La Gaceta de los Negocios 2007/02/15
La esperanza, es que el 11-M deje de ser utilizado como un instrumento de recíproca deslegitimación
Álvaro Delgado-Gal
Tranquilidad y buenos alimentos
Concluida la instrucción, comienza el juicio sobre el 11-M, propiamente dicho. En la experiencia política, rige un principio parecido al que teorizó Freud para la vida síquica: las verdades no reconocidas por el sujeto consciente subsisten como represiones y producen patologías varias. En rigor, no sabemos qué sucedió el 11-M, ni un sumario imperfectamente instruido nos ha ayudado a averiguarlo. La conciencia pública se ha polarizado en torno de una serie de cuestiones inquietantes, y de lectura no fácil. Enumeremos algunos de los elementos que parecen menos discutibles:
1) El atentado contribuyó a la victoria del PSOE. El mecanismo por el que esto tuvo lugar está perfectamente filiado por los expertos en demoscopia. Los socialistas ganan cuando su electorado se moviliza: la mala gestión de la crisis por el Gobierno, la asociación del atentado con la causa irakí, y la terrible campaña desarrollada por el Partido Socialista contra el Popular entre el 11 y 14 de marzo, invirtieron el signo del sufragio, o, al menos, deshicieron un empate.
2) Hubo servicios de inteligencia que conectaron con el Partido Socialista a espaldas del Ministerio del Interior. Entra dentro de lo muy probable que, además, suministraran información falsa al Gobierno.
3) Algunos de los elementos más activos en estas labores subterráneas fueron promovidos poco después por la nueva Administración.
4) La Comisión de Investigación encargada de estudiar los hechos en el Congreso no sólo fue inútil, sino contraproducente. Uno de los depositantes llegó a reconocer que había redactado su declaración en Gobelas. De modo inexplicable a mi entender, no se concedió a este hecho la dimensión escandalosa que objetivamente tenía.
5) Se ha verificado una muerte en cadena de testigos. La proximidad de muchos de los imputados a la policía, añadida al hecho de que ni las trazas de los que siguen vivos, ni su condición social, encajan del todo con la pericia técnica que la comisión del atentado parece presuponer, ha desatado toda suerte de especulaciones. Los enemigos del Gobierno se han valido de todo esto para insinuar, o temerariamente afirmar, una complicidad de los servicios de seguridad prosocialistas con el atentado.
Los amigos del Gobierno han replicado que la derecha no acepta el resultado de las elecciones cuando éstas le son adversas, abundando en la tesis de que el PP no consigue desprenderse de sus adherencias franquistas. Este agrietamiento, de consecuencias potencialmente nefastas, se ha acentuado por obra de la política agresiva del presidente. Varios millones de españoles, unos de izquierda, otros de derecha, cultivan en este instante nociones atroces sobre la honorabilidad del rival. El país, en fin, está dividido, y esto no es una broma.
El juicio que ahora se inicia suscita una pregunta e impulsa una esperanza. La pregunta, es si llegarán a determinarse hechos que todas las partes reconozcan sin reticencias ni reservas. La esperanza, es que el 11-M deje de ser utilizado como un instrumento de recíproca deslegitimación. La pregunta, y la concomitante esperanza, se encuentran, obviamente, vinculadas entre sí. Si los hechos son contundentes, habrá menos pretextos para apoyarse en ellos con el fin de desautorizar sin fundamento al interlocutor político.
Sospecho que sería imprudente esperar novedades dramáticas, o estupendas revelaciones. Y temo que los mal dispuestos seguirán encontrando razones para no cambiar de actitud. Valga, por lo menos, el siguiente recordatorio: la llamada “verdad judicial” no equivale a la verdad a secas. Los señores togados alcanzan conclusiones y emiten veredictos siguiendo procedimientos altamente ritualizados. El fin de la justicia no consiste en esclarecer, meramente, los hechos, sino en determinar si alguien es culpable a la luz de la evidencia acumulada con arreglo a las garantías que prevé la ley. Dar a cada uno, sin más, lo que se merece, es una tarea más propia del Llanero Solitario que de un servidor del Derecho en un Estado constitucional.
Los partidos, al revés que los ciudadanos normales, están obligados a resolver ciertas dudas sin subrogarse en el fallo de los tribunales. La razón reside en que los partidos, en principio, no son sólo depositarios de intereses particulares, sino del interés público. Su altísimo ministerio exige que inspiren una confianza que no se puede obtener sólo de los trámites de la ley, excogitada para que el inocente no sea injustamente condenado, más que para asegurar que el culpable arrostre los costes de su delito. Hasta la fecha, los partidos no han estado a la altura de su cometido. La Comisión, como se ha dicho, fue un desastre. ¿Qué deberían hacer los partidos ahora? Primero, ser discretos a lo largo del juicio. Dos, no sacar los pies del tiesto si, por ventura, se levantan algunas piedras y sale corriendo, por debajo, un escorpión.
jueves, 15 de febrero de 2007
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