lunes, 4 de septiembre de 2006

Lecciones de la Historia

Expansión 04/09/06

Tom Burns Marañón

Lecciones de la Historia
Hace bastantes más años de los que quisiera recordar cuando andaba yo muy desorientado porque comenzaba a estudiar Historia en Oxford, el futuro catedrático José Varela Ortega entró con prisas en la habitación de mi college, habitación que daba a un magnífico claustro medieval, diciendo que tenía que acompañarle en aquel mismo instante. Corriendo a través del claustro detrás de él, me enteré de que me llevaba a una clase magistral que dentro de pocos minutos iba a comenzar a impartir Karl Popper, personaje que yo desconocía por completo en aquel entonces.
Varela Ortega, mayor que yo y cuya amistad había heredado de padres y abuelos, estaba finalizando una tesis sobre la política de la Restauración y fue, en cierta manera, mi Cicerón particular durante el inicial encontronazo que supuso entrar en el refinado ambiente académico de la antigua universidad. Me presentó en aquellos días a un compañero de doctorado, el también futuro catedrático Juan Pablo Fusi, que investigaba la política vasca del primer tercio del siglo XX y que, al igual que él, había llegado a Oxford para estudiar bajo la batuta del gran historiador que es Raymond Carr. Por razones que paso a explicar, he tenido tanto a Varela Ortega como a Fusi muy presentes en los días preparatorios del nuevo curso político. Aunque por motivos diametralmente opuestos, ya que ahora la sapiencia brilla por su ausencia, este nuevo curso me parece tan desconcertante como aquel comienzo universitario mío hace ya tantos años.Segunda República y CataluñaEl lunes pasado, en un curso en la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, escuché a Fusi hablar sobre la II República y Cataluña, y concretamente sobre Manuel Azaña y el Estatut de 1932. Conozco el memorial de agravios que Azaña dejó de testamento, en su Diario y en La Velada de Benicarló, contra la Generalitat y los catalanes. Se sintió traicionado en toda regla. Sin embargo, no había caído en la cuenta de que Azaña conoció Cataluña muy tardíamente al viajar en 1930 a Barcelona en compañía de otros intelectuales castellanos en un encuentro propiciado por el Ateneo madrileño y el Ateneu de la Ciudad Condal. En esta excursión, repleta de banquetes, discursos y ofrendas florales, Azaña quedó poco menos que embrujado por el hecho diferencial, la personalidad, historia, lengua y cultura de Cataluña, que, dentro del entusiasmo generalizado de esas jornadas hermanamiento, le servía en bandeja el nacionalismo catalán. Tampoco sabía hasta qué punto Azaña puso “toda la carne en el asador”, en expresión de Fusi, para convencer a sus correligionarios de Izquierda Republicana y a sus aliados del PSOE para conseguir la aprobación del Estatut. Azaña quería a toda costa contar con los nacionalistas catalanes para su proyecto republicano.De Azaña, y concretamente del sectarismo de sus pares en la II República y de la intransigencia de todos ellos –intransigencia que, según Azaña, sería el “síntoma de la honradez”–, ha escrito estos días pasados el profesor Varela Ortega en tres importantes artículos que publicó sucesivamente un diario nacional. Varela Ortega reivindica la Transición Política del postfranquismo como ejemplo de concordia, de estilo civilizado de transacción y voluntad de pacto y lo contrasta con el sectarismo de quienes crearon un régimen sólo para republicanos. “Contrariamente a lo que hoy se sostiene,” escribe, “nuestra democracia actual no tiene como modelo originario la II República. Más bien la tiene como contra-modelo.” La voluntad de pacto fue el ADN de quienes nacieron entre los pronunciamientos y las carlistadas y el sexenio revolucionario de la época isabelina del XIX; sus líderes, Cánovas y Sagasta, hombres forjados en el liberalismo parlamentario, acordaron el turno pacífico como piedra angular de la Restauración. El pactismo fue denostado como pasteleo por la intransigente generación del 14, que fue la de Azaña, pero fue de nuevo la seña de identidad para la generación de la Transición, una generación criada, una vez más, entre el fracaso de la convivencia nacional y la ausencia de libertad. Hoy, de nuevo, el pactismo es políticamente incorrecto y, sectariamente, se retrata la Transición como un tiempo de claudicación y de miedo. Las reflexiones de estos dos ilustres historiadores son útiles para encarar el nuevo curso político. Es útil, por ejemplo, a la semana de una Diada que promete ser esperpéntica por radical, tener presente que el nacionalismo catalán no comparte agenda con el buenismo de Zapatero al igual que no la compartió con el regeneracionismo nacional de Azaña. En este nuevo curso toca el soberanismo de Ibarretxe y es útil recordar que, en este caso sí, Azaña tuvo un desprecio olímpico por los nacionalistas vascos.Por encima de todo, es necesario ser consciente de la amargura de tanto prohombre de la II República, la del mismo Azaña, cuando en la derrota y en el exilio reconocieron los errores de su intransigencia, de su sectarismo y su exclusivismo, y, por qué no decirlo, de su buenismo, enfermedad propia de dogmáticos inocentones. Confieso que el nuevo curso político me llena de desconcierto. Habrá que tomar vitaminas: releer La sociedad abierta y sus enemigos de Popper, cosa que hice al día siguiente de escucharle, gracias a Varela Ortega, hace tantos años, y a otros clásicos liberales… y mucha historia.

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