viernes, 29 de septiembre de 2006

Unas gotas de psicoanálisis

ABC 28/09/06

Por ÁLVARO DELGADO-GAL
... Los hijos y nietos del 68, en fin, han abordado los dos problemas máximos de la España actual, que son el territorio y la inmigración, en un estado de confusión mental absoluto. Y esta confusión ha dimanado de una fuente común: no darse cuenta de lo que es una nación moderna...

Unas gotas de psicoanálisis
TODO el mundo ha oído, allá por los ochenta o noventa, en un taxi camino del aeropuerto o como música de fondo en unos grandes almacenes, una canción que a cuatro voces entonaban Ana Belén, Serrat, Miguel Ríos y Víctor Manuel. En la pieza se hablaba de barbukas, mezquitas, y otras bellezas transfronterizas. Y luego se repetía el estribillo que sigue: «Contamíname, mézclate conmigo/ que bajo mi rama tendrás abrigo». La canción no es azarosa. Resume, eficazmente, las nociones dominantes que a la sazón cultivaba la izquierda sobre el fenómeno migratorio, muy incipiente todavía. El segundo verso insinúa que el tamaño de España es infinito: no hay muchedumbre, no hay suma de gentes, que el país no pueda acoger bajo su fronda generosa. El hemistiquio final del primer verso exalta las virtudes del mestizaje. Y el anterior lo mismo, aunque en términos más bien desafiantes. Las connotaciones de «contaminar» son, de hecho, negativas. Contaminar, según el D.R.A.E., equivale a «Alterar, dañar alguna sustancia la pureza o el estado de alguna cosa». En el medio en que se movían los cuatros bardos, el verbo encerraba, sin embargo, un matiz positivo. Retrocedamos cuatro siglos y volvamos a los tiempos de Cervantes. En el capítulo LXV de la Segunda Parte de Don Quijote, declara el morisco Ricote, víctima anuente del decreto de expulsión de Felipe III: «(...) con el gran don Bernardino de Velasco, conde de Salazar, a quien dio Su Majestad cargo de nuestra expulsión, no valen ruegos, no promesas, no dádivas, no lástimas; porque aunque es verdad que él mezcla la misericordia con la justicia, como él ve que todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado (cursivas mías) y podrido, usa con él antes el cauterio que abrasa...».
No creo que Ana Belén o Miguel Ríos estuvieran polemizando con Cervantes. Pero sí con la España católica y una que se asociaba a Franco, y por simpatía o contigüidad, a la derecha. Esa España, o mejor, su caricatura, concentró sobre sí las fobias de la izquierda. Urgía diluir en ácido lustral el pesado bloque de granito español, la dura materia con que se había edificado el monasterio de El Escorial o tallado el rodillo que serviría para aplastar, a lo largo de centurias ingratas, a los disidentes y marginales y a los espíritus libres en general. La España reivindicada por don Marcelino Menéndez Pelayo, calificada despectivamente de «eterna» o «reaccionaria», constituyó el punto de referencia por el que se definieron, por antífrasis, los muchachos del 68. Una muchachada que no tuvo oportunidad, conviene señalarlo, de celebrar el 68. La resistencia al régimen, por esas calendas, corría a cargo del Partido Comunista, sujeto a una disciplina militar. No, no tuvimos nuestro 68 hasta diez años más adelante. Pero ésta es otra historia. La canción, devuelta a su contexto, se preña de sentido y ayuda a explicarse retrospectivamente cosas misteriosas o irregulares.
Por ejemplo: que el anhelo de un Pentescostés cultural y étnico, todavía presente, por inercia, en muchos discursos estrictamente contemporáneos, no excluyera, en ambientes de izquierda, el compadreo sentimental con los nacionalistas, volcados hacia el pulimentado y acrisolamiento de sus rodales respectivos. Detrás de la contradicción está quizá el hecho de que en el inconsciente colectivo -y asimismo en la gramática- dos negaciones operan como una afirmación. El «no» a la España una, se convirtió en un «sí» a la España múltiple, por las bravas y de corrido. ¿Se han acabado las contradicciones? Pas encore, que diría un afrancesado.
La España una, trabajada primero por la Monarquía absoluta y promovida más tarde por el Estado liberal, no suprimió sólo fueros y privilegios, sino que echó las bases de la ciudadanía universal y de los sistemas de redistribución que le son anejos. Hizo posible, en una palabra, el Estado social, inseparable de cualquier concepción de izquierdas reconocible como tal. La izquierda no reparó en el detalle, o ha comenzado a hacerlo demasiado tarde. Y en su afán por enmendarle la plana, no sólo al déspota, sino a los jirones de historia que el déspota había recibido, y que no eran invento suyo sino herencia de todos los españoles, dio un salto hacia atrás que pasaba por encima de los siglos modernos y nos retrotraía, más allá incluso del austracismo, a los tiempos medievales. Se aprecia en la visión que del multiculturalismo todavía cultivaban los biempensantes hace tres o cuatro años. ¡Tres o cuatro años nada más!
El multiculturalismo a la española consistió en rehabilitar el Toledo de las tres culturas. O sea, la España en figura de losanges en que convivían cristianos, árabes y judíos. ¿Convivían felizmente cristianos, árabes y judíos? No muy felizmente. Pero sí, convivían. No lo hicieron sin embargo, y aquí reside lo decisivo, en igualdad de derechos. La propia noción de «igualdad de derechos» era aún ininteligible, lo mismo en Toledo que en Córdoba o en Roma. La confesión religiosa determinaba profesiones, estilos suntuarios, y grados de participación en el poder. Confundir la diversidad medieval con la heterogeneidad de costumbres y códigos que la inmigración trae consigo, implica no haber comprendido nada. La diversidad, en el siglo XI, conformaba a la sociedad desde dentro, como lo siguió haciendo en el Imperio Otomano hasta el advenimiento del XX. No constituía un factor de desorden sino de orden, puesto que las sociedades estaban basadas en la desigualdad. Esa misma diversidad, instilada en sociedades democráticas e igualitarias, entraña por contra un reto que sólo últimamente, y con dificultades, empezamos a comprender.
Los hijos y nietos del 68, en fin, han abordado los dos problemas máximos de la España actual, que son el territorio y la inmigración, en un estado de confusión mental absoluto. Y esta confusión ha dimanado de una fuente común: no darse cuenta de lo que es una nación moderna. Se constata, con amargura, el daño enorme que no sólo mientras duran, sino también luego, en diferido, infligen las dictaduras. Los que oprimen no piensan, y los oprimidos pierden la noción de la realidad. Dio la sensación en los setenta de que habíamos logrado los españoles superar el síndrome fatal. Pudo haber sido, sin embargo, un espejismo.
No quiere ello decir que la izquierda haya sido la causante del problema migratorio. La izquierda no es culpable del gradiente de pobreza que atrae a muchos necesitados hacia nuestras fronteras. Ni de nuestra bajísima tasa de natalidad. La emigración, además, empezó a adquirir proporciones desmesuradas cuando los populares estaban en el poder. El PSOE se dedicó a decir sobre todo tonterías, bien es cierto. Pero la demagogia es relativamente disculpable cuando se está en la oposición. Lo que no es discutible, es que el gobierno Zapatero tomó el timón en las manos con la cabeza convertida en una leonera. Y que Caldera añadió, a la oscuridad de ideas, dosis notables de oportunismo. Mejorar las cifras dela S.S. bien vale una misa... durante un rato. Luego se pide ayuda a la policía, o sea, al ministro de Interior. De «Contamíname», al guardia de la porra: para dar ese salto, se necesita pértiga.

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