lunes, 10 de julio de 2006

Reforma o derribo

El País 09/07/06

Ignacio Sotelo

Reforma o derribo
Para entender la situación tan nebulosa que estamos viviendo, importa ante todo no ofuscarse con lo que aparece en un primer plano, sin tomar en consideración el trasfondo en el que se inserta. La inevitable negociación con ETA acaparará por mucho tiempo la atención pública como si fuera la cuestión principal. La vía violenta hacia la independencia se ha desplomado por muy diferentes causas -la campaña internacional contra el terrorismo después del 11-S, la matanza del 11-M, los éxitos policiales por una mejor coordinación con Francia, la desarticulación de su aparato logístico y financiero, la ilegalización de Batasuna y un largo etcétera-, pero sobre todo porque ha dejado de contar con el apoyo social de que gozó en su día. Una vez que el nacionalismo independentista ha llegado al convencimiento de que el terrorismo se ha convertido en el mayor obstáculo para acercarse a sus metas, ETA ha perdido toda significación. El único riesgo en esta última fase es que arrancase concesiones, acudiendo al chantaje de que podría interrumpir el proceso, lo que está fuera de su alcance. El Gobierno, sin apresurarse, el tiempo trabaja a su favor, tiene la obligación de permanecer firme, aunque facilitando que llegue el final lo antes posible. En esta coyuntura, convendría que la opinión pública se mantuviese distante, a la vez que Gobierno y oposición practicaran una discreción que hasta ahora ha brillado por su ausencia. Si el fin de ETA seguro que se logra más bien antes que después, y tanto más rápido, cuanto menos sean los aspavientos, el mayor riesgo que corremos es que, tras la bambalina de las negociaciones, queden ocultos algunos de los graves problemas que se ciernen sobre nosotros. El que ahora más me preocupa es que sigamos obsesionados por el curso de las negociaciones desde intereses predominantemente partidarios, hasta ahora fuente de innumerables errores, cuya acumulación a la larga podría resultar catastrófica. Más que el fin definitivo de ETA, la polémica gira en torno al partido que lo consiga, que a su vez depende del cuándo, y sobre todo con qué consecuencias para los próximos procesos electorales. Únicamente en estos términos se entiende la agria polémica sobre la negociación con ETA, que ha puesto de relieve el mayor mal que aqueja a la política española: la voluntad de los ciudadanos ha quedado suplantada por la de los partidos. Aunque suene mal, y se señale con el dedo al que lo diga, el hecho es que más que una "democracia" -poder del pueblo- hemos construido una "partitocracia" -poder de los partidos- en manos de sus cúspides. Fue el precio que tuvimos que pagar por el tipo de transición que parecía menos traumática. Después de los largos decenios de dictadura, ante la ensalada de siglas, lo aceptamos como el mal menor que nos permitía al menos articular la sociedad en libertad y construir el Estado de las autonomías. Los partidos, no los ciudadanos, eligen a los que luego nos van a representar en el Parlamento. Y a través de unas Cortes que controlan los partidos, pero que se arrogan detentar la soberanía popular, han invadido incluso el Poder Judicial, de modo que el Ejecutivo dispone de los tres poderes del Estado. En efecto, la separación de poderes ha perdido toda vigencia en nuestro sistema y lo más embarazoso es que nadie la echa de menos. A la ciudadanía únicamente le queda la posibilidad de cambiar cada cuatro años la elite de un partido por la de otro. Un sistema electoral que pensamos que tendría un carácter provisional, imprescindible en un primer momento para consolidar una democracia incipiente, se ha convertido en definitivo, sin la menor posibilidad de que lo modifiquemos. En la historia política de España lo que más ha durado ha sido siempre lo provisional. Nuestro destino parece que ha sido el que los regímenes políticos, antes o después, terminen por caer, sin haber llevado a cabolas reformas que hubiesen sido necesarias para acomodarse a unas condiciones siempre cambiantes. Todo permanece intacto, hasta que el edificio un día se desploma. La distancia entre la clase política con sus intereses particulares -el principal, sobrevivir como clase- y la sociedad española, cada vez más heterogénea y dinámica, no ha hecho más que aumentar sin que nadie se dé por aludido. Las reyertas entre los partidos cansan cada vez más a mayor número de ciudadanos; los partidos y las instituciones pierden prestigio, y de nuevo asoma en el horizonte la vieja distinción entre la España real y la España oficial que caracterizó a la primera Restauración. La forma en que se ha desarrollado el nuevo Estatuto de Cataluña es ejemplar a este respecto: una contienda entre partidos, con una lectura exclusivamente partidaria, a la que ha dado la espalda una buena parte de la sociedad española. El que el proceso de reforma estatutario desemboque en un referéndum debiera ser algo consustancial, y no meramente la guinda democrática que se coloca cuando la tarta está cocinada. Otro sería el comportamiento de los partidos si la ley orgánica que regula las distintas modalidades de referéndum de 1980 hubiera establecido un quórum de participación de al menos el 50% de los electores inscritos en el censo. Pero nuestra clase política está acostumbrada a subirse al trapecio con la seguridad de que cae en la red, de modo que poco les afecta el comportamiento ciudadano. Se nos viene encima una racha de nuevos estatutos, que serán aprobados en referéndum con participación sensiblemente más baja que la obtenida en Cataluña. No tengan cuidado; lo único que no se reformará es la ley, exigiendo por lo menos para los referéndum constitucionales, es decir, aquellos que la Constitución obliga a celebrar, un quórum presentable. El sistema electoral es con todo el factor principal de la distancia creciente entre sociedad y clase política, al implicar un traspaso del poder originario de manos de los ciudadanos a las de los partidos. En principio, se llama proporcional, pero con la enorme desviación de haber constituido a la provincia en distrito electoral y limitar el número de diputados en el Congreso. (La aplicación de la regla d'Hondt es significativa sólo en este contexto). Si a ello se añade el sistema de "listas cerradas y bloqueadas", las personas elegidas dependen únicamente de los partidos que los han puesto en las listas en un lugar de salida, sin el menor contacto con los ciudadanos que han votado estas listas. Por mucho que la Constitución prohíba el "mandato imperativo", los elegidos representan a las cúspides de los partidos que los han colocado en la lista, y que los pueden quitar en las próximas elecciones, y de manera simbólica y sin relación directa pretenden representar a los ciudadanos que votaron su lista. El sistema electoral vigente implica una perversión del principio fundamental de representación que no sólo cuestiona el valor de nuestra democracia representativa, sino que tiene efectos dañinos en la relación fundamental entre los ciudadanos y sus representantes. Ahora bien, el sistema favorece de tal forma el poder de las elites partidarias que es impensable que éstas acepten una modificación sustancial. La fosa entre la España real y la España oficial seguirá aumentando. La primera Restauración duró medio siglo hasta que la derrumbó el golpe de Primo de Rivera. La segunda permanece ya 30 años, pero en este último tiempo se ha acelerado el distanciamiento de la ciudadanía de las instituciones, debido en buena parte a los conflictos que conlleva la organización política de los distintos territorios, cuestión que la Constitución ha dejado abierta sin posibilidad de cerrarla, a menos que se llevara a cabo una reforma a fondo, altamente improbable. Si la cuestión social - en último término, la incapacidad de integrar en el sistema político a la clase obrera naciente- hizo inviable la primera Restauración, la dinámica centrífuga que ampara la Constitución de 1978 podría ser la causa del final de la segunda. De los desaguisados que a la larga conlleva la tan admirada transición y su expresión jurídica en la Constitución nada tiene que ver el que se impusiera la "monarquía parlamentaria" como forma de Estado. Pero en este proceso de distanciamiento social creciente del actual régimen, muchos podrían llegar a sospechar que habría llegado la hora de sustituirla por la república. En la primera Restauración, la alternativa republicana fue cobrando fuerza según quedaba patente que el régimen era inmodificable. Como la segunda se muestra también irreformable, me temo que crezcan las expectativas republicanas como única alternativa de cambio. Y lo temo, porque esta vez no cabe entusiasmarse con la alternativa, conscientes de que los problemas planteados no se resolverían con el cambio de forma del Estado. Frente a lo que ha sido norma en nuestra historia, cambiar de régimen, en vez de reformarlo, confío en que esta vez hayamos aprendido de la historia y en vez de contribuir al derribo, seamos capaces de llevar a cabo las reformas necesarias. Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología

miércoles, 5 de julio de 2006

El Ejecutivo de centro-izquierda se enfrenta al corporativismo

EL PAÍS - Internacional 05/07/06

El documento aprobado por el Gobierno de Romano Prodi se titula Ciudadano consumidor y aspira a liberalizar, al menos en parte, algunos de los bastiones corporativistas que lastran la competitividad italiana y frenan el crecimiento. El taxi es sólo uno de los sectores afectados. Los farmacéuticos planean también una huelga general, y los comerciantes preparan un apagón de escaparates.Éstos son los puntos principales del plan de Prodi:
- Taxi. Los ayuntamientos concederán las nuevas licencias que consideren necesarias y los taxistas tendrán prioridad para adquirirlas, pero no podrán revenderlas y deberán contratar al menos a un empleado.
- Abogados. Desaparecerán las tarifas mínimas fijadas por el colegio profesional y se permitirá la publicidad.
- Notarios. Ya no será necesaria la firma de un notario (al menos 150 euros) para la compraventa de un coche o un ciclomotor de segunda mano.
- Farmacias. Los medicamentos con receta podrán venderse en el supermercado, en un área especial a cargo de un farmacéutico. Las farmacias dejarán de tener la exclusiva en una zona determinada, y ya no será posible dejarlas en herencia a hijos sin titulación.
- Seguros. Los agentes no tendrán que trabajar en exclusiva para una compañía.
- Banca. Los bancos no podrán cambiar de forma unilateral su contrato con el cliente y las comisiones (200 euros anuales como media) se verán drásticamente reducidas.
- Pan. Las panaderías dejarán de estar protegidas por una licencia especial similar a la de las farmacias, y la venta será libre.
- Comercio. Se suprimen las juntas locales que, conjugando burocracia y corrupción, conceden los permisos para abrir un negocio. Se liberalizan las rebajas y se suprimen las distancias mínimas entre comercios del mismo ramo.

lunes, 3 de julio de 2006

Tonterías económicas

Expansión 03/07/06

Francisco Cabrillo

Tonterías económicas
Decían los clásicos que el número de tontos es infinito. Si el autor de la famosa frase hubiera tenido la oportunidad de leer o escuchar las bobadas que se dicen en los medios de comunicación de los primeros años del siglo XXI, cuando se hace referencia a cuestiones relacionadas con la economía, se habría sentido reforzado, sin duda, en su poco edificante idea.
A lo largo de más de treinta años de ejercicio profesional he dado muchas vueltas a este tema. Y, aunque no he llegado a una explicación definitiva –seguramente imposible de formular–, creo que estas innumerables tonterías tienen su origen en dos causas; la primera, que la gente razona mal porque entender el funcionamiento de los mercados, aunque parezca relativamente sencillo, plantea dificultades de las que a menudo no somos conscientes quienes nos dedicamos a este oficio. La segunda, que mucha gente siente animadversión hacia los principios de la economía de mercado que, en determinados casos, llega a convertirse en un odio irracional, sobre el que tendrían más que decir los psiquiatras que los economistas.
La combinación de estos dos factores puede llegar a ser explosiva. Con frecuencia, un ciudadano bienpensante parte de un prejuicio antiliberal y su incapacidad de llevar a cabo un razonamiento correcto lo confirma en su idea original. Y esto ocurre con todo tipo de personas. Hagan ustedes una prueba. Pregunten al taxista, al camarero del bar o a su tía Benita qué piensan, por ejemplo, del traslado de fábricas a países en vías de desarrollo o de la importación de ropa china en España.
Lo más probable es que les parezca muy mal que se ‘pierdan’ puestos de trabajo en nuestro país y le digan que no tiene sentido traer de fuera cosas que se pueden producir aquí. Pero, al mismo tiempo, todos procurarán comprar los productos que tengan una mejor relación calidad-precio y ninguno hará ascos a las prendas de confección china que pueden adquirirse en nuestras tiendas. Naturalmente, si lo que ocurre es lo contrario –empresas extranjeras que se establecen en España o empresas de nuestro país que venden sus productos en el exterior–, les parecerá muy bien.
No dejarán de criticar la injusta distribución de la renta en el mundo y de defender las ayudas a los países más atrasados, pero se opondrán a las medidas más eficaces para garantizar su desarrollo.
Carlos Rodríguez Braun ha dedicado un libro entero (Tonterías económicas, ed. Lid, 2006) a analizar muchos de estos absurdos; y, si hubiera querido ser exhaustivo, habría necesitado, ciertamente, muchas más páginas. La obra merece una lectura tranquila. Pero, una vez finalizada, recomiendo al lector que haga el mismo ejercicio que ha realizado nuestro autor durante varios años. Asómese cada mañana a la prensa, la radio o la televisión e intente valorar las opiniones sobre temas económicos que en estos medios defiende todo tipo de personas. Verá cómo lo que en el libro podrían parecer situaciones excepcionales, fruto de un mal momento de la persona a la que se critica, es la realidad nuestra de cada día.
Un fenómeno llamativo es que, en este inmenso grupo de gente que razona mal y dice tonterías, ocupa un lugar destacado eso que suele llamarse el mundo de la cultura. Siempre me ha sorprendido la poquísima cultura que, al menos en España, tienen estos personajes. Pero incluso aquellos que superan la mediocridad dominante defienden, con frecuencia, ideas realmente peregrinas que son recibidas con complacencia –y a menudo con entusiasmo– por sus colegas y admiradores.
Muchos de estos hombres y mujeres de la cultura desempeñan un papel protagonista en el libro de Rodríguez Braun. Así, Goytisolo, Susan George, Saramago y tantos otros campan a sus anchas por la páginas de esta obra, critican las instituciones que les han permitido hacerse ricos, claman contra la globalización, abominan de casi todo lo que pueda relacionarse con Estados Unidos y defienden, sin pudor alguno, a cuanto dictador socialista comparta sus prejuicios contra la libertad económica.

Visión antiliberal
A todo ello estamos acostumbrados. Pero la pregunta más difícil de contestar es la siguiente: si no tuvieran esta visión antiliberal del mundo, ¿podríamos esperar que dedicarse a la literatura, por ejemplo, no implicara necesariamente analfabetismo en cuestiones económicas? En algunas épocas de la historia ocurrió esto. Y quien lea, por ejemplo, a algunos de los grandes novelistas del siglo XIX encontrará en sus obras una capacidad para entender el mundo que les rodea –instituciones económicas incluidas– muy superior a la de la gran mayoría de los escritores de hoy, para quienes una frase, un lugar común o un gesto teatral valen más que un esfuerzo por comprender aquello de lo que se está hablando.
Tal vez la vida real es demasiado prosaica para nuestros llamados intelectuales; a lo mejor son incapaces de soportar que una persona sin estudios, pero con instinto comercial, gane mucho más dinero que ellos; quizá tienen más acusada que otras personas la sensación de que el mundo no reconoce sus méritos.
Pero es posible también que para entender esas reglas en las que se basa la vida cotidiana de todos nosotros haga falta renunciar a esa “fatal arrogancia” de la que hablaba Hayek, consistente en creer que, desde el Gobierno, se puede dirigir con éxito la actividad económica de una nación. Y esto, seguramente, puede hacerlo mejor el tendero de la esquina que el intelectual afamado que vive, en buena medida, de las subvenciones públicas.

La herencia de Joska Fischer

ABC 02/07/06

ENRIQUE SERBETO

La herencia de Joska Fischer
Si me lo hubieran dicho hace dos años hubiera pensado que me tomaban el pelo. El rutilante ministro de Asuntos Exteriores alemán de la época de la guerra de Irak, el prototipo de la elegancia progresista, el gran dandi de la izquierda europea, el ilustre dirigente ecologista, el que en su juventud estuvo rozando el «romántico» terreno de las bombas contra el capitalismo devorador, el fustigador de la doctrina norteamericana de la guerra preventiva. Joska Fischer, ¿se acuerdan? Como ministro de Asuntos Exteriores del canciller socialdemócrata Gerhard Schroeder fue la cara más simpática del Gobierno, mantuvo al Partido Verde en lo más alto durante las dos legislaturas y cuando el canciller estaba en horas bajas, la izquierda se apoyaba en su figura, un verdadero puntal para mantener la independencia de Alemania frente a Washington.
Pues bien, todo era mentira. Fischer se retira de la política para siempre y se va a vivir a Estados Unidos. ¡Toma castaña! Eso si que es coherencia. Schroeder al menos no ha ocultado nunca que es un hombre sin escrúpulos. A partir de su retirada vive de lo que le paga Vladímir Putin, (egregio demócrata, dicho sea de paso) para que defienda sus intereses energéticos en Alemania, algo que antes era lo propio de la extrema izquierda, es decir, estar a sueldo de Moscú. Pero el gasoducto del Báltico no es el KGB y Schroeder tiene muchas necesidades, que por algo le llaman «el Audi» porque ya va por su cuarto anillo, y eso son muchas pensiones que pagar cada mes. Y además, se queda en Alemania que ahora que la gobierna Ángela Merkel empieza a salir del hoyo. Solo les falta ganar el mundial y con esa sobredosis de optimismo la canciller puede tener alguna oportunidad de reparar algo de lo que ha dejado molido la socialdemocracia. Al menos a Schroeder hasta se le ha oído lamentarse de que fue demasiado modoso con sus reformas, a la vista del efecto que están teniendo las de Merkel.
Pero lo de Joska Fischer no tiene nombre. ¿Quién no recuerda en aquellos años ochenta, el nacimiento del ecologismo como fuerza alternativa, la renovación del panorama político de la postguerra, Petra Kelly y los primeros «verdes», el «¿Nucleares?, no, gracias», el pacifismo suicida que casi estuvo a punto de prolongar unos años más la tiranía comunista. Pues ya se ve lo que queda de aquello: la industria nuclear paralizada con las consecuencias que ya conocemos; más contaminación con los hidrocarburos, el cambio climático en marcha y el petróleo cualquier día a cien euros. Petra Kelly se suicidó. Y Fischer, que ha sido el gran dirigente ecologista, el que ha llegado más alto en un puesto político, el más influyente de su generación, se va a vivir nada menos que a Estados Unidos. Éste es su legado a la posteridad.