Expansión 03/07/06
Francisco Cabrillo
Tonterías económicas
Decían los clásicos que el número de tontos es infinito. Si el autor de la famosa frase hubiera tenido la oportunidad de leer o escuchar las bobadas que se dicen en los medios de comunicación de los primeros años del siglo XXI, cuando se hace referencia a cuestiones relacionadas con la economía, se habría sentido reforzado, sin duda, en su poco edificante idea.
A lo largo de más de treinta años de ejercicio profesional he dado muchas vueltas a este tema. Y, aunque no he llegado a una explicación definitiva –seguramente imposible de formular–, creo que estas innumerables tonterías tienen su origen en dos causas; la primera, que la gente razona mal porque entender el funcionamiento de los mercados, aunque parezca relativamente sencillo, plantea dificultades de las que a menudo no somos conscientes quienes nos dedicamos a este oficio. La segunda, que mucha gente siente animadversión hacia los principios de la economía de mercado que, en determinados casos, llega a convertirse en un odio irracional, sobre el que tendrían más que decir los psiquiatras que los economistas.
La combinación de estos dos factores puede llegar a ser explosiva. Con frecuencia, un ciudadano bienpensante parte de un prejuicio antiliberal y su incapacidad de llevar a cabo un razonamiento correcto lo confirma en su idea original. Y esto ocurre con todo tipo de personas. Hagan ustedes una prueba. Pregunten al taxista, al camarero del bar o a su tía Benita qué piensan, por ejemplo, del traslado de fábricas a países en vías de desarrollo o de la importación de ropa china en España.
Lo más probable es que les parezca muy mal que se ‘pierdan’ puestos de trabajo en nuestro país y le digan que no tiene sentido traer de fuera cosas que se pueden producir aquí. Pero, al mismo tiempo, todos procurarán comprar los productos que tengan una mejor relación calidad-precio y ninguno hará ascos a las prendas de confección china que pueden adquirirse en nuestras tiendas. Naturalmente, si lo que ocurre es lo contrario –empresas extranjeras que se establecen en España o empresas de nuestro país que venden sus productos en el exterior–, les parecerá muy bien.
No dejarán de criticar la injusta distribución de la renta en el mundo y de defender las ayudas a los países más atrasados, pero se opondrán a las medidas más eficaces para garantizar su desarrollo.
Carlos Rodríguez Braun ha dedicado un libro entero (Tonterías económicas, ed. Lid, 2006) a analizar muchos de estos absurdos; y, si hubiera querido ser exhaustivo, habría necesitado, ciertamente, muchas más páginas. La obra merece una lectura tranquila. Pero, una vez finalizada, recomiendo al lector que haga el mismo ejercicio que ha realizado nuestro autor durante varios años. Asómese cada mañana a la prensa, la radio o la televisión e intente valorar las opiniones sobre temas económicos que en estos medios defiende todo tipo de personas. Verá cómo lo que en el libro podrían parecer situaciones excepcionales, fruto de un mal momento de la persona a la que se critica, es la realidad nuestra de cada día.
Un fenómeno llamativo es que, en este inmenso grupo de gente que razona mal y dice tonterías, ocupa un lugar destacado eso que suele llamarse el mundo de la cultura. Siempre me ha sorprendido la poquísima cultura que, al menos en España, tienen estos personajes. Pero incluso aquellos que superan la mediocridad dominante defienden, con frecuencia, ideas realmente peregrinas que son recibidas con complacencia –y a menudo con entusiasmo– por sus colegas y admiradores.
Muchos de estos hombres y mujeres de la cultura desempeñan un papel protagonista en el libro de Rodríguez Braun. Así, Goytisolo, Susan George, Saramago y tantos otros campan a sus anchas por la páginas de esta obra, critican las instituciones que les han permitido hacerse ricos, claman contra la globalización, abominan de casi todo lo que pueda relacionarse con Estados Unidos y defienden, sin pudor alguno, a cuanto dictador socialista comparta sus prejuicios contra la libertad económica.
Visión antiliberal
A todo ello estamos acostumbrados. Pero la pregunta más difícil de contestar es la siguiente: si no tuvieran esta visión antiliberal del mundo, ¿podríamos esperar que dedicarse a la literatura, por ejemplo, no implicara necesariamente analfabetismo en cuestiones económicas? En algunas épocas de la historia ocurrió esto. Y quien lea, por ejemplo, a algunos de los grandes novelistas del siglo XIX encontrará en sus obras una capacidad para entender el mundo que les rodea –instituciones económicas incluidas– muy superior a la de la gran mayoría de los escritores de hoy, para quienes una frase, un lugar común o un gesto teatral valen más que un esfuerzo por comprender aquello de lo que se está hablando.
Tal vez la vida real es demasiado prosaica para nuestros llamados intelectuales; a lo mejor son incapaces de soportar que una persona sin estudios, pero con instinto comercial, gane mucho más dinero que ellos; quizá tienen más acusada que otras personas la sensación de que el mundo no reconoce sus méritos.
Pero es posible también que para entender esas reglas en las que se basa la vida cotidiana de todos nosotros haga falta renunciar a esa “fatal arrogancia” de la que hablaba Hayek, consistente en creer que, desde el Gobierno, se puede dirigir con éxito la actividad económica de una nación. Y esto, seguramente, puede hacerlo mejor el tendero de la esquina que el intelectual afamado que vive, en buena medida, de las subvenciones públicas.
lunes, 3 de julio de 2006
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