancistas", sirve sólo para atizar el fuego.
Lo cierto es que en principio no existe contradicción alguna entre la persistencia de una actuación de vigilancia y control desde Interior y la promoción de estructuras de entendimiento a escala supranacional. Las religiones encierran a veces componentes peligrosos: eso no significa que tenga sentido hoy un enfrentamiento siguiendo ejemplos del pasado. Otra cosa es, sin embargo, dar por bueno que las formas de actuación terrorista en la línea del 11-S nada tienen que ver con una determinada lectura del islam y son simples efectos de la globalización o de la incomprensión sembrada por Occidente. Las poblaciones musulmanas empobrecidas pueden servir de ejército de maniobra al islamismo radical, pero éste es obra de minorías activas, indisolublemente ligadas a la utopía arcaizante que consiste en luchar contra los infieles occidentales -no sólo americanos o judíos, también contra nosotros-, para implantar el dominio del islam sobre la tierra bajo las pautas de comportamiento de "los piadosos antepasados" con la yihad por bandera.
El episodio de Ceuta es bien elocuente para el que no desee practicar la ceguera voluntaria. Y esa ceguera voluntaria, hoy por hoy, puede resultar muy costosa. No basta con la acción policial. Hay que llenar el espacio vacío entre esa política represiva de una realidad amenazadora y las grandes palabras en grandes foros que luego nadie escucha. Ante todo, conviene crear estructuras de integración de nuestra población musulmana, evitar la constitución de guetos, convencer a los inmigrantes de que islam y democracia son compatibles, de una parte, y que si a ellos les dicen que la yihad es un deber irrenunciable se trata de una visión fanática que invalida todas las afirmaciones sobre el islam como religión de paz y de justicia.
Frente a las observaciones precedentes, puede aducirse que el Gobierno no olvida esas políticas activas. Ahí está el ejemplo de la creación de la Casa Árabe. Ahora bien, la personalidad de su directora, por lo demás excelente conocedora de la sociología política del mundo árabe e islámico, no autoriza a pensar que esas raíces endógenas del islamismo radical y del terrorismo, con su proyección sobre nuestro país, vayan a ser abordadas. Gema Martín Muñoz se ha pronunciado en estas mismas páginas con un sentido reverencial similar al de los creyentes sobre la figura de Mahoma, que a su juicio debe ser llamado Muhammad "que es su verdadero nombre": "Una figura bendita que, al ser elegido por Dios, no puede equivocarse en su labor de guía" (26-II-2005). ¿Cómo va a aceptar que una parte de su obra puede alentar a la violencia? Critica con rigor la política de los Estados Unidos en Oriente Próximo, pero no admite que también un sector del islam, pretendidamente ortodoxo, pueda ser por sí mismo protagonista del terror. Difícilmente tolerará que en su institución esté presente la necesaria posición crítica ante los mencionados procesos endógenos que llevan al yihadismo.
Y en fin, hace falta atender las necesidades religiosas de los inmigrantes musulmanes desde los poderes públicos, sin subvenciones de emires opulentos. Todo factor de humillación debe ser eliminado. En sentido contrario, habrá que autorizar pero no celebrar la ejecución de proyectos faraónicos -perdón, creyentes- como el planteado para las cercanías de Córdoba, que tienden a fomentar el mito de Al-Andalus. Conclusión: la realidad es difícil, pero abordable; el sueño mal interpretado degenerará en pesadilla.
Air mercado
ABC 23/12/06
Carlos Rodríguez Braun
Air mercado
He visto a supuestos liberales alegar que el descalabro de Air Madrid demuestra la necesidad de la intervención pública porque ¿cómo resolvería este caso el mercado libre?
En un mercado libre el protagonismo es de la propiedad privada y los contratos voluntarios de la gente, con lo que el Estado no tendría ningún papel en el transporte, ni poseería aeropuertos ni establecería regulación alguna sobre ningún sector específico. No redistribuiría rentas, y no financiaría con dinero público el viaje de nadie.
En el mercado están más claros los incentivos y las responsabilidades, y se acercan las decisiones sobre las cosas a los directamente interesados en ellas.
El intervencionismo, en cambio, los separa y disuelve responsabilidades en despachos llenos de influencias políticas, corporativas, burocráticas, sindicales. Por eso aún no sabemos quién tiene la culpa de lo de Air Madrid.
En un mercado libre la seguridad no sería una obligación burocrática uniforme sino un servicio rentable para quien lo presta y lo garantiza.
El Estado sería más eficiente y haría menos cosas, y el rápido funcionamiento de la justicia repararía los contratos incumplidos, como el del billete de avión sin vuelo. No habría acción política contra ninguna empresa, pero todas estarían sometidas a la justicia. No serían exactamente iguales las compañías, ni los aviones, ni la puntualidad, ni la seguridad, y esas diferencias quedarían plasmadas en contratos y precios.
El mercado libre no evitaría las estafas, pero las castigaría mejor, y premiaría mejor la honradez y la eficiencia, así como facilitaría la quiebra de las empresas, el pago a los acreedores y la creación de empresas nuevas.
No habría lugar a la incertidumbre y la arbitrariedad característica del intervencionismo (¿se ayuda a los de Air Madrid o a los de Afinsa?). Desaparecería la cultura del subsidio. Nadie pediría la intervención del Estado a raíz de ninguna crisis porque, al revés que ahora, el Estado no tendría nada que ver con su estallido.
Carlos Rodríguez Braun
Air mercado
He visto a supuestos liberales alegar que el descalabro de Air Madrid demuestra la necesidad de la intervención pública porque ¿cómo resolvería este caso el mercado libre?
En un mercado libre el protagonismo es de la propiedad privada y los contratos voluntarios de la gente, con lo que el Estado no tendría ningún papel en el transporte, ni poseería aeropuertos ni establecería regulación alguna sobre ningún sector específico. No redistribuiría rentas, y no financiaría con dinero público el viaje de nadie.
En el mercado están más claros los incentivos y las responsabilidades, y se acercan las decisiones sobre las cosas a los directamente interesados en ellas.
El intervencionismo, en cambio, los separa y disuelve responsabilidades en despachos llenos de influencias políticas, corporativas, burocráticas, sindicales. Por eso aún no sabemos quién tiene la culpa de lo de Air Madrid.
En un mercado libre la seguridad no sería una obligación burocrática uniforme sino un servicio rentable para quien lo presta y lo garantiza.
El Estado sería más eficiente y haría menos cosas, y el rápido funcionamiento de la justicia repararía los contratos incumplidos, como el del billete de avión sin vuelo. No habría acción política contra ninguna empresa, pero todas estarían sometidas a la justicia. No serían exactamente iguales las compañías, ni los aviones, ni la puntualidad, ni la seguridad, y esas diferencias quedarían plasmadas en contratos y precios.
El mercado libre no evitaría las estafas, pero las castigaría mejor, y premiaría mejor la honradez y la eficiencia, así como facilitaría la quiebra de las empresas, el pago a los acreedores y la creación de empresas nuevas.
No habría lugar a la incertidumbre y la arbitrariedad característica del intervencionismo (¿se ayuda a los de Air Madrid o a los de Afinsa?). Desaparecería la cultura del subsidio. Nadie pediría la intervención del Estado a raíz de ninguna crisis porque, al revés que ahora, el Estado no tendría nada que ver con su estallido.
viernes, 22 de diciembre de 2006
Pues sí, laicismo
¡Basta Ya! 22/12/06
Hemos padecido durante décadas –en el País Vasco o en Cataluña- a clérigos entusiastas de los separatismos más obtusos. Y ahora aparecen obispos que quieren convertir la españolidad en dogma de fe.
Fernando Savater
Pues sí, laicismo
De todas las broncas políticas que padecemos hoy en España –y también, cada cual a su modo, en otros países europeos- ninguna resulta más inquietante que la disputa sobre el laicismo de la sociedad democrática. Es un debate que preocupa porque no gira en torno a una cuestión secundaria, acerca de la cual caben diversas posiciones ideológicas igualmente válidas, sino sobre una de las paredes maestras de nuestro sistema de libertades. Un punto fundamental pero que todo parece indicar que irá adquiriendo aún mayor importancia en nuestro futuro pluralista y heterogéneo. Por decirlo de entrada y de una vez: las democracias modernas han de ser laicas no para complacer a sus gobernantes menos piadosos sino para cumplir su función esencial, es decir, la defensa e ilustración de la libertad de conciencia y de elección entre los ciudadanos. Los individuos particulares pueden ser religiosos de mil y una maneras, escépticos, ateos o perpetuos indecisos, asombrados por lo misterioso del cosmos: pero el Estado de derecho ha de tratarles a todos de igual modo, es decir, ha de respetarles y considerarles exclusivamente en cuanto laicos. No parece difícil de entender… ¡pero hay que ver la de tonterías que oímos mañana y tarde al respecto!
Para empezar, dos falsedades: primera, la que opone la laicidad ( hoy ya aceptable a regañadientes por los clérigos menos integristas de cualquier credo) y el laicismo (agresivo, intransigente y enemigo de toda trascendencia espiritual). Sencillamente, es un espantajo. En realidad, las iglesias llaman “laicismo” a cualquier aspecto de la laicidad que no les conviene o que la hace un poco más institucionalmente efectiva. Según esta grotesca nomenclatura, el “laicismo” es la laicidad en marcha y la “laicidad”, el laicismo claudicante o en retroceso. Segunda falsedad, insistir en que constitucionalmente España es un país “aconfesional” y no “laico”, como si lo uno significara que el Estado debe fomentar todas las religiones y lo otro que piensa hostilizarlas a todas. Sandez sobre sandez. El laicismo no persigue a los creyentes (esas persecuciones siempre se hacen por motivos religiosos, incluido un ateísmo elevado a dogma inquisitorial) sino que da campo abierto a todas las creencias por igual, pero en la conciencia de cada cual. Naturalmente no reprime que esa conciencia se manifieste de modo público, pero exige que sea a título privado y no con respaldo gubernamental. Y entre las creencias que ampara esa libertad religiosa está la de quienes opinan críticamente sobre los dogmas religiosos y sus imposiciones morales o pseudocientíficas. Los que hablan de religión para decir “no” son tan respetables a todos los efectos religiosos como quienes dicen “sí”. Voltaire, Freud o Nietzsche son pensadores religiosos, tal como Santo Tomás o Pascal.
Por centrarnos en la iglesia que más de cerca hemos padecido hasta ahora, la católica, no deja de ser algo cínico que tras su comportamiento durante las dictaduras de Franco, Pinochet, Videla, etc… (por no remontarnos al nazismo) sostenga hoy que el respetuoso laicismo democrático –que sólo la “persigue” en el sentido de que no la favorece y subvenciona…o así debería hacer- es la antesala del totalitarismo que pisotea los derechos humanos. ¡Lo que faltaba, la mujer de Putifar metida a consejera matrimonial! Y lo mismo puede decirse de los sermones eclesiales sobre cuestiones nacionalistas. Hemos padecido durante décadas –en el País Vasco o en Cataluña- a clérigos entusiastas de los separatismos más obtusos. Y ahora aparecen obispos que quieren convertir la españolidad en dogma de fe. Algunos laicistas que creemos en la necesaria cohesión del Estado de Derecho les pedimos que, por favor, no pretendan defender a golpe de homilía la unidad de España: en su boca suena a engañabobos, como todo lo demás.
Hemos padecido durante décadas –en el País Vasco o en Cataluña- a clérigos entusiastas de los separatismos más obtusos. Y ahora aparecen obispos que quieren convertir la españolidad en dogma de fe.
Fernando Savater
Pues sí, laicismo
De todas las broncas políticas que padecemos hoy en España –y también, cada cual a su modo, en otros países europeos- ninguna resulta más inquietante que la disputa sobre el laicismo de la sociedad democrática. Es un debate que preocupa porque no gira en torno a una cuestión secundaria, acerca de la cual caben diversas posiciones ideológicas igualmente válidas, sino sobre una de las paredes maestras de nuestro sistema de libertades. Un punto fundamental pero que todo parece indicar que irá adquiriendo aún mayor importancia en nuestro futuro pluralista y heterogéneo. Por decirlo de entrada y de una vez: las democracias modernas han de ser laicas no para complacer a sus gobernantes menos piadosos sino para cumplir su función esencial, es decir, la defensa e ilustración de la libertad de conciencia y de elección entre los ciudadanos. Los individuos particulares pueden ser religiosos de mil y una maneras, escépticos, ateos o perpetuos indecisos, asombrados por lo misterioso del cosmos: pero el Estado de derecho ha de tratarles a todos de igual modo, es decir, ha de respetarles y considerarles exclusivamente en cuanto laicos. No parece difícil de entender… ¡pero hay que ver la de tonterías que oímos mañana y tarde al respecto!
Para empezar, dos falsedades: primera, la que opone la laicidad ( hoy ya aceptable a regañadientes por los clérigos menos integristas de cualquier credo) y el laicismo (agresivo, intransigente y enemigo de toda trascendencia espiritual). Sencillamente, es un espantajo. En realidad, las iglesias llaman “laicismo” a cualquier aspecto de la laicidad que no les conviene o que la hace un poco más institucionalmente efectiva. Según esta grotesca nomenclatura, el “laicismo” es la laicidad en marcha y la “laicidad”, el laicismo claudicante o en retroceso. Segunda falsedad, insistir en que constitucionalmente España es un país “aconfesional” y no “laico”, como si lo uno significara que el Estado debe fomentar todas las religiones y lo otro que piensa hostilizarlas a todas. Sandez sobre sandez. El laicismo no persigue a los creyentes (esas persecuciones siempre se hacen por motivos religiosos, incluido un ateísmo elevado a dogma inquisitorial) sino que da campo abierto a todas las creencias por igual, pero en la conciencia de cada cual. Naturalmente no reprime que esa conciencia se manifieste de modo público, pero exige que sea a título privado y no con respaldo gubernamental. Y entre las creencias que ampara esa libertad religiosa está la de quienes opinan críticamente sobre los dogmas religiosos y sus imposiciones morales o pseudocientíficas. Los que hablan de religión para decir “no” son tan respetables a todos los efectos religiosos como quienes dicen “sí”. Voltaire, Freud o Nietzsche son pensadores religiosos, tal como Santo Tomás o Pascal.
Por centrarnos en la iglesia que más de cerca hemos padecido hasta ahora, la católica, no deja de ser algo cínico que tras su comportamiento durante las dictaduras de Franco, Pinochet, Videla, etc… (por no remontarnos al nazismo) sostenga hoy que el respetuoso laicismo democrático –que sólo la “persigue” en el sentido de que no la favorece y subvenciona…o así debería hacer- es la antesala del totalitarismo que pisotea los derechos humanos. ¡Lo que faltaba, la mujer de Putifar metida a consejera matrimonial! Y lo mismo puede decirse de los sermones eclesiales sobre cuestiones nacionalistas. Hemos padecido durante décadas –en el País Vasco o en Cataluña- a clérigos entusiastas de los separatismos más obtusos. Y ahora aparecen obispos que quieren convertir la españolidad en dogma de fe. Algunos laicistas que creemos en la necesaria cohesión del Estado de Derecho les pedimos que, por favor, no pretendan defender a golpe de homilía la unidad de España: en su boca suena a engañabobos, como todo lo demás.
jueves, 21 de diciembre de 2006
Un legado incómodo
EL PAÍS 21/12/06
¿en virtud de qué ciencia infusa va a tener el político una visión del futuro de la que carece el ciudadano corriente?
ALFREDO PASTOR
Un legado incómodo
En un artículo reciente (The dutch are leading a popular rebellion, FT, 26 de noviembre de 2006), Wolfgang Munchau señala cómo la sociedad europea se resiste a los cambios que parece necesario abordar si nuestras economías han de sobrevivir en el mundo que viene: un partido que propone un programa de reformas que uno estimaría razonable -dice- tiene casi garantizado perder las elecciones, no porque el votante sea un ingrato, sino porque prefiere malo conocido a bueno por conocer: si bien no está muy satisfecho con lo que tiene, como no escucha de sus políticos "una visión coherente y transparente de prosperidad y seguridad económica para el siglo XXI", se niega a aceptar cualquier cambio: como decimos vulgarmente, no lo ve claro.
La observación de Munchau coincide en el tiempo con la noticia de la muerte de Milton Friedman, seguramente el más conocido de quienes en Estados Unidos se llaman libertarios; de él pudiera quizá decirse lo que escribió Chesterton del pueblo inglés: que, frente a las tres diosas de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad, quiso sinceramente a la primera y olvido a las otras dos. Siendo así que en Europa, y de modo muy especial en la España de hoy, nos ha dado por idolatrar a la segunda -la Igualdad-, puede que la perspectiva libertaria, por estar tan alejada de la nuestra, nos sea de algún provecho si la adoptamos por un momento.
Milton Friedman no se ocupó mucho de Europa; de sus escritos puede uno deducir que el proceso de construcción europea, y, en particular, la creación de la moneda única, no le inspiraba mucha simpatía -actitud ésta común a muchos buenos economistas norteamericanos, y cuya explicación merecería un comentario aparte-. Lo que es casi seguro es que Friedman no hubiera entendido la actitud que describe Munchau, y que a nosotros nos parece tan lógica: no movernos hasta que nos expliquen adónde vamos a ir a parar. Hubiera entendido la resistencia al cambio; le hubiera parecido inconcebible, sin embargo, que esperáramos de nuestros políticos una visión clara y coherente del futuro: en toda su obra se ve que no creía que una Administración supiera más que sus administrados: ¿en virtud de qué ciencia infusa va a tener el político una visión del futuro de la que carece el ciudadano corriente?
Hay que admitir que esta forma de pensar resulta refrescante en una atmósfera como la nuestra, pues el modelo que está en la base del éxito europeo -favorecer la libre competencia a la vez que proteger al débil- ha degenerado en un pacto tácito por el que el antaño ciudadano y hoy representado cede a sus representantes algunas libertades, y espera a cambio protección incondicional. Esos pactos no pueden sostenerse por mucho tiempo: lo vimos en España, cuando la entrada en la CEE nos obligó a desmantelar sectores enteros de nuestra economía; lo estamos viendo ahora en Europa, donde las consecuencias de la creciente integración de nuestro mundo -competencia comercial por un lado, inmigración por otro- parecen desbordarnos: no sabemos muy bien cómo adaptarnos a ellas. Como los partidarios de las reformas no ofrecen soluciones para quienes van a salir perdiendo con estos cambios, más allá de la consabida referencia al largo plazo, resulta que las medidas más populares siguen siendo las que ofrecen una vaga protección, en forma de barreras comerciales, de patriotismo económico o de promesas de nacionalización; aunque sus defensores no suelen hacer mención ni de la posibilidad práctica, ni del coste de esa protección, que, como los beneficios de las reformas, se manifiesta en un futuro más lejano. En fin, que con el pretexto de proteger al débil no conseguimos sino asfixiar el crecimiento: el débil sigue como siempre, a merced de la generosidad de sus conciudadanos.
Quizá Friedman pudiera sugerirnos una actitud distinta para abordar nuestros asuntos. Para el libertario, el individuo lo puede todo: basta con que le dejen hacer. No hace falta ser un libertario para darnos cuenta que un Estado que ofrece demasiada protección -aunque luego quizá no pueda darla- crea ciudadanos débiles: nuestros gobernantes debieran infundirnos confianza, no brindándonos una protección que luego no pueden otorgar, sino convenciéndonos de que casi todos somos capaces de afrontar el futuro con nuestras propias fuerzas; y que los pocos que no lo logren pueden recibir la ayuda necesaria. Una actitud de mayor confianza en nosotros mismos nos permitiría ver que, en ausencia de una visión de prosperidad continuada para el siglo XXI -¿en qué siglo la hemos tenido?- sí van apareciendo soluciones parciales a los problemas que se nos presentan: soluciones que no suelen surgir de las Administraciones, demasiado ocupadas en sus cosas, sino de iniciativas dispersas, de ciudadanos e instituciones de todas clases; que pueden ponerse en práctica a veces sin ayuda de la Administración, y a veces sin su conocimiento siquiera. Ahí está precisamente lo incómodo del legado de Friedman: el Estado debiera reconocer que no puede hacer por nosotros tanto como había prometido, y que, por consiguiente, no estaría mal que dejara de decirnos cómo hemos de vivir; el ciudadano debiera admitir que el cambio de libertad por seguridad ha sido un mal negocio, y que un mayor ejercicio de su libertad, con los riesgos correspondientes, podría terminar dándole, si no mayores ingresos, sí mayor seguridad.
Volvamos a Friedman: entre las lecciones que dio, una, quizá no programada, fue de humildad. Él era hijo de inmigrantes, y llegó a la cima de su profesión por méritos propios; defendió sus ideas con inteligencia y tenacidad, y algunas de ellas son hoy aceptadas por todo el mundo; si alguna vez salió derrotado, cosechó muchas victorias; de manera que, en una sociedad que valora el esfuerzo individual sobre toda cosa, hubiera podido jactarse de sus éxitos sin temor a hacer el ridículo; y, sin embargo, al escribir sus memorias con su mujer, el título elegido fue Dos personas con suerte (Two lucky people). ¿Se puede ser más modesto? A lo mejor es esta lección la más incómoda del legado de Friedman.
¿en virtud de qué ciencia infusa va a tener el político una visión del futuro de la que carece el ciudadano corriente?
ALFREDO PASTOR
Un legado incómodo
En un artículo reciente (The dutch are leading a popular rebellion, FT, 26 de noviembre de 2006), Wolfgang Munchau señala cómo la sociedad europea se resiste a los cambios que parece necesario abordar si nuestras economías han de sobrevivir en el mundo que viene: un partido que propone un programa de reformas que uno estimaría razonable -dice- tiene casi garantizado perder las elecciones, no porque el votante sea un ingrato, sino porque prefiere malo conocido a bueno por conocer: si bien no está muy satisfecho con lo que tiene, como no escucha de sus políticos "una visión coherente y transparente de prosperidad y seguridad económica para el siglo XXI", se niega a aceptar cualquier cambio: como decimos vulgarmente, no lo ve claro.
La observación de Munchau coincide en el tiempo con la noticia de la muerte de Milton Friedman, seguramente el más conocido de quienes en Estados Unidos se llaman libertarios; de él pudiera quizá decirse lo que escribió Chesterton del pueblo inglés: que, frente a las tres diosas de la Revolución Francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad, quiso sinceramente a la primera y olvido a las otras dos. Siendo así que en Europa, y de modo muy especial en la España de hoy, nos ha dado por idolatrar a la segunda -la Igualdad-, puede que la perspectiva libertaria, por estar tan alejada de la nuestra, nos sea de algún provecho si la adoptamos por un momento.
Milton Friedman no se ocupó mucho de Europa; de sus escritos puede uno deducir que el proceso de construcción europea, y, en particular, la creación de la moneda única, no le inspiraba mucha simpatía -actitud ésta común a muchos buenos economistas norteamericanos, y cuya explicación merecería un comentario aparte-. Lo que es casi seguro es que Friedman no hubiera entendido la actitud que describe Munchau, y que a nosotros nos parece tan lógica: no movernos hasta que nos expliquen adónde vamos a ir a parar. Hubiera entendido la resistencia al cambio; le hubiera parecido inconcebible, sin embargo, que esperáramos de nuestros políticos una visión clara y coherente del futuro: en toda su obra se ve que no creía que una Administración supiera más que sus administrados: ¿en virtud de qué ciencia infusa va a tener el político una visión del futuro de la que carece el ciudadano corriente?
Hay que admitir que esta forma de pensar resulta refrescante en una atmósfera como la nuestra, pues el modelo que está en la base del éxito europeo -favorecer la libre competencia a la vez que proteger al débil- ha degenerado en un pacto tácito por el que el antaño ciudadano y hoy representado cede a sus representantes algunas libertades, y espera a cambio protección incondicional. Esos pactos no pueden sostenerse por mucho tiempo: lo vimos en España, cuando la entrada en la CEE nos obligó a desmantelar sectores enteros de nuestra economía; lo estamos viendo ahora en Europa, donde las consecuencias de la creciente integración de nuestro mundo -competencia comercial por un lado, inmigración por otro- parecen desbordarnos: no sabemos muy bien cómo adaptarnos a ellas. Como los partidarios de las reformas no ofrecen soluciones para quienes van a salir perdiendo con estos cambios, más allá de la consabida referencia al largo plazo, resulta que las medidas más populares siguen siendo las que ofrecen una vaga protección, en forma de barreras comerciales, de patriotismo económico o de promesas de nacionalización; aunque sus defensores no suelen hacer mención ni de la posibilidad práctica, ni del coste de esa protección, que, como los beneficios de las reformas, se manifiesta en un futuro más lejano. En fin, que con el pretexto de proteger al débil no conseguimos sino asfixiar el crecimiento: el débil sigue como siempre, a merced de la generosidad de sus conciudadanos.
Quizá Friedman pudiera sugerirnos una actitud distinta para abordar nuestros asuntos. Para el libertario, el individuo lo puede todo: basta con que le dejen hacer. No hace falta ser un libertario para darnos cuenta que un Estado que ofrece demasiada protección -aunque luego quizá no pueda darla- crea ciudadanos débiles: nuestros gobernantes debieran infundirnos confianza, no brindándonos una protección que luego no pueden otorgar, sino convenciéndonos de que casi todos somos capaces de afrontar el futuro con nuestras propias fuerzas; y que los pocos que no lo logren pueden recibir la ayuda necesaria. Una actitud de mayor confianza en nosotros mismos nos permitiría ver que, en ausencia de una visión de prosperidad continuada para el siglo XXI -¿en qué siglo la hemos tenido?- sí van apareciendo soluciones parciales a los problemas que se nos presentan: soluciones que no suelen surgir de las Administraciones, demasiado ocupadas en sus cosas, sino de iniciativas dispersas, de ciudadanos e instituciones de todas clases; que pueden ponerse en práctica a veces sin ayuda de la Administración, y a veces sin su conocimiento siquiera. Ahí está precisamente lo incómodo del legado de Friedman: el Estado debiera reconocer que no puede hacer por nosotros tanto como había prometido, y que, por consiguiente, no estaría mal que dejara de decirnos cómo hemos de vivir; el ciudadano debiera admitir que el cambio de libertad por seguridad ha sido un mal negocio, y que un mayor ejercicio de su libertad, con los riesgos correspondientes, podría terminar dándole, si no mayores ingresos, sí mayor seguridad.
Volvamos a Friedman: entre las lecciones que dio, una, quizá no programada, fue de humildad. Él era hijo de inmigrantes, y llegó a la cima de su profesión por méritos propios; defendió sus ideas con inteligencia y tenacidad, y algunas de ellas son hoy aceptadas por todo el mundo; si alguna vez salió derrotado, cosechó muchas victorias; de manera que, en una sociedad que valora el esfuerzo individual sobre toda cosa, hubiera podido jactarse de sus éxitos sin temor a hacer el ridículo; y, sin embargo, al escribir sus memorias con su mujer, el título elegido fue Dos personas con suerte (Two lucky people). ¿Se puede ser más modesto? A lo mejor es esta lección la más incómoda del legado de Friedman.
martes, 19 de diciembre de 2006
Ecologismo optimista
La Gaceta de los Negocios 19/12/06
Sería más útil invertir el enorme gasto que propone Kioto en los países en vías de desarrollo
Miguel Ángel Herrero
Ecologismo optimista
EL cambio climático viene a recordar a los seres humanos su mutua dependencia, al mismo tiempo que obliga a los gobiernos y a las empresas no sólo a participar del mercado global, sino también a gestionar problemas medioambientales comunes, que también afectarán a las generaciones venideras. Un reciente informe del Gobierno británico conocido como Stern Review on the Economics of Climate Change ha traído a primer plano el debatido asunto de las emisiones de gases contaminantes: el llamado efecto invernadero. Entre sus efectos nocivos está el aumento de la temperatura del planeta, que traerá trágicas consecuencias para la economía mundial, especialmente en los países en vías de desarrollo.
Aparte de los datos científicos, lo que más sorprende es su puesta en escena, su dramática presentación a la opinión pública mundial, con inquietantes declaraciones de líderes tan señalados como Tony Blair y Kofi Annan. El mensaje es tajante: nos queda muy poco tiempo. Si queremos evitar una catástrofe mundial, hay que actuar ya. Entre esos graves efectos, se nos habla de países costeros anegados por la elevación del nivel del mar y de millones de desplazados huyendo para ponerse a salvo de las aguas.
Inevitablemente, este escenario tan pesimista nos trae a la memoria otras historias que circularon tiempo atrás. Por ejemplo, la disminución de la capa de ozono provocada por el clorofluorocarbono (CFC); los informes apremiantes del Club de Roma; los augurios en 1968 del biólogo neomaltusiano Paul Erlich con La Bomba de la Población y su profecía, según la cual, “en los años 70 cientos de millones de personas morirían de hambre” (sic) a causa de una excesiva tasa de natalidad. En realidad estas teorías, nada solventes, seguían el esquema propugnado en el siglo XIX por Malthus.
Así pues, parece sensato preguntarse si este informe sobre el cambio climático, lanzado en forma de ultimátum, es más de lo mismo o descansa sobre una base científica seria. Su autor, Nicholas Stern, trabajó como economista para el Banco Mundial, el informe puede consultarse en www.sternreview. org.uk, y la conclusión, dice, es inequívoca: el cambio climático es real, peligroso y será tanto más costoso cuanto más se demore la actuación.
Ahora bien, el rigor científico más elemental prescribe que toda investigación se someta a comprobación (¿recordarán la llamada fusión fría?), contrastando los datos, los métodos empleados y la interpretación de los resultados. Es lo que hizo el danés Bjorn Lomborg, profesor de la Universidad de Aarhus, cuyas valoraciones pueden consultarse en El ecologista escéptico (Ed. Espasa, 2003). Pues bien, este estudio rechaza la visión pesimista sobre las catástrofes que se anuncian desde algunos foros políticos. El lector interesado encontrará en el capítulo 24 un exhaustivo estudio sobre El calentamiento global con los mismos datos empleados por el panel intergubernamental para el cambio climático (IPCC), organismo vinculado a la ONU. Ante la imposibilidad de hacer un resumen en pocas líneas, sirvan las siguientes conclusiones personales: 1) Todas las previsiones realizadas están supeditadas a los datos disponibles y a los modelos informáticos de simulación. 2) Las emisiones de “gases invernadero” pueden mitigarse fomentando las energías renovables. 3) La aplicación del protocolo de Kioto conseguiría reducir el aumento de temperatura en 0,15º C en el año 2100 (un magro resultado, a costa de frenar el crecimiento económico y, sobre todo, perjudicando a los países en vías de desarrollo). 4) Existen otras acciones más inteligentes para afrontar la situación y menos costosas para la economía mundial.
Las propuestas más razonables, según Lomborg, deberían encaminarse hacia el fomento de las energías no contaminantes, hasta llegar a niveles competitivos con los combustibles fósiles. Sería más útil invertir los enormes gastos (2% del PIB global) que propone el acuerdo de Kioto para ayudar a combatir los posibles efectos nocivos en los países en vías de desarrollo.
La estrategia seguida para evitar el deterioro de la capa de Ozono es un precedente exitoso, que demuestra cómo la comunidad internacional logró reducir las emisiones de los CFC, desarrollando sustitutos de los aerosoles y otros gases nocivos. En pocos años se resolvió el problema, gracias a la investigación y a la cooperación mundial, y en la actualidad la capa de Ozono se recupera felizmente. Este ejemplo demuestra que las acciones conjuntas son efectivas y que la humanidad cuenta con medios técnicos —y sobre todo con el potencial investigador necesario— para abordar los retos medioambientales con un enfoque más optimista y relajado. O sea, todo lo contrario que el utilizado en algunos mensajes como éste: "¡Todos somos culpables! Ya es oficial: las personas somos responsables del calentamiento global!" (Pearce, en New Scientist, 2001). Por supuesto, el medio ambiente requiere una atención inteligente, pero sin tremendismos. Es el mensaje optimista que nos dejó el doctor honoris causa por la Universidad de Navarra, y catedrático de la Universidad de Maryland, Julian Simon: “Este es brevemente, mi pronóstico a largo plazo: dentro de uno o dos siglos, todos los países y la mayor parte de la humanidad estarán al mismo nivel o por encima de los actuales estándares de vida occidentales”.
Lomborg (que en 1997 era miembro de Greenpeace) tomó estas afirmaciones como propaganda y decidió investigar por sí mismo para refutarlas. Por fortuna, comprobó que Simon tenía razón. Así lo cuenta en su libro. Una muestra autorizada de honradez intelectual y de independencia del poder político.
Sería más útil invertir el enorme gasto que propone Kioto en los países en vías de desarrollo
Miguel Ángel Herrero
Ecologismo optimista
EL cambio climático viene a recordar a los seres humanos su mutua dependencia, al mismo tiempo que obliga a los gobiernos y a las empresas no sólo a participar del mercado global, sino también a gestionar problemas medioambientales comunes, que también afectarán a las generaciones venideras. Un reciente informe del Gobierno británico conocido como Stern Review on the Economics of Climate Change ha traído a primer plano el debatido asunto de las emisiones de gases contaminantes: el llamado efecto invernadero. Entre sus efectos nocivos está el aumento de la temperatura del planeta, que traerá trágicas consecuencias para la economía mundial, especialmente en los países en vías de desarrollo.
Aparte de los datos científicos, lo que más sorprende es su puesta en escena, su dramática presentación a la opinión pública mundial, con inquietantes declaraciones de líderes tan señalados como Tony Blair y Kofi Annan. El mensaje es tajante: nos queda muy poco tiempo. Si queremos evitar una catástrofe mundial, hay que actuar ya. Entre esos graves efectos, se nos habla de países costeros anegados por la elevación del nivel del mar y de millones de desplazados huyendo para ponerse a salvo de las aguas.
Inevitablemente, este escenario tan pesimista nos trae a la memoria otras historias que circularon tiempo atrás. Por ejemplo, la disminución de la capa de ozono provocada por el clorofluorocarbono (CFC); los informes apremiantes del Club de Roma; los augurios en 1968 del biólogo neomaltusiano Paul Erlich con La Bomba de la Población y su profecía, según la cual, “en los años 70 cientos de millones de personas morirían de hambre” (sic) a causa de una excesiva tasa de natalidad. En realidad estas teorías, nada solventes, seguían el esquema propugnado en el siglo XIX por Malthus.
Así pues, parece sensato preguntarse si este informe sobre el cambio climático, lanzado en forma de ultimátum, es más de lo mismo o descansa sobre una base científica seria. Su autor, Nicholas Stern, trabajó como economista para el Banco Mundial, el informe puede consultarse en www.sternreview. org.uk, y la conclusión, dice, es inequívoca: el cambio climático es real, peligroso y será tanto más costoso cuanto más se demore la actuación.
Ahora bien, el rigor científico más elemental prescribe que toda investigación se someta a comprobación (¿recordarán la llamada fusión fría?), contrastando los datos, los métodos empleados y la interpretación de los resultados. Es lo que hizo el danés Bjorn Lomborg, profesor de la Universidad de Aarhus, cuyas valoraciones pueden consultarse en El ecologista escéptico (Ed. Espasa, 2003). Pues bien, este estudio rechaza la visión pesimista sobre las catástrofes que se anuncian desde algunos foros políticos. El lector interesado encontrará en el capítulo 24 un exhaustivo estudio sobre El calentamiento global con los mismos datos empleados por el panel intergubernamental para el cambio climático (IPCC), organismo vinculado a la ONU. Ante la imposibilidad de hacer un resumen en pocas líneas, sirvan las siguientes conclusiones personales: 1) Todas las previsiones realizadas están supeditadas a los datos disponibles y a los modelos informáticos de simulación. 2) Las emisiones de “gases invernadero” pueden mitigarse fomentando las energías renovables. 3) La aplicación del protocolo de Kioto conseguiría reducir el aumento de temperatura en 0,15º C en el año 2100 (un magro resultado, a costa de frenar el crecimiento económico y, sobre todo, perjudicando a los países en vías de desarrollo). 4) Existen otras acciones más inteligentes para afrontar la situación y menos costosas para la economía mundial.
Las propuestas más razonables, según Lomborg, deberían encaminarse hacia el fomento de las energías no contaminantes, hasta llegar a niveles competitivos con los combustibles fósiles. Sería más útil invertir los enormes gastos (2% del PIB global) que propone el acuerdo de Kioto para ayudar a combatir los posibles efectos nocivos en los países en vías de desarrollo.
La estrategia seguida para evitar el deterioro de la capa de Ozono es un precedente exitoso, que demuestra cómo la comunidad internacional logró reducir las emisiones de los CFC, desarrollando sustitutos de los aerosoles y otros gases nocivos. En pocos años se resolvió el problema, gracias a la investigación y a la cooperación mundial, y en la actualidad la capa de Ozono se recupera felizmente. Este ejemplo demuestra que las acciones conjuntas son efectivas y que la humanidad cuenta con medios técnicos —y sobre todo con el potencial investigador necesario— para abordar los retos medioambientales con un enfoque más optimista y relajado. O sea, todo lo contrario que el utilizado en algunos mensajes como éste: "¡Todos somos culpables! Ya es oficial: las personas somos responsables del calentamiento global!" (Pearce, en New Scientist, 2001). Por supuesto, el medio ambiente requiere una atención inteligente, pero sin tremendismos. Es el mensaje optimista que nos dejó el doctor honoris causa por la Universidad de Navarra, y catedrático de la Universidad de Maryland, Julian Simon: “Este es brevemente, mi pronóstico a largo plazo: dentro de uno o dos siglos, todos los países y la mayor parte de la humanidad estarán al mismo nivel o por encima de los actuales estándares de vida occidentales”.
Lomborg (que en 1997 era miembro de Greenpeace) tomó estas afirmaciones como propaganda y decidió investigar por sí mismo para refutarlas. Por fortuna, comprobó que Simon tenía razón. Así lo cuenta en su libro. Una muestra autorizada de honradez intelectual y de independencia del poder político.
El Gobierno piensa por ti
La Gaceta de los Negocios 19/12/06
Cuando se usa el BOE hasta para ordenar que se congele el pescado, el camino de la libertad personal se ve cercado
Antxón Sarasqueta
El Gobierno piensa por ti
NO es una broma, es una teoría: el Gobierno cree que hace un favor a los ciudadanos encareciendo el agua porque así –dice– consumiremos menos y se paliará la escasez. El vicepresidente y ministro de Economía, Pedro Solbes, situó el encarecimiento del agua en “un conjunto de medidas enfocadas al ahorro” y para que “ciudadanos y empresas valoren la escasez del agua”. La ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, ha estimado en 60 litros de agua el volumen de consumo personal. Mensaje: “No te preocupes, el Gobierno piensa por ti”.
Si a esto le añadimos el cúmulo de decisiones diarias de orden gubernamental –desde congelar el pescado hasta educarnos desde niños– que se legisla en el Boletín Oficial del Estado, el camino de la libertad de las personas se empieza a ver cercado y a la vez restringido. Pero no te preocupes, el Gobierno piensa por ti.
Cuando he escuchado algunos de estos argumentos, he recordado una explicación que dio cuando era ministro de Hacienda Cristóbal Montoro. Explicada la reducción de impuestos desde la filosofía opuesta: cuanto más recursos de sus propios ingresos puedan disponer las personas y las empresas, más libres son para decidir sus propios pasos. No es el Gobierno el que piensa por ti, sino que eres tú mismo el que lo haces y decides por ti mismo.
Como se ve, no hace falta recurrir a la política antiterrorista que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha convertido en una política de pacto con los terroristas, para comprobar que desde la paz hasta el consumo del agua y el tipo de doctrina y valores en los que debemos formarnos en las escuelas, corre por cuenta del Gobierno. Los ciudadanos no tienen de qué preocuparse, el Gobierno piensa por ellos.
En eso estábamos cuando surgió la información de que el Gobierno catalán de socialistas, comunistas e independentistas aprobó un proyecto para poder expropiar los pisos de una vivienda privada que se mantengan vacíos durante un tiempo. Una de las responsables del Gobierno autonómico antepuso el derecho social (sic) al de la propiedad privada. También en esta ocasión es para hacer un favor a los ciudadanos. “La Generalitat aprueba la expropiación temporal para fomentar el alquiler”, titulaba un diario de uno de los grupos editoriales más capitalistas de España. “Expropiación al estilo comunista”, titulaba otro. Lo que me trasladó a la guerra fría. ¿Por qué esta asociación de ideas?
Visitaba Berlín tras el derribo del muro y la reunificación alemana, cuando descubrí que en el punto fronterizo donde se encontraba Checkpoint Charlie sólo había escombros y obras de uno de los modernos edificios que se han construido en esa magnífica capital. Pregunté si quedaba rastro de este punto histórico, aparte de una tienda próxima de recuerdos, y nadie supo dar cuenta de ello. Hasta que entré en otro edificio situado en la acera de enfrente, como dicen ahora, supermoderno, y, efectivamente encontré una placa dedicada al paso fronterizo que mejor simbolizó en las películas y en la realidad la confrontación entre el totalitarismo comunista y la libertad. Pero la placa no hacía referencia al totalitarismo comunista, sino a una sociedad “tutelada”.
Deduzco que el cambio conceptual era para no hurgar en las heridas de la Alemania comunista, pero lo cierto es que identificaban el comunismo con una sociedad tutelada. Una sociedad en la que, en ambos casos, el Estado piensa por ti.
Intelectuales liberales como Isaiah Berlin y Karl Popper han pensado y escrito mucho sobre la exigencia de encontrar el camino de la libertad (Friedrich A. Hayek llegó al mismo punto recorriendo el camino inverso cuando escribió Camino de la servidumbre). Que en la práctica es el camino que diariamente tenemos que recorrer cualquier persona si queremos ser nosotros mismos, y ser verdaderos y consecuentes con los demás.
Permítanme una doble dedicatoria final. Una de carácter irónico para el semanario The Economist, al que algunos medios como The New York Times han tenido que corregir catalogando al Gobierno de Zapatero (el que regula por ley la congelación de pescado fresco y rompe el pacto constitucional) de radical de izquierdas (antes lo hizo The Wall Street Journal). Y otra muy sincera a Loyola de Palacio, que hizo del camino de la libertad su vida.
Cuando se usa el BOE hasta para ordenar que se congele el pescado, el camino de la libertad personal se ve cercado
Antxón Sarasqueta
El Gobierno piensa por ti
NO es una broma, es una teoría: el Gobierno cree que hace un favor a los ciudadanos encareciendo el agua porque así –dice– consumiremos menos y se paliará la escasez. El vicepresidente y ministro de Economía, Pedro Solbes, situó el encarecimiento del agua en “un conjunto de medidas enfocadas al ahorro” y para que “ciudadanos y empresas valoren la escasez del agua”. La ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, ha estimado en 60 litros de agua el volumen de consumo personal. Mensaje: “No te preocupes, el Gobierno piensa por ti”.
Si a esto le añadimos el cúmulo de decisiones diarias de orden gubernamental –desde congelar el pescado hasta educarnos desde niños– que se legisla en el Boletín Oficial del Estado, el camino de la libertad de las personas se empieza a ver cercado y a la vez restringido. Pero no te preocupes, el Gobierno piensa por ti.
Cuando he escuchado algunos de estos argumentos, he recordado una explicación que dio cuando era ministro de Hacienda Cristóbal Montoro. Explicada la reducción de impuestos desde la filosofía opuesta: cuanto más recursos de sus propios ingresos puedan disponer las personas y las empresas, más libres son para decidir sus propios pasos. No es el Gobierno el que piensa por ti, sino que eres tú mismo el que lo haces y decides por ti mismo.
Como se ve, no hace falta recurrir a la política antiterrorista que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha convertido en una política de pacto con los terroristas, para comprobar que desde la paz hasta el consumo del agua y el tipo de doctrina y valores en los que debemos formarnos en las escuelas, corre por cuenta del Gobierno. Los ciudadanos no tienen de qué preocuparse, el Gobierno piensa por ellos.
En eso estábamos cuando surgió la información de que el Gobierno catalán de socialistas, comunistas e independentistas aprobó un proyecto para poder expropiar los pisos de una vivienda privada que se mantengan vacíos durante un tiempo. Una de las responsables del Gobierno autonómico antepuso el derecho social (sic) al de la propiedad privada. También en esta ocasión es para hacer un favor a los ciudadanos. “La Generalitat aprueba la expropiación temporal para fomentar el alquiler”, titulaba un diario de uno de los grupos editoriales más capitalistas de España. “Expropiación al estilo comunista”, titulaba otro. Lo que me trasladó a la guerra fría. ¿Por qué esta asociación de ideas?
Visitaba Berlín tras el derribo del muro y la reunificación alemana, cuando descubrí que en el punto fronterizo donde se encontraba Checkpoint Charlie sólo había escombros y obras de uno de los modernos edificios que se han construido en esa magnífica capital. Pregunté si quedaba rastro de este punto histórico, aparte de una tienda próxima de recuerdos, y nadie supo dar cuenta de ello. Hasta que entré en otro edificio situado en la acera de enfrente, como dicen ahora, supermoderno, y, efectivamente encontré una placa dedicada al paso fronterizo que mejor simbolizó en las películas y en la realidad la confrontación entre el totalitarismo comunista y la libertad. Pero la placa no hacía referencia al totalitarismo comunista, sino a una sociedad “tutelada”.
Deduzco que el cambio conceptual era para no hurgar en las heridas de la Alemania comunista, pero lo cierto es que identificaban el comunismo con una sociedad tutelada. Una sociedad en la que, en ambos casos, el Estado piensa por ti.
Intelectuales liberales como Isaiah Berlin y Karl Popper han pensado y escrito mucho sobre la exigencia de encontrar el camino de la libertad (Friedrich A. Hayek llegó al mismo punto recorriendo el camino inverso cuando escribió Camino de la servidumbre). Que en la práctica es el camino que diariamente tenemos que recorrer cualquier persona si queremos ser nosotros mismos, y ser verdaderos y consecuentes con los demás.
Permítanme una doble dedicatoria final. Una de carácter irónico para el semanario The Economist, al que algunos medios como The New York Times han tenido que corregir catalogando al Gobierno de Zapatero (el que regula por ley la congelación de pescado fresco y rompe el pacto constitucional) de radical de izquierdas (antes lo hizo The Wall Street Journal). Y otra muy sincera a Loyola de Palacio, que hizo del camino de la libertad su vida.
domingo, 17 de diciembre de 2006
¿Cuántos pisos tiene?
ABC 17/12/06
ÁLVARO DELGADO-GAL
¿Cuántos pisos tiene?
España es el país de la Unión Europea con más pisos por habitante, según cifras oficiales. Al tiempo, los pisos han venido experimentando durante los últimos años subidas muy superiores al IPC. De ahí resulta una especie de paradoja: en el paraíso del ladrillo, el sueldo de un joven no da para pagarse decentemente una vivienda. ¿Qué hacer? Caben tres actitudes. O uno se resigna, o uno intenta comprender la paradoja con ánimo de ponerle remedio, o uno agarra una mano de almirez y le rompe a la paradoja la crisma. El tripartito de Montilla parece haber optado por la última alternativa. De hecho, está preparando una ley que pretende resolver el problema en un santiamén. La idea consiste en expropiar temporalmente los pisos sin ocupar, y ponerlos en el mercado de alquiler. Y ya está ventilado el asunto. Se guarda uno la mano de almirez en el bolsillo, y le dice a la siguiente paradoja que abra la puerta y se siente a la mesa.
Antes de ir a los aspectos legales del arbitrio excogitado por Montilla y los suyos, conviene recordar que la paradoja no es tal paradoja. Existen razones para explicarse, al menos parcialmente, el precio desorbitado de los pisos. En esencia, operan tres factores. Uno es la especulación del suelo, impulsada por los propios ayuntamientos. De cada euro que se paga por vivir bajo techado, una fracción importante, en algunos casos asombrosa, se la lleva el terreno sobre el que se eleva el inmueble. El segundo factor, son los tipos de interés bajos. Los tipos bajos estimulan la demanda de pisos, y por tanto los precios, y paralelamente, empujan a muchos españoles a invertir sus ahorros comprando una casa. Si compraran deuda pública, o algo por el estilo, la inflación no sólo anularía el importe de los intereses, sino que se llevaría un pico añadido, provocando un saldo negativo. Queda, por supuesto, la posibilidad de especular en bolsa, y ponerse las botas. Pero estas audacias no seducen a un sector grande de las clases medias. Son las clases medias parsimoniosas, normalitas, y un punto valetudinarias, las que adquieren pisos con ánimo de que no se disuelvan en aire sus economías. Contra ellas dirige su batería ideológica y legislativa el gobierno progresista catalán. No contra las fortunas importantes, que cuentan con medios perfectamente conocidos para resistirse a la presión del fisco.
El tercer factor viene dado por la pobreza del mercado de alquileres. Se trata de un factor crucial. ¿Por qué el comprador de una segunda vivienda no maximiza su inversión dando el piso en arrendamiento? ¿Son, acaso, los españoles idiotas? No, no lo son. Lo que pasa, es que expulsar a un moroso u obtener una reparación económica por los desperfectos causados por un inquilino poco escrupuloso, continúa siendo una operación lenta y costosa. Y no le compensa al propietario. Por cierto, la ley milagro del tripartito contempla aplicar la figura del mobbing a los propietarios acosadores. Lo peculiar de esta figura, creada para vengar agravios no consignados explícitamente en los códigos -mirar a un empleado como si fuera transparente; usar un tono que pueda interpretarse como poco cordial, etc.-, es su elasticidad extrema. Si a los agobios presentes se añade el del mobbing, podemos tener la seguridad de que los arrendadores actuales, antes que seguir siéndolo, se partirán en dos mitades y ocuparán simultáneamente sus dos pisos. En fin, éramos muchos, y parió la abuela.
¿A qué criterio, dicho sea de paso, apelará el Gobierno autónomo para fijar los precios de alquiler? ¿Rebajará los ahora existentes, provocando un derrumbe artificial del mercado? ¿Irá modificándolos conforme varíe el punto en que se cortan las curvas de oferta y demanda? Todo esto es un lío. Lo mejor que puede ocurrir, es que el tripartito no dé pie con bola. Y no lo dará, porque el fraude sería masivo. Mi primo, mi hermana, mi suegra, un amigo íntimo, podrían constar como inquilinos de mi piso, aunque no lo sean. Sólo con un ejército de inspectores se podría llevar a cabo la política que las lumbreras del palau de Sant Jaume han diseñado en la cuartilla que gastan los hombres de café para demostrar, bolígrafo en mano, cómo habrían podido ganar los alemanes la batalla de Verdún.
Desde un ángulo jurídico, la iniciativa presenta una cara aún peor. La privación de un bien o un derecho está regulada en la Constitución -art. 33.3-, la cual remite, a pie de página, a la Ley de Expropiación Forzosa de 1957. La expropiación con carácter temporal anularía garantías básicas, y casi con seguridad, es inconstitucional. Será divertido observar, en el supuesto de que el asunto vaya adelante e intervenga el Tribunal Constitucional, en qué ayes y fulminaciones incurre Esquerra, y si se termina asociando todo esto con las insuficiencias que los nacionalistas imputan al Estatut.
Detalles aparte, la ocurrencia del tripartito se inscribe en el terreno del primitivismo político. Éste consiste en pensar que las cuestiones se pueden liquidar a golpe de BOE. El primitivismo, por supuesto, es autoritario. Pero, además, es ineficaz. También en política, la técnica ahorra esfuerzo.
ÁLVARO DELGADO-GAL
¿Cuántos pisos tiene?
España es el país de la Unión Europea con más pisos por habitante, según cifras oficiales. Al tiempo, los pisos han venido experimentando durante los últimos años subidas muy superiores al IPC. De ahí resulta una especie de paradoja: en el paraíso del ladrillo, el sueldo de un joven no da para pagarse decentemente una vivienda. ¿Qué hacer? Caben tres actitudes. O uno se resigna, o uno intenta comprender la paradoja con ánimo de ponerle remedio, o uno agarra una mano de almirez y le rompe a la paradoja la crisma. El tripartito de Montilla parece haber optado por la última alternativa. De hecho, está preparando una ley que pretende resolver el problema en un santiamén. La idea consiste en expropiar temporalmente los pisos sin ocupar, y ponerlos en el mercado de alquiler. Y ya está ventilado el asunto. Se guarda uno la mano de almirez en el bolsillo, y le dice a la siguiente paradoja que abra la puerta y se siente a la mesa.
Antes de ir a los aspectos legales del arbitrio excogitado por Montilla y los suyos, conviene recordar que la paradoja no es tal paradoja. Existen razones para explicarse, al menos parcialmente, el precio desorbitado de los pisos. En esencia, operan tres factores. Uno es la especulación del suelo, impulsada por los propios ayuntamientos. De cada euro que se paga por vivir bajo techado, una fracción importante, en algunos casos asombrosa, se la lleva el terreno sobre el que se eleva el inmueble. El segundo factor, son los tipos de interés bajos. Los tipos bajos estimulan la demanda de pisos, y por tanto los precios, y paralelamente, empujan a muchos españoles a invertir sus ahorros comprando una casa. Si compraran deuda pública, o algo por el estilo, la inflación no sólo anularía el importe de los intereses, sino que se llevaría un pico añadido, provocando un saldo negativo. Queda, por supuesto, la posibilidad de especular en bolsa, y ponerse las botas. Pero estas audacias no seducen a un sector grande de las clases medias. Son las clases medias parsimoniosas, normalitas, y un punto valetudinarias, las que adquieren pisos con ánimo de que no se disuelvan en aire sus economías. Contra ellas dirige su batería ideológica y legislativa el gobierno progresista catalán. No contra las fortunas importantes, que cuentan con medios perfectamente conocidos para resistirse a la presión del fisco.
El tercer factor viene dado por la pobreza del mercado de alquileres. Se trata de un factor crucial. ¿Por qué el comprador de una segunda vivienda no maximiza su inversión dando el piso en arrendamiento? ¿Son, acaso, los españoles idiotas? No, no lo son. Lo que pasa, es que expulsar a un moroso u obtener una reparación económica por los desperfectos causados por un inquilino poco escrupuloso, continúa siendo una operación lenta y costosa. Y no le compensa al propietario. Por cierto, la ley milagro del tripartito contempla aplicar la figura del mobbing a los propietarios acosadores. Lo peculiar de esta figura, creada para vengar agravios no consignados explícitamente en los códigos -mirar a un empleado como si fuera transparente; usar un tono que pueda interpretarse como poco cordial, etc.-, es su elasticidad extrema. Si a los agobios presentes se añade el del mobbing, podemos tener la seguridad de que los arrendadores actuales, antes que seguir siéndolo, se partirán en dos mitades y ocuparán simultáneamente sus dos pisos. En fin, éramos muchos, y parió la abuela.
¿A qué criterio, dicho sea de paso, apelará el Gobierno autónomo para fijar los precios de alquiler? ¿Rebajará los ahora existentes, provocando un derrumbe artificial del mercado? ¿Irá modificándolos conforme varíe el punto en que se cortan las curvas de oferta y demanda? Todo esto es un lío. Lo mejor que puede ocurrir, es que el tripartito no dé pie con bola. Y no lo dará, porque el fraude sería masivo. Mi primo, mi hermana, mi suegra, un amigo íntimo, podrían constar como inquilinos de mi piso, aunque no lo sean. Sólo con un ejército de inspectores se podría llevar a cabo la política que las lumbreras del palau de Sant Jaume han diseñado en la cuartilla que gastan los hombres de café para demostrar, bolígrafo en mano, cómo habrían podido ganar los alemanes la batalla de Verdún.
Desde un ángulo jurídico, la iniciativa presenta una cara aún peor. La privación de un bien o un derecho está regulada en la Constitución -art. 33.3-, la cual remite, a pie de página, a la Ley de Expropiación Forzosa de 1957. La expropiación con carácter temporal anularía garantías básicas, y casi con seguridad, es inconstitucional. Será divertido observar, en el supuesto de que el asunto vaya adelante e intervenga el Tribunal Constitucional, en qué ayes y fulminaciones incurre Esquerra, y si se termina asociando todo esto con las insuficiencias que los nacionalistas imputan al Estatut.
Detalles aparte, la ocurrencia del tripartito se inscribe en el terreno del primitivismo político. Éste consiste en pensar que las cuestiones se pueden liquidar a golpe de BOE. El primitivismo, por supuesto, es autoritario. Pero, además, es ineficaz. También en política, la técnica ahorra esfuerzo.
Negación del Holocausto: mi historia personal
EL PAÍS 17/12/06
AYAAN HIRSI ALÍ
Negación del Holocausto: mi historia personal
Un día de 1994, cuando vivía en Ede, una pequeña ciudad holandesa, recuerdo que recibí la visita de mi hermanastra. Ella y yo habíamos solicitado asilo en Holanda. A mí se me concedió, a ella le fue denegado. El hecho de que yo recibiera el asilo me dio la posibilidad de estudiar. Mi hermanastra no pudo hacerlo. Para ser admitida en el instituto de educación superior al que quería asistir, tuve que aprobar tres cursos: uno de Lengua, uno de Educación Cívica y otro de Historia. Fue en este último cuando oí hablar por primera vez del Holocausto. Por aquel entonces yo tenía 24 años, y mi hermanastra 21.
En aquella época, el genocidio de Ruanda y la limpieza étnica de la antigua Yugoslavia plagaban las noticias diarias. El día en que me visitó mi hermanastra, me encontraba dándole vueltas a lo que les había ocurrido a seis millones de judíos en Alemania, Holanda, Francia y Europa del Este. Supe que hombres, mujeres y niños inocentes fueron separados unos de otros. Con estrellas prendidas al hombro, fueron trasladados en tren a los campos y gaseados por la sola razón de ser judíos. Fue el intento más sistemático y cruel de la historia de la humanidad por aniquilar a un pueblo.
Vi fotografías de masas de esqueletos, incluso de niños. Escuché aterradores relatos de algunas personas que habían sobrevivido al terror de Auschwitz y Sobibor. Le conté todo esto a mi hermanastra y le mostré las imágenes de mi libro de historia. Lo que me dijo me horrorizó todavía más que la atroz información de mi libro. Con gran convicción, mi hermanastra espetó: "¡Es mentira! Los judíos saben cómo cegar a la gente. No fueron asesinados, gaseados ni masacrados. Pero rezo a Alá para que algún día todos los judíos del mundo sean destruidos". Me horrorizó su reacción.
Recuerdo que de niña, cuando me criaba en Arabia Saudí, mis profesores, mi madre y nuestros vecinos nos decían casi a diario que los judíos eran malos, los enemigos declarados de los musulmanes, cuyo único objetivo era destruir el islam. Nunca nos informaron sobre el Holocausto. Más tarde, en Kenia, cuando era una adolescente y nos llegaba a África la filantropía saudí y de otras zonas del Golfo, me acuerdo de que la construcción de mezquitas y las donaciones a hospitales y a los pobres iban juntos con los insultos a los judíos. Se decía que ellos eran los responsables de la muerte de bebés y de epidemias como el sida. Eran avariciosos y harían cualquier cosa por acabar con los musulmanes. Si algún día queríamos conocer la paz y la estabilidad, tendríamos que destruirles antes de que ellos nos destruyeran a nosotros.
Los líderes occidentales que dicen sentirse escandalizados por la conferencia de Ahmadineyad en la que niega el Holocausto necesitan despertar a esa realidad. Para la mayoría de los musulmanes del mundo, el Holocausto no es un gran acontecimiento histórico que neguemos. Sencillamente no lo conocemos porque nunca se nos ha informado sobre él. Y lo que es peor, a la mayoría se nos prepara para que deseemos un holocausto de los judíos.
Recuerdo la presencia de filántropos occidentales, ONG e instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sus representantes hacían llegar a quienes consideraban necesitados medicamentos, preservativos, vacunas o materiales de construcción, pero ninguna información sobre el Holocausto. A diferencia de la filantropía, ofrecida en nombre del islam, los donantes laicos y cristianos y las organizaciones de ayuda no llegaban con un programa de odio, pero tampoco con un mensaje de amor. Sin duda, ésta fue una oportunidad perdida si nos fijamos en las organizaciones benéficas que propagaban el odio procedentes de países musulmanes ricos gracias al petróleo.
Se calcula que, en la actualidad, la cifra total de judíos en del mundo ronda los 15 millones, y sin duda no supera los 20 millones. En lo relativo a la fertilidad, su crecimiento puede compararse con el del mundo desarrollado, al igual que su envejecimiento. Por otro lado, se calcula que las poblaciones musulmanas están entre 1.200 y 1.500 millones de personas, y que no sólo están creciendo con rapidez, sino que son muy jóvenes. Lo sorprendente de la conferencia de Ahmadineyad es el (tácito) consentimiento del musulmán medio al deseo no sólo de negar el Holocausto, sino de exterminar a los judíos.
No puedo evitar preguntarme: ¿por qué no se celebra una contraconferencia en Riad, Cairo o Lahore, Jartum o Yakarta condenando a Ahmadineyad? ¿Por qué guarda silencio la Conferencia Islámica ante esto? Puede que la respuesta sea tan sencilla como horrenda: durante generaciones, los líderes de los denominados países musulmanes han alimentado a su población con una dieta constante de propaganda similar a la que recibieron generaciones de alemanes (y otros europeos), según la cual los judíos son alimañas y hay que tratarlos como tales. En Europa, la conclusión lógica fue el Holocausto. Si Ahmadineyad se sale con la suya, no le faltarán musulmanes dóciles dispuestos a acatar sus deseos.
El mundo necesita un fomento del entendimiento entre culturas, pero necesita con más urgencia ser informado sobre el Holocausto. No sólo en el interés de los judíos que sobrevivieron al Holocausto y el de sus descendientes, sino en el de la humanidad en general. Quizá haya que empezar por contraatacar la filantropía islámica surcada de odio contra los judíos. Las organizaciones benéficas cristianas y occidentales en el Tercer Mundo deberían ocuparse de informar sobre el Holocausto a los musulmanes y no musulmanes en sus áreas de actuación.
AYAAN HIRSI ALÍ
Negación del Holocausto: mi historia personal
Un día de 1994, cuando vivía en Ede, una pequeña ciudad holandesa, recuerdo que recibí la visita de mi hermanastra. Ella y yo habíamos solicitado asilo en Holanda. A mí se me concedió, a ella le fue denegado. El hecho de que yo recibiera el asilo me dio la posibilidad de estudiar. Mi hermanastra no pudo hacerlo. Para ser admitida en el instituto de educación superior al que quería asistir, tuve que aprobar tres cursos: uno de Lengua, uno de Educación Cívica y otro de Historia. Fue en este último cuando oí hablar por primera vez del Holocausto. Por aquel entonces yo tenía 24 años, y mi hermanastra 21.
En aquella época, el genocidio de Ruanda y la limpieza étnica de la antigua Yugoslavia plagaban las noticias diarias. El día en que me visitó mi hermanastra, me encontraba dándole vueltas a lo que les había ocurrido a seis millones de judíos en Alemania, Holanda, Francia y Europa del Este. Supe que hombres, mujeres y niños inocentes fueron separados unos de otros. Con estrellas prendidas al hombro, fueron trasladados en tren a los campos y gaseados por la sola razón de ser judíos. Fue el intento más sistemático y cruel de la historia de la humanidad por aniquilar a un pueblo.
Vi fotografías de masas de esqueletos, incluso de niños. Escuché aterradores relatos de algunas personas que habían sobrevivido al terror de Auschwitz y Sobibor. Le conté todo esto a mi hermanastra y le mostré las imágenes de mi libro de historia. Lo que me dijo me horrorizó todavía más que la atroz información de mi libro. Con gran convicción, mi hermanastra espetó: "¡Es mentira! Los judíos saben cómo cegar a la gente. No fueron asesinados, gaseados ni masacrados. Pero rezo a Alá para que algún día todos los judíos del mundo sean destruidos". Me horrorizó su reacción.
Recuerdo que de niña, cuando me criaba en Arabia Saudí, mis profesores, mi madre y nuestros vecinos nos decían casi a diario que los judíos eran malos, los enemigos declarados de los musulmanes, cuyo único objetivo era destruir el islam. Nunca nos informaron sobre el Holocausto. Más tarde, en Kenia, cuando era una adolescente y nos llegaba a África la filantropía saudí y de otras zonas del Golfo, me acuerdo de que la construcción de mezquitas y las donaciones a hospitales y a los pobres iban juntos con los insultos a los judíos. Se decía que ellos eran los responsables de la muerte de bebés y de epidemias como el sida. Eran avariciosos y harían cualquier cosa por acabar con los musulmanes. Si algún día queríamos conocer la paz y la estabilidad, tendríamos que destruirles antes de que ellos nos destruyeran a nosotros.
Los líderes occidentales que dicen sentirse escandalizados por la conferencia de Ahmadineyad en la que niega el Holocausto necesitan despertar a esa realidad. Para la mayoría de los musulmanes del mundo, el Holocausto no es un gran acontecimiento histórico que neguemos. Sencillamente no lo conocemos porque nunca se nos ha informado sobre él. Y lo que es peor, a la mayoría se nos prepara para que deseemos un holocausto de los judíos.
Recuerdo la presencia de filántropos occidentales, ONG e instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Sus representantes hacían llegar a quienes consideraban necesitados medicamentos, preservativos, vacunas o materiales de construcción, pero ninguna información sobre el Holocausto. A diferencia de la filantropía, ofrecida en nombre del islam, los donantes laicos y cristianos y las organizaciones de ayuda no llegaban con un programa de odio, pero tampoco con un mensaje de amor. Sin duda, ésta fue una oportunidad perdida si nos fijamos en las organizaciones benéficas que propagaban el odio procedentes de países musulmanes ricos gracias al petróleo.
Se calcula que, en la actualidad, la cifra total de judíos en del mundo ronda los 15 millones, y sin duda no supera los 20 millones. En lo relativo a la fertilidad, su crecimiento puede compararse con el del mundo desarrollado, al igual que su envejecimiento. Por otro lado, se calcula que las poblaciones musulmanas están entre 1.200 y 1.500 millones de personas, y que no sólo están creciendo con rapidez, sino que son muy jóvenes. Lo sorprendente de la conferencia de Ahmadineyad es el (tácito) consentimiento del musulmán medio al deseo no sólo de negar el Holocausto, sino de exterminar a los judíos.
No puedo evitar preguntarme: ¿por qué no se celebra una contraconferencia en Riad, Cairo o Lahore, Jartum o Yakarta condenando a Ahmadineyad? ¿Por qué guarda silencio la Conferencia Islámica ante esto? Puede que la respuesta sea tan sencilla como horrenda: durante generaciones, los líderes de los denominados países musulmanes han alimentado a su población con una dieta constante de propaganda similar a la que recibieron generaciones de alemanes (y otros europeos), según la cual los judíos son alimañas y hay que tratarlos como tales. En Europa, la conclusión lógica fue el Holocausto. Si Ahmadineyad se sale con la suya, no le faltarán musulmanes dóciles dispuestos a acatar sus deseos.
El mundo necesita un fomento del entendimiento entre culturas, pero necesita con más urgencia ser informado sobre el Holocausto. No sólo en el interés de los judíos que sobrevivieron al Holocausto y el de sus descendientes, sino en el de la humanidad en general. Quizá haya que empezar por contraatacar la filantropía islámica surcada de odio contra los judíos. Las organizaciones benéficas cristianas y occidentales en el Tercer Mundo deberían ocuparse de informar sobre el Holocausto a los musulmanes y no musulmanes en sus áreas de actuación.
sábado, 16 de diciembre de 2006
Ensueños
La Gaceta de los Negocios 15/12/06
Los 'okupas' viven de forma distinta. En efecto, viven al margen de la ley o contra ella
Álvaro Delgado-Gal
Ensueños
UN juez ha roto el impasse de Can Ricart, tras semanas de pasividad oficial e inquietud creciente en la opinión. Los okupas han sido desalojados de la fábrica, sin mayores incidentes. La ministra Trujillo, que está animada por un instinto gafe, había elegido la víspera, exactamente la víspera, para justificar la inacción del Tripartito. Había dicho que los okupas representan un “estilo de vida alternativo”, y que su situación debía ser regulada. Cuando en España se oye hablar de regulación, el pensamiento se dispara, de manera espontánea, hacia el proceso migratorio. El ilegal se establece en nuestro país por la vía de los hechos, y transcurrido un tiempo, obtiene el permiso de residencia. ¿Se trataría de trasladar este esquema al colectivo okupa? ¿Podrían los okupas averiguar una solución habitacional por el procedimiento de instalarse antes en una propiedad ajena?Probablemente, la ministra no ha querido decir eso, ni nada concreto en particular. Probablemente, la intención de la ministra ha sido recordar que los okupas también merecen nuestro respeto, lo que tampoco se sabe muy bien lo que significa. Pero no quiero entrar en estas profundidades. Lo que me ha interesado de la declaración de la ministra ha sido la forma, no el fondo. Lo del “estilo de vida alternativo” es deliciosamente orwelliano. “Alternativo” sugiere, a la vez, “distinto” y “legítimo”. Los okupas viven de forma distinta. En efecto, viven al margen de la ley o contra ella. Pero a María Antonia Trujillo se le antoja inconveniente someterlos a lo que obligan los códigos. Y entonces los acoge en una suerte de limbo, verbal y práctico a la vez. Los ocupas son “alternativos”. Son legales desde el punto de vista de “otra” legalidad, una legalidad extraña, como dirían los americanos, a la legalidad mainstream, la legalidad ortodoxa o dominante.Orwell acuñó dos palabras que después se han hecho famosas: doublethink —cuya traducción podría ser “pensamiento doble”—, y newspeak, o habla nueva. Aplicó su invento a 1984, la novela en que imagina cómo terminaría siendo el mundo tras una victoria arrasadora del estalinismo. En esa distopía, los gobiernos aniquilan la posibilidad de pensar, y por tanto de oponerse al poder, pervirtiendo el lenguaje. Cada palabra significa una cosa y su contraria, en vista de lo cual no resulta hacedero al individuo registrar la realidad y plantar cara al que le oprime. El ejemplo más conocido de newspeak no procede, sin embargo, de 1984. Viene de Granja animal y reza más o menos como sigue: “Todos los hombres son iguales, pero unos son más iguales que otros”. El hallazgo es felicísimo, por razones perfectamente evidentes.Sería un error restringir la intuición de Orwell al contexto político que la motivó. El pensamiento doble —y la correspondiente habla doble— no sirve sólo, o necesariamente, para que el de arriba acentúe su dominio sobre el de abajo. Sirve también, es más, sirve principalmente, para que la gente se engañe a sí misma. La circulación del habla doble tiende a ser horizontal, no vertical. Cuando se cultivan aspiraciones contradictorias, o se persiguen fines incompatibles, pero no se les quiere reconocer la condición de tales, se recurre al habla doble. A partir de aquí nos alejamos de Stalin y sus sosias, y entramos en territorio freudiano. La gramática de los sueños también es doble. Funde principios opuestos en imágenes polisémicas y absurdas. Cabría decir que la verdad es insoportable, o por lo menos incómoda, y que los hombres corrientes intentan soportar el agobio viviendo dormidos. O sea, rodeándose de los camuflajes, de los trampantojos, de un lenguaje mendaz. Localicen el estilo, y descubrirán el hilo de Ariadna por donde se sale del laberinto de ciertas perplejidades. La fórmula usada por la ministra evoca la afición a los retruécanos del presidente, lo mismo cuando habla del proceso de paz, que de la energía nuclear, que de un montón de asuntos más. No creo que el presidente sea, meramente, un manipulador, que también. Sospecho que la presa mental del presidente sobre la realidad exterior es insegura, inestable, fantasmagórica. Zapatero no quiere herirse contra las cosas, tan aristadas. Y se las disimula mediante sortilegios verbales. El propio ministerio de la Vivienda es una especie de sortilegio, de ensalmo impreso en el BOE. En ese ministerio onírico, sin presupuesto, sin atribuciones, la ministra sueña también, y empalma palabras ligeras y que parecen hechas de éter. Todo encaja. O casi, porque la palabra “encajar” es dura, contundente, y el puzzle, aquí, se compone de niebla. Pónganse a encajar dos piezas de niebla. Advertirán que el intento irreal postula ya que estamos soñando.Se percibe, en el ambiente, una rara pesadez. ¿Qué nos pesa? No sé. Creo que los párpados.
Los 'okupas' viven de forma distinta. En efecto, viven al margen de la ley o contra ella
Álvaro Delgado-Gal
Ensueños
UN juez ha roto el impasse de Can Ricart, tras semanas de pasividad oficial e inquietud creciente en la opinión. Los okupas han sido desalojados de la fábrica, sin mayores incidentes. La ministra Trujillo, que está animada por un instinto gafe, había elegido la víspera, exactamente la víspera, para justificar la inacción del Tripartito. Había dicho que los okupas representan un “estilo de vida alternativo”, y que su situación debía ser regulada. Cuando en España se oye hablar de regulación, el pensamiento se dispara, de manera espontánea, hacia el proceso migratorio. El ilegal se establece en nuestro país por la vía de los hechos, y transcurrido un tiempo, obtiene el permiso de residencia. ¿Se trataría de trasladar este esquema al colectivo okupa? ¿Podrían los okupas averiguar una solución habitacional por el procedimiento de instalarse antes en una propiedad ajena?Probablemente, la ministra no ha querido decir eso, ni nada concreto en particular. Probablemente, la intención de la ministra ha sido recordar que los okupas también merecen nuestro respeto, lo que tampoco se sabe muy bien lo que significa. Pero no quiero entrar en estas profundidades. Lo que me ha interesado de la declaración de la ministra ha sido la forma, no el fondo. Lo del “estilo de vida alternativo” es deliciosamente orwelliano. “Alternativo” sugiere, a la vez, “distinto” y “legítimo”. Los okupas viven de forma distinta. En efecto, viven al margen de la ley o contra ella. Pero a María Antonia Trujillo se le antoja inconveniente someterlos a lo que obligan los códigos. Y entonces los acoge en una suerte de limbo, verbal y práctico a la vez. Los ocupas son “alternativos”. Son legales desde el punto de vista de “otra” legalidad, una legalidad extraña, como dirían los americanos, a la legalidad mainstream, la legalidad ortodoxa o dominante.Orwell acuñó dos palabras que después se han hecho famosas: doublethink —cuya traducción podría ser “pensamiento doble”—, y newspeak, o habla nueva. Aplicó su invento a 1984, la novela en que imagina cómo terminaría siendo el mundo tras una victoria arrasadora del estalinismo. En esa distopía, los gobiernos aniquilan la posibilidad de pensar, y por tanto de oponerse al poder, pervirtiendo el lenguaje. Cada palabra significa una cosa y su contraria, en vista de lo cual no resulta hacedero al individuo registrar la realidad y plantar cara al que le oprime. El ejemplo más conocido de newspeak no procede, sin embargo, de 1984. Viene de Granja animal y reza más o menos como sigue: “Todos los hombres son iguales, pero unos son más iguales que otros”. El hallazgo es felicísimo, por razones perfectamente evidentes.Sería un error restringir la intuición de Orwell al contexto político que la motivó. El pensamiento doble —y la correspondiente habla doble— no sirve sólo, o necesariamente, para que el de arriba acentúe su dominio sobre el de abajo. Sirve también, es más, sirve principalmente, para que la gente se engañe a sí misma. La circulación del habla doble tiende a ser horizontal, no vertical. Cuando se cultivan aspiraciones contradictorias, o se persiguen fines incompatibles, pero no se les quiere reconocer la condición de tales, se recurre al habla doble. A partir de aquí nos alejamos de Stalin y sus sosias, y entramos en territorio freudiano. La gramática de los sueños también es doble. Funde principios opuestos en imágenes polisémicas y absurdas. Cabría decir que la verdad es insoportable, o por lo menos incómoda, y que los hombres corrientes intentan soportar el agobio viviendo dormidos. O sea, rodeándose de los camuflajes, de los trampantojos, de un lenguaje mendaz. Localicen el estilo, y descubrirán el hilo de Ariadna por donde se sale del laberinto de ciertas perplejidades. La fórmula usada por la ministra evoca la afición a los retruécanos del presidente, lo mismo cuando habla del proceso de paz, que de la energía nuclear, que de un montón de asuntos más. No creo que el presidente sea, meramente, un manipulador, que también. Sospecho que la presa mental del presidente sobre la realidad exterior es insegura, inestable, fantasmagórica. Zapatero no quiere herirse contra las cosas, tan aristadas. Y se las disimula mediante sortilegios verbales. El propio ministerio de la Vivienda es una especie de sortilegio, de ensalmo impreso en el BOE. En ese ministerio onírico, sin presupuesto, sin atribuciones, la ministra sueña también, y empalma palabras ligeras y que parecen hechas de éter. Todo encaja. O casi, porque la palabra “encajar” es dura, contundente, y el puzzle, aquí, se compone de niebla. Pónganse a encajar dos piezas de niebla. Advertirán que el intento irreal postula ya que estamos soñando.Se percibe, en el ambiente, una rara pesadez. ¿Qué nos pesa? No sé. Creo que los párpados.
jueves, 7 de diciembre de 2006
La nación de los intelectuales
EL PAÍS 07/12/06
PATXO UNZUETA
La nación de los intelectuales
El parlamento de Canadá aprobó la semana pasada una moción por la que la cámara "reconoce que los quebequeses forman una nación dentro de Canadá". Esa declaración fue interpretada por los nacionalistas vascos como un aval de sus propias posiciones: el Gobierno vasco, del plan Ibarretxe; Batasuna, de su propuesta de superación del conflicto mediante el reconocimiento del derecho a decidir. La moción fue una consecuencia indirecta de la aparición en el primer partido de la oposición, el Liberal (que había gobernado Canadá entre 1993 y enero pasado), de un sector partidario de reconocer a Quebec la condición de nación en un sentido sociológico y cultural.
Esto sorprendió bastante aquí, sobre todo porque entre los que defendían ese planteamiento figuraban dos intelectuales muy conocidos en España y especialmente críticos con el nacionalismo: Stéphane Dion, que pasó de la Universidad a la política para tener ocasión de poner en práctica sus teorías sobre la cuestión nacional y que, tras su nombramiento como ministro de Asuntos Intergubernamentales, fue el impulsor de la famosa Ley de Claridad, que puso orden al debate sobre la autodeterminación de Quebec; y Michael Ignatieff, ex profesor en Harvard y conocido sobre todo por su libro sobre los conflictos étnicos en la ex Yugoslavia (El honor del guerrero. Taurus, 1999). Ambos compitieron el pasado fin de semana por el liderazgo en el Partido Liberal, que celebraba congreso. Ganó Dion.
Este último estuvo hace un año en Zaragoza para presentar su libro La política de la claridad (Alianza, 2005). Era un momento marcado aquí por el debate sobre el Estatuto catalán, y le preguntaron si Quebec era una nación. Respondió que el problema no era el reconocimiento de la condición de nación sino la pretensión de dar a esa definición alcance jurídico y hacer derivar de ella derechos especiales, por encima de la Constitución, como el de autodeterminación. Esa es una diferencia con los planteamientos soberanistas de Ibarretxe o de Otegi. Tanto Dion como Ignatieff han sido reticentes al uso de ese principio: las demandas de autodeterminación deben resolverse dentro del marco estatal si ese marco es democrático y dispone de mecanismos de descentralización, opinaba Ignatieff en Los derechos humanos como política e idolatría (Paidós, 2003). Conviene sobre todo -añadía- evitar premiar demandas secesionistas apoyadas por el terrorismo, ya que supondrían entregar el poder a grupos sin credenciales democráticas. Para Dion, la autodeterminación para la secesión es uno de los actos que suscitan mayor división interna en una sociedad, por lo que aceptar sin más que sea un derecho plantea problemas morales: invita a los ciudadanos a romper sus lazos de solidaridad por afinidades étnicas o religiosas y de ahí su difícil compatibilidad con la democracia.
Otros intelectuales le dieron a Ibarretxe el embarque de que la resolución del Tribunal Supremo de Canadá demostraba que la autodeterminación no sólo es aplicable a países coloniales. Sin embargo, eso es lo que dicen los soberanistas quebequeses, no lo que se deduce de esa resolución: que excepto en situaciones coloniales o de abierta opresión nacional, la autodeterminación se realiza en el marco del Estado; y que en todo caso, la decisión no puede ser unilateral, de la parte que lo plantea, sino negociada con el resto. A lo que cabría añadir que en sociedades plurales y democráticas, en las que gran parte de la población no es independentista, hay soluciones, las autonómicas o federales, más satisfactorias (capaces de satisfacer a más personas) que las derivadas del expediente de autodeterminación, que fuerza a cada ciudadano a elegir patria en términos excluyentes.
Hasta los años 90 gran parte de los intelectuales españoles admitían la definición de Euskadi (y de Cataluña) como nación. Fue a partir del pacto de Lizarra (que identificaba tal definición con derecho unilateral a la separación) y del planteamiento implícito de condicionar la retirada de ETA al reconocimiento de ese derecho, cuando se produjo la retirada de esa posición hacia la estricta definición constitucional: hay una nación política, España, compuesta por nacionalidades y regiones. El intento de desbordar esos límites introduciendo el término nación en los Estatutos de algunas comunidades ha provocado en otras una dinámica de emulación que está banalizando ese concepto mediante fórmulas alambicadas y un tanto cómicas.
PATXO UNZUETA
La nación de los intelectuales
El parlamento de Canadá aprobó la semana pasada una moción por la que la cámara "reconoce que los quebequeses forman una nación dentro de Canadá". Esa declaración fue interpretada por los nacionalistas vascos como un aval de sus propias posiciones: el Gobierno vasco, del plan Ibarretxe; Batasuna, de su propuesta de superación del conflicto mediante el reconocimiento del derecho a decidir. La moción fue una consecuencia indirecta de la aparición en el primer partido de la oposición, el Liberal (que había gobernado Canadá entre 1993 y enero pasado), de un sector partidario de reconocer a Quebec la condición de nación en un sentido sociológico y cultural.
Esto sorprendió bastante aquí, sobre todo porque entre los que defendían ese planteamiento figuraban dos intelectuales muy conocidos en España y especialmente críticos con el nacionalismo: Stéphane Dion, que pasó de la Universidad a la política para tener ocasión de poner en práctica sus teorías sobre la cuestión nacional y que, tras su nombramiento como ministro de Asuntos Intergubernamentales, fue el impulsor de la famosa Ley de Claridad, que puso orden al debate sobre la autodeterminación de Quebec; y Michael Ignatieff, ex profesor en Harvard y conocido sobre todo por su libro sobre los conflictos étnicos en la ex Yugoslavia (El honor del guerrero. Taurus, 1999). Ambos compitieron el pasado fin de semana por el liderazgo en el Partido Liberal, que celebraba congreso. Ganó Dion.
Este último estuvo hace un año en Zaragoza para presentar su libro La política de la claridad (Alianza, 2005). Era un momento marcado aquí por el debate sobre el Estatuto catalán, y le preguntaron si Quebec era una nación. Respondió que el problema no era el reconocimiento de la condición de nación sino la pretensión de dar a esa definición alcance jurídico y hacer derivar de ella derechos especiales, por encima de la Constitución, como el de autodeterminación. Esa es una diferencia con los planteamientos soberanistas de Ibarretxe o de Otegi. Tanto Dion como Ignatieff han sido reticentes al uso de ese principio: las demandas de autodeterminación deben resolverse dentro del marco estatal si ese marco es democrático y dispone de mecanismos de descentralización, opinaba Ignatieff en Los derechos humanos como política e idolatría (Paidós, 2003). Conviene sobre todo -añadía- evitar premiar demandas secesionistas apoyadas por el terrorismo, ya que supondrían entregar el poder a grupos sin credenciales democráticas. Para Dion, la autodeterminación para la secesión es uno de los actos que suscitan mayor división interna en una sociedad, por lo que aceptar sin más que sea un derecho plantea problemas morales: invita a los ciudadanos a romper sus lazos de solidaridad por afinidades étnicas o religiosas y de ahí su difícil compatibilidad con la democracia.
Otros intelectuales le dieron a Ibarretxe el embarque de que la resolución del Tribunal Supremo de Canadá demostraba que la autodeterminación no sólo es aplicable a países coloniales. Sin embargo, eso es lo que dicen los soberanistas quebequeses, no lo que se deduce de esa resolución: que excepto en situaciones coloniales o de abierta opresión nacional, la autodeterminación se realiza en el marco del Estado; y que en todo caso, la decisión no puede ser unilateral, de la parte que lo plantea, sino negociada con el resto. A lo que cabría añadir que en sociedades plurales y democráticas, en las que gran parte de la población no es independentista, hay soluciones, las autonómicas o federales, más satisfactorias (capaces de satisfacer a más personas) que las derivadas del expediente de autodeterminación, que fuerza a cada ciudadano a elegir patria en términos excluyentes.
Hasta los años 90 gran parte de los intelectuales españoles admitían la definición de Euskadi (y de Cataluña) como nación. Fue a partir del pacto de Lizarra (que identificaba tal definición con derecho unilateral a la separación) y del planteamiento implícito de condicionar la retirada de ETA al reconocimiento de ese derecho, cuando se produjo la retirada de esa posición hacia la estricta definición constitucional: hay una nación política, España, compuesta por nacionalidades y regiones. El intento de desbordar esos límites introduciendo el término nación en los Estatutos de algunas comunidades ha provocado en otras una dinámica de emulación que está banalizando ese concepto mediante fórmulas alambicadas y un tanto cómicas.
miércoles, 6 de diciembre de 2006
Un brindis por la señora Roosevelt
ABC 05/12/06
"La Declaración nos puede llevar a la madurez del liberalismo, pero no así como así. La situación actual es especialmente aviesa, por cuanto abundan los liberales a medias, así como las eminencias grises que, como antaño, usan los principios liberales para disimular apetencias de la peor especie."
Por Manuel Penella
Un brindis por la señora Roosevelt
LA Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948. Me pregunto si celebraremos o no el aniversario del bello documento, pero estoy seguro de que lo vamos a necesitar si queremos salir bien librados del atolladero en que nos estamos metiendo.
A la salida de la Segunda Guerra Mundial, cuando era moralmente ineludible proteger a la humanidad contra los males que la habían provocado, hacía mucha falta esta Declaración. Pero todo indica que nos habríamos tenido que contentar con un texto de circunstancias, incoloro y huero, de no mediar la decidida intervención de la señora Eleanore Roosevelt. Ella sabía lo que quería y, en gran medida, se la debemos. Y hoy me parece evidente que, sin las luces de esta Declaración Universal, la «globalización» que está en marcha sólo puede conducirnos a un mundo bastante tétrico.
La Declaración es un fruto del dolor y de la reflexión y es también un anticipo de lo que podría llegar a ofrecernos un liberalismo maduro, digno del porvenir. Sus considerandos iniciales resuenan todavía hoy -vamos con mucho retraso- como severos aldabonazos en la conciencia: todos los miembros de la familia humana, sin distinción de sexo, de cualquier religión o color, tienen derechos iguales e inalienables, y se nos invita a trabajar pacíficamente por un mundo en el cual se vean liberados del temor y de la miseria, como corresponde a su dignidad intrínseca, por un mundo, se puntualiza, en el que «nadie se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».
En este texto, la modernidad y el liberalismo dieron su nota más alta, la más noble y prometedora. Cualquier persona de buena voluntad, venga de la izquierda o de la derecha, se sienta heredera de antiguas tradiciones religiosas, de la Ilustración o del socialismo en su versión no termítica, lo puede hacer suyo. Y dado que nos vemos forzados a cohabitar positivamente en un planeta pequeño, con buenos motivos. No perdamos la esperanza. Porque el grueso de la humanidad está completamente de acuerdo con las exigencias enunciadas en esta memorable Declaración. La largamente cultivada creencia de que somos hijos de Dios, y por lo tanto hermanos, reaparece aquí en una depurada versión laica, ya imposible de burlar sin caer en la barbarie.
Tenemos que agradecerle a Eleanore Roosevelt que se mantuviese tercamente fiel a los principios, sin dejarse obnubilar por el propósito de alcanzar una aprobación unánime. Valía la pena y logró salirse con la suya: la Declaración contó con el respaldo de la mayoría de los Estados representados en la Asamblea General, y cabe hablar, por lo tanto, de una declaración de la humanidad. Sólo siete países se opusieron: los cinco que dependían de Stalin, la Suráfrica del apartheid, empeñada en la defensa de los privilegios de la minoría blanca, y Arabia Saudí, empeñada en mantener a la mujer por debajo del hombre...
La Declaración es muy exigente y haríamos mal en caer en uno de esos trances de autocomplacencia a los que somos tan dados los liberales. Es cierto que nuestra civilización, cargada de sabiduría y de buenos propósitos, la ha producido, a la salida de una hecatombe. Pero más nos vale reconocer que no estamos a su altura. Millones de seres humanos viven atenazados por el miedo y la miseria, y es de muy mal gusto presumir de superioridad moral ante tan turbadora evidencia. La Declaración se asienta, toda ella, sobre principios liberales, en teoría muy convincentes y de aplicación ecuménica, pero, antes de presumir, hay que estar a la altura de ellos en la práctica.
La Declaración nos puede llevar a la madurez del liberalismo, pero no así como así. La situación actual es especialmente aviesa, por cuanto abundan los liberales a medias, así como las eminencias grises que, como antaño, usan los principios liberales para disimular apetencias de la peor especie. Por desgracia, los liberales no tenemos una hoja de servicios a la humanidad lo suficientemente limpia. No por casualidad, el liberalismo se ha visto falto de credibilidad en horas decisivas. Los que en su día se alinearon detrás de Lenin, de Mussolini o de Hitler no esperaban nada positivo de la doctrina liberal, y lo mismo cabe decir de los jóvenes que tomaron al Che Guevara como modelo digno de imitación. ¿Repetiremos los viejos errores?
Es imposible atraer hacia el liberalismo a nadie por medio de actos de rapiña o de bombardeos preventivos, inteligentes o, como se los ha llamado, «humanitarios». Y ya pasó el tiempo en que se podía ser liberal en casa y antiliberal en los espacios coloniales. Churchill, un liberal ejemplar en la Cámara de los Comunes, dejaba de serlo en cuanto se abismaba en la contemplacion del globo terráqueo (de allí que fuese un displicente admirador de Mussolini y un ferviente partidario del uso de gas venenoso contra las «tribus incivilizadas»). Hubo grandes liberales que, en cuanto sintieron amenazada su forma de vida, se olvidaron de sus altos valores, entregándose al dictador de turno. Piénsese en Croce votando a favor de Mussolini. Y hoy mismo abundan los liberales dispuestos a consentir una especie de GAL planetario, es decir, dispuestos -como muchos alemanes de los tiempos de la República de Weimar- a que se alumbre bajo sus ojos un peligroso Estado dual, liberal por un lado y no liberal por el otro. Con este tipo de duplicidades no iremos a ninguna parte, como bien sabía la señora Eleanore Roosevelt, nunca contaminada por el genio de su maquiavélico marido. Por eso brindaré por ella el próximo 10 de diciembre, en busca de renovada fe en la humanidad.
"La Declaración nos puede llevar a la madurez del liberalismo, pero no así como así. La situación actual es especialmente aviesa, por cuanto abundan los liberales a medias, así como las eminencias grises que, como antaño, usan los principios liberales para disimular apetencias de la peor especie."
Por Manuel Penella
Un brindis por la señora Roosevelt
LA Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948. Me pregunto si celebraremos o no el aniversario del bello documento, pero estoy seguro de que lo vamos a necesitar si queremos salir bien librados del atolladero en que nos estamos metiendo.
A la salida de la Segunda Guerra Mundial, cuando era moralmente ineludible proteger a la humanidad contra los males que la habían provocado, hacía mucha falta esta Declaración. Pero todo indica que nos habríamos tenido que contentar con un texto de circunstancias, incoloro y huero, de no mediar la decidida intervención de la señora Eleanore Roosevelt. Ella sabía lo que quería y, en gran medida, se la debemos. Y hoy me parece evidente que, sin las luces de esta Declaración Universal, la «globalización» que está en marcha sólo puede conducirnos a un mundo bastante tétrico.
La Declaración es un fruto del dolor y de la reflexión y es también un anticipo de lo que podría llegar a ofrecernos un liberalismo maduro, digno del porvenir. Sus considerandos iniciales resuenan todavía hoy -vamos con mucho retraso- como severos aldabonazos en la conciencia: todos los miembros de la familia humana, sin distinción de sexo, de cualquier religión o color, tienen derechos iguales e inalienables, y se nos invita a trabajar pacíficamente por un mundo en el cual se vean liberados del temor y de la miseria, como corresponde a su dignidad intrínseca, por un mundo, se puntualiza, en el que «nadie se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».
En este texto, la modernidad y el liberalismo dieron su nota más alta, la más noble y prometedora. Cualquier persona de buena voluntad, venga de la izquierda o de la derecha, se sienta heredera de antiguas tradiciones religiosas, de la Ilustración o del socialismo en su versión no termítica, lo puede hacer suyo. Y dado que nos vemos forzados a cohabitar positivamente en un planeta pequeño, con buenos motivos. No perdamos la esperanza. Porque el grueso de la humanidad está completamente de acuerdo con las exigencias enunciadas en esta memorable Declaración. La largamente cultivada creencia de que somos hijos de Dios, y por lo tanto hermanos, reaparece aquí en una depurada versión laica, ya imposible de burlar sin caer en la barbarie.
Tenemos que agradecerle a Eleanore Roosevelt que se mantuviese tercamente fiel a los principios, sin dejarse obnubilar por el propósito de alcanzar una aprobación unánime. Valía la pena y logró salirse con la suya: la Declaración contó con el respaldo de la mayoría de los Estados representados en la Asamblea General, y cabe hablar, por lo tanto, de una declaración de la humanidad. Sólo siete países se opusieron: los cinco que dependían de Stalin, la Suráfrica del apartheid, empeñada en la defensa de los privilegios de la minoría blanca, y Arabia Saudí, empeñada en mantener a la mujer por debajo del hombre...
La Declaración es muy exigente y haríamos mal en caer en uno de esos trances de autocomplacencia a los que somos tan dados los liberales. Es cierto que nuestra civilización, cargada de sabiduría y de buenos propósitos, la ha producido, a la salida de una hecatombe. Pero más nos vale reconocer que no estamos a su altura. Millones de seres humanos viven atenazados por el miedo y la miseria, y es de muy mal gusto presumir de superioridad moral ante tan turbadora evidencia. La Declaración se asienta, toda ella, sobre principios liberales, en teoría muy convincentes y de aplicación ecuménica, pero, antes de presumir, hay que estar a la altura de ellos en la práctica.
La Declaración nos puede llevar a la madurez del liberalismo, pero no así como así. La situación actual es especialmente aviesa, por cuanto abundan los liberales a medias, así como las eminencias grises que, como antaño, usan los principios liberales para disimular apetencias de la peor especie. Por desgracia, los liberales no tenemos una hoja de servicios a la humanidad lo suficientemente limpia. No por casualidad, el liberalismo se ha visto falto de credibilidad en horas decisivas. Los que en su día se alinearon detrás de Lenin, de Mussolini o de Hitler no esperaban nada positivo de la doctrina liberal, y lo mismo cabe decir de los jóvenes que tomaron al Che Guevara como modelo digno de imitación. ¿Repetiremos los viejos errores?
Es imposible atraer hacia el liberalismo a nadie por medio de actos de rapiña o de bombardeos preventivos, inteligentes o, como se los ha llamado, «humanitarios». Y ya pasó el tiempo en que se podía ser liberal en casa y antiliberal en los espacios coloniales. Churchill, un liberal ejemplar en la Cámara de los Comunes, dejaba de serlo en cuanto se abismaba en la contemplacion del globo terráqueo (de allí que fuese un displicente admirador de Mussolini y un ferviente partidario del uso de gas venenoso contra las «tribus incivilizadas»). Hubo grandes liberales que, en cuanto sintieron amenazada su forma de vida, se olvidaron de sus altos valores, entregándose al dictador de turno. Piénsese en Croce votando a favor de Mussolini. Y hoy mismo abundan los liberales dispuestos a consentir una especie de GAL planetario, es decir, dispuestos -como muchos alemanes de los tiempos de la República de Weimar- a que se alumbre bajo sus ojos un peligroso Estado dual, liberal por un lado y no liberal por el otro. Con este tipo de duplicidades no iremos a ninguna parte, como bien sabía la señora Eleanore Roosevelt, nunca contaminada por el genio de su maquiavélico marido. Por eso brindaré por ella el próximo 10 de diciembre, en busca de renovada fe en la humanidad.
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