EL MUNDO de Ibiza y fromentera 30/05/06
Nasser Mouaffak
El boicot de Zapatero
El lunes fui de compras al supermercado, y del susto casi empotro el carrito contra el estante de las bebidas gaseosas. En una góndola promocionaban una ganga: un litro de aceite refinado de oliva ¡por sólo 5,48 euros! ¿Cómo es posible que haya precios tan caros, incluso para productos de segunda categoría? La respuesta la encontré unas horas después. Gracias al poder de convicción de Zapatero la Unión Europea ha prohibido la importación de aceite de África y de Turquía. Así que los currantes europeos deberán rascarse el bolsillo para que la oligarquía terrateniente siga con sus privilegios.¿Para llegar a esto se hizo la Revolución en 1789? Al mismo tiempo en las televisiones aparece una noticia fabricada en la Moncloa. Ante la avalancha de inmigrantes subsaharianos Zapatero lanzará una ofensiva diplomática. Un puñado de embajadores y comisionados intentará negociar con los gobiernos africanos para que colaboren en materia de inmigración. Dicho en román paladino, sobornará a los tiranos más sanguinarios de África para que envíen sus matones contra los aspirantes a emigrantes. Ya sabemos lo que hace la policía en esos países, llega a abandonarlos a su suerte en el desierto. A pesar de todo el empeño y la brutalidad que gasten, no creo que consigan contener la inmigración. Esos asesinos corruptos no tienen los medios para evitar la huida de sus súbditos. Tampoco les conviene, las mafias pagan mejor, y siempre conviene cambiar jóvenes descontentos por divisas. Los cadáveres de los trabajadores del sur seguirán llegando a nuestras costas. Lo más triste de toda esta historia es que los desesperados que se lanzan en pateras o cayucos podrían ganarse la vida honradamente vareando los olivares de Túnez y fabricando aceite para los mercados europeos. Nosotros compraríamos el aceite a precios razonables y ellos salvarían la vida. El comercio internacional sustituye a la emigración, hace siglos que los economistas repiten lo que es evidente, o viene el aceite africano, o vienen aquí los africanos a producir aceite. Por eso la política económica proteccionista de la Unión Europea resulta criminal. Zapatero se ha convertido en el abanderado del bloqueo a África, en un obstáculo para la libertad de comercio, y en un piquetero que destruye las esperanzas de prosperidad de los más miserables de la tierra. Con la política proteccionista que promueve en Europa, mantiene a los africanos en la miseria, dispuestos a emigrar a cualquier precio. Después trata de contener la avalancha pactando con dictadores criminales, subcontratando el trabajo sucio y la violación de los derechos más elementales. El fenómeno de la inmigración ha descubierto la hipocresía de los socialistas. Su discurso buenista tendría que suponer una apertura de las fronteras a los trabajadores del Tercer Mundo. Su concepto de la equidad tendría que desviar los gastos sociales hacia los nuevos inmigrantes. Pero los caciques del Estado del Bienestar no pueden permitir que los recursos favorezcan a los pobres extranjeros, sin poder político. Su clientela electoral no se lo permitiría. Ante esta situación el socialista Zapatero opta por el doble juego, los discursos cursis por un lado, el boicot comercial y la represión por el otro. La única solución a largo plazo es suprimir el Estado del Bienestar, abrir las fronteras al comercio internacional, y permitir una inmigración libre, pero sin ayudas públicas."
martes, 30 de mayo de 2006
Leviatán posmoderno
ABC 29/05/06
ÁLVARO DELGADO-GAL
Leviatán posmoderno
... Lo que caracteriza al derecho natural es la noción, precisamente la noción, de que existe una justicia que vale para todo el mundo, sin distinción de tiempo ni de lugar...LOS que no han leído a Hobbes identifican, automáticamente, a Leviatán con el monarca absoluto. Pero los lectores de Hobbes saben que éste, ateniéndose a la tipología clásica, afirma que el gobierno absoluto puede recaer, igualmente, en una aristocracia o en una asamblea compuesta por el conjunto de los ciudadanos. O sea, en una democracia. Yerran quienes confunden el principio democrático con el respeto de la libertad. La especie «democracia» versa sobre el origen del poder legítimo, no sobre las garantías individuales. ¿Por qué les digo esto? Por un escrúpulo, o mejor, un pasmo que me ha sobrevenido tras leer la increíble entrevista que Paolo Flores D´Arcais, coeditor de la revista «Micromega», ha celebrado hace tres meses con Rodríguez Zapatero. Se puede acceder a una versión íntegra de la entrevista en el número de abril de «Claves de la Razón Práctica».Aunque el documento no tiene desperdicio, y debiera ser consultado por todo zapatólogo que se precie, lo verdaderamente mollar del diálogo procede, no de nuestro presidente, que escucha más de lo que habla, sino de D´Arcais, un hombre vanidoso e incauto, y por lo mismo, maravillosamente revelador del desarreglo en que ha ingresado cierta izquierda. Ahora, átense los cinturones, porque la más vertiginosa montaña rusa del mayor parque de atracciones que hayan conocido los tiempos es nada al lado de lo que van a ver.Llevemos el asunto por sus pasos. D´Arcais exalta el matrimonio homosexual como un logro de dimensiones históricas. Y sostiene otras dos tesis, una negativa y otra positiva. La tesis negativa es que el derecho natural constituye una antigualla ridícula, que la Iglesia católica cultiva con propósitos esencialmente demagógicos. La tesis positiva es que el gran logro de Occidente consiste en la defensa y propagación de los derechos individuales. ¿Es coherente el vilipendio del derecho natural con el éxtasis de los derechos individuales? Cualquier aficionado a la historia de la ideas contestaría a la pregunta con un «no» rotundo. Representa un dato perfectamente filiado que el concepto de derecho individual, en la acepción todavía operativa del término, brotó de un terreno previamente labrado por filósofos como Vitoria o Suárez. Los hugonotes recogen el legado, al que Locke infunde un perfil reconociblemente moderno. La antorcha pasa luego a la Constitución de los Estados Unidos, transida de derecho natural. No es menester, con todo, atarearse en estas finezas historiográficas para caer en la cuenta de que derecho natural y derechos individuales se hallan íntimamente enlazados. Los derechos individuales pretenden revestir alcance universal, y lo que caracteriza al derecho natural es la noción, precisamente la noción, de que existe una justicia que vale para todo el mundo, sin distinción de tiempo ni de lugar. Por eso el derecho natural se enfrenta al positivo. Y por eso los campeones de los derechos individuales estiman que el régimen saudí viola derechos, aunque Riad no sea Washington ni el wahabismo se sitúe en la misma tradición cultural que el sistema de ideas que inspiró a los constituyentes americanos. ¿Por qué opone entonces D´Arcais el derecho natural y los derechos individuales?La respuesta que voy a proponerles parece inverosímil. Pero temo, ¡ay!, que no marra demasiado la diana. La razón auténtica por la que D´Arcais, más allá de tales o cuales repulgos anticatólicos, aborrece del derecho natural, es que éste presupone un objeto estable al que aplicarse. Presupone, entiéndase, una naturaleza humana anterior a los actos del legislador. Lo propio del legislador, conforme al derecho natural, no es definir al hombre sino reconocer que existe, existe como algo distinguido por propiedades que nosotros no hemos elegido y que hemos de respetar. Y esto se le antoja aburrido y decepcionante al intelectual italiano. ¿El motivo? El motivo es que si el hombre es lo que es y no lo que queramos que sea, lo que pasa es que la política pierde glamour. El legislador democrático no podrá permitirse las aventuras, los experimentos apasionantes, que serían agibles si el hombre, en vez de ser una cosa hecha, fuera sólo una cosa por hacer, una materia infinitamente dócil a los arbitrios e invenciones del demiurgo virtuoso.Abona esta exégesis el modo en que D´Arcais enuncia los méritos y calidades del matrimonio homosexual. D´Arcais percibe en la iniciativa de Zapatero un triunfo, no ya sobre los prejuicios sociales, sino sobre la propia naturaleza: «La mutación antropológica que su ley introduce -D´Arcais se dirige a Zapatero- marcará una etapa en la historia de la humanidad». «Mutación antropológica» remite, irresistiblemente, a «mutación genética», esto es, a una mudanza en la constitución de un organismo material, un organismo que en este caso coincidiría con un ser humano. Se diría que, gracias a una ley emanada del Parlamento, se ha enmendado la plana a la jerarquía de los seres vivos, y que si Linneo volviese de su tumba habría de averiguar, en sus clasificaciones, un nicho inédito para nuestra especie, la cual habría logrado sublimar misteriosamente los límites inherentes a la reproducción sexuada.Se trata, de suyo va, de un juego de palabras. Pero estos juegos de palabras han dejado de ser inocentes después de la incursión arrolladora del pensamiento posmoderno en la nueva izquierda. El pensamiento posmoderno, en efecto, es proclive a concebir la realidad como un texto, y el texto, como algo radicalmente abierto a las estrategias interpretativas de quien lo lee. En los términos usados por Umberto Eco: «El texto es sólo una máquina diseñada para generar interpretaciones». El resultado de ambos movimientos es la tendencia a decir que la realidad, en cuanto texto, acabará asumiendo los contenidos que nosotros, sus lectores, decidamos atribuirle. La realidad será, en fin, como nosotros decretemos que sea. Por ejemplo: además de aseverar, no sin fundamento, que la nación, los roles sexuales o las teorías científicas son construcciones sociales, los posmodernos dan un paso ulterior y afirman que el pasado histórico en que se fundan las naciones, los géneros sexuales en sí mismos considerados, o las verdades que descubre la ciencia, son también construcciones sociales. En varios sentidos, el posmodernismo integra una de las variantes del idealismo, en su versión potencialmente más frenética. ¿Hemos concluido? No. El idealismo frenético empuja hacia el voluntarismo frenético: si el mundo equivale a las ideas que acumulo sobre él, y yo controlo mis ideas, yo seré capaz de controlar el mundo. ¿Cómo? Ideándolo a mi antojo, o si se prefiere, redescribiéndolo a mi antojo. En la cita de D´Arcais que les hice antes, omití adrede una inserción entre paréntesis. Ha llegado el momento de rescatarla. D´Arcais dice que Zapatero ha introducido su «mutación antropológica» a través de «una parsimonia verbal (cursivas mías) extrema: en lugar de «marido» y «mujer» se habla de «cónyuge», sin especificar sexo».Ustedes pensarán que todo esto es una memada. Y llevarán más razón que un santo. Elhombre mutado «verbalmente» por Zapatero no podrá dar a luz, por mucho que conste como matrimoniado con otro hombre en el Registro Civil. Ahora bien, la acción política no tiene por qué inspirarse en móviles racionales. El posmoderno devenido en legislador se dedicará a metamorfosear la realidad circunstante -valores, relaciones sociales y personales, propiedad, lo que se ponga a tiro- a golpe de ideaciones, o sea, de BOE. D´Arcais, sin ir más lejos, propone reinventar la democracia representativa, lo que no suena especialmente tranquilizador. Una izquierda en la línea de D´Arcais, una izquierda desinhibida por el delirio posmoderno, procurará recuperar, mediante la apelación al utopismo legislativo, lo que no ha conseguido en la calle o en la fábrica: la revolución. Leviatán ha resucitado. Vibra su espada, ansiosa de ganar batallas.
ÁLVARO DELGADO-GAL
Leviatán posmoderno
... Lo que caracteriza al derecho natural es la noción, precisamente la noción, de que existe una justicia que vale para todo el mundo, sin distinción de tiempo ni de lugar...LOS que no han leído a Hobbes identifican, automáticamente, a Leviatán con el monarca absoluto. Pero los lectores de Hobbes saben que éste, ateniéndose a la tipología clásica, afirma que el gobierno absoluto puede recaer, igualmente, en una aristocracia o en una asamblea compuesta por el conjunto de los ciudadanos. O sea, en una democracia. Yerran quienes confunden el principio democrático con el respeto de la libertad. La especie «democracia» versa sobre el origen del poder legítimo, no sobre las garantías individuales. ¿Por qué les digo esto? Por un escrúpulo, o mejor, un pasmo que me ha sobrevenido tras leer la increíble entrevista que Paolo Flores D´Arcais, coeditor de la revista «Micromega», ha celebrado hace tres meses con Rodríguez Zapatero. Se puede acceder a una versión íntegra de la entrevista en el número de abril de «Claves de la Razón Práctica».Aunque el documento no tiene desperdicio, y debiera ser consultado por todo zapatólogo que se precie, lo verdaderamente mollar del diálogo procede, no de nuestro presidente, que escucha más de lo que habla, sino de D´Arcais, un hombre vanidoso e incauto, y por lo mismo, maravillosamente revelador del desarreglo en que ha ingresado cierta izquierda. Ahora, átense los cinturones, porque la más vertiginosa montaña rusa del mayor parque de atracciones que hayan conocido los tiempos es nada al lado de lo que van a ver.Llevemos el asunto por sus pasos. D´Arcais exalta el matrimonio homosexual como un logro de dimensiones históricas. Y sostiene otras dos tesis, una negativa y otra positiva. La tesis negativa es que el derecho natural constituye una antigualla ridícula, que la Iglesia católica cultiva con propósitos esencialmente demagógicos. La tesis positiva es que el gran logro de Occidente consiste en la defensa y propagación de los derechos individuales. ¿Es coherente el vilipendio del derecho natural con el éxtasis de los derechos individuales? Cualquier aficionado a la historia de la ideas contestaría a la pregunta con un «no» rotundo. Representa un dato perfectamente filiado que el concepto de derecho individual, en la acepción todavía operativa del término, brotó de un terreno previamente labrado por filósofos como Vitoria o Suárez. Los hugonotes recogen el legado, al que Locke infunde un perfil reconociblemente moderno. La antorcha pasa luego a la Constitución de los Estados Unidos, transida de derecho natural. No es menester, con todo, atarearse en estas finezas historiográficas para caer en la cuenta de que derecho natural y derechos individuales se hallan íntimamente enlazados. Los derechos individuales pretenden revestir alcance universal, y lo que caracteriza al derecho natural es la noción, precisamente la noción, de que existe una justicia que vale para todo el mundo, sin distinción de tiempo ni de lugar. Por eso el derecho natural se enfrenta al positivo. Y por eso los campeones de los derechos individuales estiman que el régimen saudí viola derechos, aunque Riad no sea Washington ni el wahabismo se sitúe en la misma tradición cultural que el sistema de ideas que inspiró a los constituyentes americanos. ¿Por qué opone entonces D´Arcais el derecho natural y los derechos individuales?La respuesta que voy a proponerles parece inverosímil. Pero temo, ¡ay!, que no marra demasiado la diana. La razón auténtica por la que D´Arcais, más allá de tales o cuales repulgos anticatólicos, aborrece del derecho natural, es que éste presupone un objeto estable al que aplicarse. Presupone, entiéndase, una naturaleza humana anterior a los actos del legislador. Lo propio del legislador, conforme al derecho natural, no es definir al hombre sino reconocer que existe, existe como algo distinguido por propiedades que nosotros no hemos elegido y que hemos de respetar. Y esto se le antoja aburrido y decepcionante al intelectual italiano. ¿El motivo? El motivo es que si el hombre es lo que es y no lo que queramos que sea, lo que pasa es que la política pierde glamour. El legislador democrático no podrá permitirse las aventuras, los experimentos apasionantes, que serían agibles si el hombre, en vez de ser una cosa hecha, fuera sólo una cosa por hacer, una materia infinitamente dócil a los arbitrios e invenciones del demiurgo virtuoso.Abona esta exégesis el modo en que D´Arcais enuncia los méritos y calidades del matrimonio homosexual. D´Arcais percibe en la iniciativa de Zapatero un triunfo, no ya sobre los prejuicios sociales, sino sobre la propia naturaleza: «La mutación antropológica que su ley introduce -D´Arcais se dirige a Zapatero- marcará una etapa en la historia de la humanidad». «Mutación antropológica» remite, irresistiblemente, a «mutación genética», esto es, a una mudanza en la constitución de un organismo material, un organismo que en este caso coincidiría con un ser humano. Se diría que, gracias a una ley emanada del Parlamento, se ha enmendado la plana a la jerarquía de los seres vivos, y que si Linneo volviese de su tumba habría de averiguar, en sus clasificaciones, un nicho inédito para nuestra especie, la cual habría logrado sublimar misteriosamente los límites inherentes a la reproducción sexuada.Se trata, de suyo va, de un juego de palabras. Pero estos juegos de palabras han dejado de ser inocentes después de la incursión arrolladora del pensamiento posmoderno en la nueva izquierda. El pensamiento posmoderno, en efecto, es proclive a concebir la realidad como un texto, y el texto, como algo radicalmente abierto a las estrategias interpretativas de quien lo lee. En los términos usados por Umberto Eco: «El texto es sólo una máquina diseñada para generar interpretaciones». El resultado de ambos movimientos es la tendencia a decir que la realidad, en cuanto texto, acabará asumiendo los contenidos que nosotros, sus lectores, decidamos atribuirle. La realidad será, en fin, como nosotros decretemos que sea. Por ejemplo: además de aseverar, no sin fundamento, que la nación, los roles sexuales o las teorías científicas son construcciones sociales, los posmodernos dan un paso ulterior y afirman que el pasado histórico en que se fundan las naciones, los géneros sexuales en sí mismos considerados, o las verdades que descubre la ciencia, son también construcciones sociales. En varios sentidos, el posmodernismo integra una de las variantes del idealismo, en su versión potencialmente más frenética. ¿Hemos concluido? No. El idealismo frenético empuja hacia el voluntarismo frenético: si el mundo equivale a las ideas que acumulo sobre él, y yo controlo mis ideas, yo seré capaz de controlar el mundo. ¿Cómo? Ideándolo a mi antojo, o si se prefiere, redescribiéndolo a mi antojo. En la cita de D´Arcais que les hice antes, omití adrede una inserción entre paréntesis. Ha llegado el momento de rescatarla. D´Arcais dice que Zapatero ha introducido su «mutación antropológica» a través de «una parsimonia verbal (cursivas mías) extrema: en lugar de «marido» y «mujer» se habla de «cónyuge», sin especificar sexo».Ustedes pensarán que todo esto es una memada. Y llevarán más razón que un santo. Elhombre mutado «verbalmente» por Zapatero no podrá dar a luz, por mucho que conste como matrimoniado con otro hombre en el Registro Civil. Ahora bien, la acción política no tiene por qué inspirarse en móviles racionales. El posmoderno devenido en legislador se dedicará a metamorfosear la realidad circunstante -valores, relaciones sociales y personales, propiedad, lo que se ponga a tiro- a golpe de ideaciones, o sea, de BOE. D´Arcais, sin ir más lejos, propone reinventar la democracia representativa, lo que no suena especialmente tranquilizador. Una izquierda en la línea de D´Arcais, una izquierda desinhibida por el delirio posmoderno, procurará recuperar, mediante la apelación al utopismo legislativo, lo que no ha conseguido en la calle o en la fábrica: la revolución. Leviatán ha resucitado. Vibra su espada, ansiosa de ganar batallas.
lunes, 22 de mayo de 2006
Holanda e Hirsi Alí
EL PAÍS 22/05/06
EDITORIAL
Holanda e Hirsi Alí
El caso de Ayaan Hirsi Alí ha puesto de relieve las profundas contradicciones de una sociedad, la holandesa, que ha visto cómo sus acrisolados valores liberales son sometidos a la prueba de fuego de un millón de inmigrantes musulmanes no siempre dispuestos a la integración. La carrera de su más famosa diputada y crítica radical del islam, nacida en Somalia, acabó la semana pasada con su dimisión y el anuncio de su traslado a EE UU, después de que la estricta ministra de Inmigración -Rita Verdonk, de su propio partido liberal- anunciase que le retiraría la ciudadanía por haber mentido cuando solicitó asilo en 1992. La conmoción política ha sido de tal naturaleza que, menos de 24 horas después, el Parlamento pedía a la ministra que reconsiderara su decisión. Verdonk, que tiene aspiraciones a la jefatura del Gobierno el año próximo, ha anunciado que admitirá inmediatamente una nueva solicitud de ciudadanía de Hirsi Alí.El caso Hirsi ya está sentenciado. La política holandesa no será la misma sin la presencia de una mujer que, con su tenacidad, ha puesto a los ciudadanos frente al dilema de decidir si son compatibles determinadas prácticas y tradiciones islámicas con una sociedad abierta. Lo de menos es que Hirsi mintiese cuando pidió asilo político, como pretendió revelar un documental de la televisión estatal la semana pasada. Esa mentira era conocida y admitida por la ex diputada públicamente desde hace cuatro años. Aderezó su nombre, fecha de nacimiento y procedencia para no ser localizada y librarse de un matrimonio de conveniencia arreglado por su familia en Canadá.
Lo relevante, y la causa de su adiós a Holanda, es la incómoda consistencia con que esta mujer nacida y educada en un islam rigorista y tradicional expone la opresión sufrida en el seno de una religión que ella abandonó hace cuatro años. Entonces comenzaron las amenazas de muerte contra Hirsi, que se multiplicaron tras el asesinato en 2004 por un islamista del cineasta Theo Van Gogh. El desenlace del caso Hirsi ha sumido en un grave dilema a Holanda, que alcanza de hecho a toda Europa, y obliga a combinar el rechazo del fundamentalismo y la correspondiente exigencia respecto a los valores democráticos y ciudadanos con el respeto a las creencias de todos.
EDITORIAL
Holanda e Hirsi Alí
El caso de Ayaan Hirsi Alí ha puesto de relieve las profundas contradicciones de una sociedad, la holandesa, que ha visto cómo sus acrisolados valores liberales son sometidos a la prueba de fuego de un millón de inmigrantes musulmanes no siempre dispuestos a la integración. La carrera de su más famosa diputada y crítica radical del islam, nacida en Somalia, acabó la semana pasada con su dimisión y el anuncio de su traslado a EE UU, después de que la estricta ministra de Inmigración -Rita Verdonk, de su propio partido liberal- anunciase que le retiraría la ciudadanía por haber mentido cuando solicitó asilo en 1992. La conmoción política ha sido de tal naturaleza que, menos de 24 horas después, el Parlamento pedía a la ministra que reconsiderara su decisión. Verdonk, que tiene aspiraciones a la jefatura del Gobierno el año próximo, ha anunciado que admitirá inmediatamente una nueva solicitud de ciudadanía de Hirsi Alí.El caso Hirsi ya está sentenciado. La política holandesa no será la misma sin la presencia de una mujer que, con su tenacidad, ha puesto a los ciudadanos frente al dilema de decidir si son compatibles determinadas prácticas y tradiciones islámicas con una sociedad abierta. Lo de menos es que Hirsi mintiese cuando pidió asilo político, como pretendió revelar un documental de la televisión estatal la semana pasada. Esa mentira era conocida y admitida por la ex diputada públicamente desde hace cuatro años. Aderezó su nombre, fecha de nacimiento y procedencia para no ser localizada y librarse de un matrimonio de conveniencia arreglado por su familia en Canadá.
Lo relevante, y la causa de su adiós a Holanda, es la incómoda consistencia con que esta mujer nacida y educada en un islam rigorista y tradicional expone la opresión sufrida en el seno de una religión que ella abandonó hace cuatro años. Entonces comenzaron las amenazas de muerte contra Hirsi, que se multiplicaron tras el asesinato en 2004 por un islamista del cineasta Theo Van Gogh. El desenlace del caso Hirsi ha sumido en un grave dilema a Holanda, que alcanza de hecho a toda Europa, y obliga a combinar el rechazo del fundamentalismo y la correspondiente exigencia respecto a los valores democráticos y ciudadanos con el respeto a las creencias de todos.
martes, 16 de mayo de 2006
El que regula y controla, responde
Expansión 15/05/06
Jesús Alfaro Águila-Real, Catedrático Derecho Mercantil
El que regula y controla, responde
¿Debería indemnizar el Estado -las comunidades autónomas- a los perjudicados por la aparente estafa perpetrada en Afinsa y Forum Filatélico? Si hay que dar valor a las encuestas de Internet, la respuesta es claramente no. Pero los que votan en Internet son pocos y distintos de los que han sufrido el daño. Y los que han sufrido el daño son muchos -350.000, al parecer- y, por tanto, muchos votos. Si paga el Estado, distribuye el daño entre 40 millones por lo que ninguno de los que pagan tendrá incentivos para protestar demasiado alto.
Pero la gente debería saber que si entrega su dinero a un tercero corre el riesgo de que no se lo devuelvan y que riesgo y rentabilidad son inseparables. Y, parece, muchas de las personas que entregaron su dinero a estas empresas, recibieron intereses mucho más elevados que los mojigatos que tenían su dinero en la caja de ahorros o en bonos del Tesoro. ¿Es razonable pensar que los estafados han entregado a esas empresas el dinero que necesitaban para vivir? Si así fuera, habrá que ayudarles a superar el bache, que para eso vivimos bajo un Estado social, pero no veo más justificado que se les indemnice a ellos a que se indemnice a cualquiera que sufra un daño causado por un sujeto insolvente.
Este escándalo debería ser ocasión para pensar en la voracidad reguladora de la actividad de los particulares que tiene el Estado español en todas las instancias nacional, autonómica y local. Estafas al margen, Afinsa y Forum Filatélico hacían publicidad engañosa: vendían sellos y otros bienes, pero parecía que estaban ofreciendo una oportunidad de inversión con rentabilidad garantizada que se "palpaba" en forma de pagos periódicos a los "inversores". Si no hubieran hecho publicidad engañosa, los compradores de los sellos habrían sabido que eran compradores de sellos y se habrían comportado como compradores de sellos (buscando, comparando y eligiendo el vendedor más barato). Pero como creían que estaban ahorrando e invirtiendo sus ahorros, dejaron de comportarse como compradores y se comportaron como inversores (¿cuánto me dan por mi dinero?)
Pues bien, todas las administraciones públicas tienen competencia para sancionar los actos de publicidad engañosa y todas, las autoridades autonómicas regulan la publicidad "para proteger a los consumidores" frente al engaño, de modo que las empresas honradas se ven obligadas a incurrir en costes para cumplir con las siempre más onerosas obligaciones que imponen estas regulaciones administrativas -17 normativas distintas, obligaciones de registro, solicitudes de autorización...- Y la pregunta es: ¿para qué tanta regulación nacional y autonómica, para qué tanta Administración pública con competencias en materia de represión de la publicidad engañosa incluyendo poderosas facultades de sanción si ninguna de esas administraciones está en condiciones -dispone de los medios- para atajar ni siquiera casos tan aparentes y de tal envergadura como han resultado ser los de Afinsa y Forum Filatélico? Creo que sería una buena idea hacer responsable al Estado (o a las comunidades Autónomas) de las resultas de éstas si la Administración impone obligaciones regulatorias a los particulares incluyendo un apartado de "infracciones y sanciones" y no pone los medios para asegurar el cumplimiento de la misma y, por tanto, para garantizar que los daños no se producirán. Y el estándar puede establecerse sin dificultad: la Administración deberá responder cuando un "vigilante diligente" habría descubierto el fraude y habría podido atajarlo antes de que se produjeran los daños cuya indemnización se solicita.
En otro caso -si no está dispuesta a pagar-, lo que tiene que hacer la Administración es dejar al mercado y al Derecho Penal que actúen porque, al margen de los costes que impone a ciudadanos honrados, lo único que logra es convertir a los ciudadanos en infantes que no investigan antes de entregar su dinero (¡caveat emptor!) a cualquier desalmado en la seguridad de que si pasa algo malo el Estado estará siempre para pagar los platos rotos.
Jesús Alfaro Águila-Real, Catedrático Derecho Mercantil
El que regula y controla, responde
¿Debería indemnizar el Estado -las comunidades autónomas- a los perjudicados por la aparente estafa perpetrada en Afinsa y Forum Filatélico? Si hay que dar valor a las encuestas de Internet, la respuesta es claramente no. Pero los que votan en Internet son pocos y distintos de los que han sufrido el daño. Y los que han sufrido el daño son muchos -350.000, al parecer- y, por tanto, muchos votos. Si paga el Estado, distribuye el daño entre 40 millones por lo que ninguno de los que pagan tendrá incentivos para protestar demasiado alto.
Pero la gente debería saber que si entrega su dinero a un tercero corre el riesgo de que no se lo devuelvan y que riesgo y rentabilidad son inseparables. Y, parece, muchas de las personas que entregaron su dinero a estas empresas, recibieron intereses mucho más elevados que los mojigatos que tenían su dinero en la caja de ahorros o en bonos del Tesoro. ¿Es razonable pensar que los estafados han entregado a esas empresas el dinero que necesitaban para vivir? Si así fuera, habrá que ayudarles a superar el bache, que para eso vivimos bajo un Estado social, pero no veo más justificado que se les indemnice a ellos a que se indemnice a cualquiera que sufra un daño causado por un sujeto insolvente.
Este escándalo debería ser ocasión para pensar en la voracidad reguladora de la actividad de los particulares que tiene el Estado español en todas las instancias nacional, autonómica y local. Estafas al margen, Afinsa y Forum Filatélico hacían publicidad engañosa: vendían sellos y otros bienes, pero parecía que estaban ofreciendo una oportunidad de inversión con rentabilidad garantizada que se "palpaba" en forma de pagos periódicos a los "inversores". Si no hubieran hecho publicidad engañosa, los compradores de los sellos habrían sabido que eran compradores de sellos y se habrían comportado como compradores de sellos (buscando, comparando y eligiendo el vendedor más barato). Pero como creían que estaban ahorrando e invirtiendo sus ahorros, dejaron de comportarse como compradores y se comportaron como inversores (¿cuánto me dan por mi dinero?)
Pues bien, todas las administraciones públicas tienen competencia para sancionar los actos de publicidad engañosa y todas, las autoridades autonómicas regulan la publicidad "para proteger a los consumidores" frente al engaño, de modo que las empresas honradas se ven obligadas a incurrir en costes para cumplir con las siempre más onerosas obligaciones que imponen estas regulaciones administrativas -17 normativas distintas, obligaciones de registro, solicitudes de autorización...- Y la pregunta es: ¿para qué tanta regulación nacional y autonómica, para qué tanta Administración pública con competencias en materia de represión de la publicidad engañosa incluyendo poderosas facultades de sanción si ninguna de esas administraciones está en condiciones -dispone de los medios- para atajar ni siquiera casos tan aparentes y de tal envergadura como han resultado ser los de Afinsa y Forum Filatélico? Creo que sería una buena idea hacer responsable al Estado (o a las comunidades Autónomas) de las resultas de éstas si la Administración impone obligaciones regulatorias a los particulares incluyendo un apartado de "infracciones y sanciones" y no pone los medios para asegurar el cumplimiento de la misma y, por tanto, para garantizar que los daños no se producirán. Y el estándar puede establecerse sin dificultad: la Administración deberá responder cuando un "vigilante diligente" habría descubierto el fraude y habría podido atajarlo antes de que se produjeran los daños cuya indemnización se solicita.
En otro caso -si no está dispuesta a pagar-, lo que tiene que hacer la Administración es dejar al mercado y al Derecho Penal que actúen porque, al margen de los costes que impone a ciudadanos honrados, lo único que logra es convertir a los ciudadanos en infantes que no investigan antes de entregar su dinero (¡caveat emptor!) a cualquier desalmado en la seguridad de que si pasa algo malo el Estado estará siempre para pagar los platos rotos.
viernes, 12 de mayo de 2006
La izquierda reacciona
LA GACETA DE LOS NEGOCIOS 12/05/06
ÁLVARO DELGADO-GAL
"Se está redescubriendo España, no desde un concepto unitarista y hostil por definición al Estado autonómico, sino desde la experiencia amarga de lo que ocurre cuando poderes implantados en un territorio pequeño se enquistan y bastardean en formas de ocupación social de índole seudomafiosa."
La izquierda reacciona
Anteayaer hizo su presentación en Madrid “Ciudadanos de Cataluña”, la plataforma que apadrinan Albert Boadella, Arcadi Espada, Francesc Carreras, y otros notables del periodismo, la universidad, y el mundo intelectual de Barcelona. Es pronto aún para saber si esta agrupación, descolgada del sistema de partidos, será capaz de organizarse y reunir unos cuantos diputados en unas elecciones. La política se ha convertido en un ejercicio muy profesional, amén de caro, y las carencias de “Ciudadanos” en el apartado de la práctica concreta, y de las astucias e insistencias que generan votos, son evidentes. Pero ello no quita para que se trate de una iniciativa importante. Intuyo que un historiador futuro de la democracia española no podrá por menos de hacer mención de este grupo de intelectuales discrepantes, pase lo que pase. Por varias razones.Dato esencial: “Ciudadanos” es un colectivo de izquierdas, antinacionalista, y surgido en la región donde está naufragando de modo más aparatoso la representación democrática. O sea, Cataluña. En Cataluña se conjugan, y exacerban, las contradicciones del régimen actual.La Constitución del 78 fue un documento improvisado para facilitar a la España heredada de Franco el paso hacia la democracia. La Carta Magna incorpora los mecanismos clásicos de la libertad política, al tiempo que contempla soluciones especiales para encajar el contencioso nacionalista. Si las cosas hubieran transcurrido según lo deseaban los constituyentes, disfrutaríamos ahora de un Estado descentralizado, con fórmulas de autogobierno suficientes para satisfacer las aspiraciones diferenciales de vascos y catalanes. Pero el curso de los acontecimientos no se ajustó al guión previsto. Las provisiones descentralizadoras crearon nichos ecológicos en que se han asentado, crecido, y transformado en hegemónicos, los nacionalismos antañones.Que el fortalecimiento nacionalista ha entrado en conflicto con las libertades individuales, es un hecho que sólo se puede negar desde la mala fe. “Ciudadanos de Cataluña” integra una respuesta a esta deriva infeliz. ¿El argumento principal? La invocación de la libertad y de una identidad civil que supere el afán de control que vienen ejerciendo, con violencia creciente, las oligarquías locales. Esa identidad más abierta, sólo puede ser la española. La plataforma de “Ciudadanos” no cultiva el nacionalismo español. Pero reivindica España como un espacio más hospitalario, más ancho, más transitable, que el patio de recreo convergente o peneuvista. Se está redescubriendo España, no desde un concepto unitarista y hostil por definición al Estado autonómico, sino desde la experiencia amarga de lo que ocurre cuando poderes implantados en un territorio pequeño se enquistan y bastardean en formas de ocupación social de índole seudomafiosa. El sentido del trayecto, es fundamental para comprender el espíritu de la asociación.Falta todavía, en la ecuación, el factor “izquierda”. No constituye un secreto que el partido socialista, en Cataluña, decidió, por motivos históricos, o incluso familiares, defender una causa que no es la de su electorado natural. Me refiero a la porción de ciudadanos, superior al 50%, que habla castellano en casa y que no tiene, no puede tener, interés alguno en someterse al arbitrio político de un grupo dirigente que percibe lo castellano como un baldón, y a la vez, como una amenaza. La desconexión existente entre el votante y su representación política se manifiesta en los datos de participación electoral, así como en el sentido del voto. La participación es mayor, y los resultados del PSC siempre mejores, en las elecciones generales que en las autonómicas. Esto es, el votante socialista vota más a gusto al socialismo deslocalizado, que a sus representantes inmediatos, desmintiendo el fundamento moral y político de la descentralización federal. La paradoja viene de lejos. Pero se hizo insoportable tras la constitución del tripartito. Hace dos años y medio, Cataluña estrenó por fin un gobierno de izquierdas que desalojaba al nacionalismo de derechas del poder y abría, en potencia, un horizonte nuevo. Pero la situación, en lugar de mejorar, ha empeorado bajo la presidencia de Maragall. El PSC, empujado por tácticas de vía estrecha, por su alianza con ERC, y por su obscuridad general de ideas, ha impulsado un Estatuto carcelario que castiga al hablante del castellano y somete a la sociedad a la vigilancia agobiante de una clase política corrompida, inepta, y autárquica. Una parte de la izquierda ha dicho “hasta aquí hemos llegado”, y se ha puesto en movimiento. El gesto es saludable y moralmente oxigenante. Que haya suerte.
ÁLVARO DELGADO-GAL
"Se está redescubriendo España, no desde un concepto unitarista y hostil por definición al Estado autonómico, sino desde la experiencia amarga de lo que ocurre cuando poderes implantados en un territorio pequeño se enquistan y bastardean en formas de ocupación social de índole seudomafiosa."
La izquierda reacciona
Anteayaer hizo su presentación en Madrid “Ciudadanos de Cataluña”, la plataforma que apadrinan Albert Boadella, Arcadi Espada, Francesc Carreras, y otros notables del periodismo, la universidad, y el mundo intelectual de Barcelona. Es pronto aún para saber si esta agrupación, descolgada del sistema de partidos, será capaz de organizarse y reunir unos cuantos diputados en unas elecciones. La política se ha convertido en un ejercicio muy profesional, amén de caro, y las carencias de “Ciudadanos” en el apartado de la práctica concreta, y de las astucias e insistencias que generan votos, son evidentes. Pero ello no quita para que se trate de una iniciativa importante. Intuyo que un historiador futuro de la democracia española no podrá por menos de hacer mención de este grupo de intelectuales discrepantes, pase lo que pase. Por varias razones.Dato esencial: “Ciudadanos” es un colectivo de izquierdas, antinacionalista, y surgido en la región donde está naufragando de modo más aparatoso la representación democrática. O sea, Cataluña. En Cataluña se conjugan, y exacerban, las contradicciones del régimen actual.La Constitución del 78 fue un documento improvisado para facilitar a la España heredada de Franco el paso hacia la democracia. La Carta Magna incorpora los mecanismos clásicos de la libertad política, al tiempo que contempla soluciones especiales para encajar el contencioso nacionalista. Si las cosas hubieran transcurrido según lo deseaban los constituyentes, disfrutaríamos ahora de un Estado descentralizado, con fórmulas de autogobierno suficientes para satisfacer las aspiraciones diferenciales de vascos y catalanes. Pero el curso de los acontecimientos no se ajustó al guión previsto. Las provisiones descentralizadoras crearon nichos ecológicos en que se han asentado, crecido, y transformado en hegemónicos, los nacionalismos antañones.Que el fortalecimiento nacionalista ha entrado en conflicto con las libertades individuales, es un hecho que sólo se puede negar desde la mala fe. “Ciudadanos de Cataluña” integra una respuesta a esta deriva infeliz. ¿El argumento principal? La invocación de la libertad y de una identidad civil que supere el afán de control que vienen ejerciendo, con violencia creciente, las oligarquías locales. Esa identidad más abierta, sólo puede ser la española. La plataforma de “Ciudadanos” no cultiva el nacionalismo español. Pero reivindica España como un espacio más hospitalario, más ancho, más transitable, que el patio de recreo convergente o peneuvista. Se está redescubriendo España, no desde un concepto unitarista y hostil por definición al Estado autonómico, sino desde la experiencia amarga de lo que ocurre cuando poderes implantados en un territorio pequeño se enquistan y bastardean en formas de ocupación social de índole seudomafiosa. El sentido del trayecto, es fundamental para comprender el espíritu de la asociación.Falta todavía, en la ecuación, el factor “izquierda”. No constituye un secreto que el partido socialista, en Cataluña, decidió, por motivos históricos, o incluso familiares, defender una causa que no es la de su electorado natural. Me refiero a la porción de ciudadanos, superior al 50%, que habla castellano en casa y que no tiene, no puede tener, interés alguno en someterse al arbitrio político de un grupo dirigente que percibe lo castellano como un baldón, y a la vez, como una amenaza. La desconexión existente entre el votante y su representación política se manifiesta en los datos de participación electoral, así como en el sentido del voto. La participación es mayor, y los resultados del PSC siempre mejores, en las elecciones generales que en las autonómicas. Esto es, el votante socialista vota más a gusto al socialismo deslocalizado, que a sus representantes inmediatos, desmintiendo el fundamento moral y político de la descentralización federal. La paradoja viene de lejos. Pero se hizo insoportable tras la constitución del tripartito. Hace dos años y medio, Cataluña estrenó por fin un gobierno de izquierdas que desalojaba al nacionalismo de derechas del poder y abría, en potencia, un horizonte nuevo. Pero la situación, en lugar de mejorar, ha empeorado bajo la presidencia de Maragall. El PSC, empujado por tácticas de vía estrecha, por su alianza con ERC, y por su obscuridad general de ideas, ha impulsado un Estatuto carcelario que castiga al hablante del castellano y somete a la sociedad a la vigilancia agobiante de una clase política corrompida, inepta, y autárquica. Una parte de la izquierda ha dicho “hasta aquí hemos llegado”, y se ha puesto en movimiento. El gesto es saludable y moralmente oxigenante. Que haya suerte.
miércoles, 10 de mayo de 2006
El estruendo de los corderos
EL PAÍS 10/05/06
FÉLIX DE AZÚA
El estruendo de los corderos
Cuando las sociedades florecen o dan fruto, cuando viven años de expansión, enriquecimiento o victoria guerrera, no es infrecuente la aparición de personajes que alcanzan la notoriedad por su escepticismo, por la distancia que interponen entre sus conciencias y los gloriosos acontecimientos que todos celebran. Estos aguafiestas solían tener un agudo sentido del ridículo y trabajaban su personaje con prudencia aunque también con arrojo. Sabían que el grueso de la población detesta que le perturben la siesta y que los grandes personajes que aumentan su poder y su riqueza con los "gloriosos acontecimientos" pueden aplastarles con total impunidad.
A veces, lo hacían. Oscar Wilde pagó un precio enorme por el sarcasmo, la ironía y el menosprecio con que se mofó de una sociedad tan poderosa como rapaz. Cuando los criados del caballero de Rohan dejaron medio muerto de una paliza a Voltaire, sin que jamás se produjera la menor consecuencia desagradable para el aristócrata, el filósofo comprendió que el ingenio no es un chaleco antibalas. La altivez necesaria para llevar adelante un personaje de este tipo requiere una considerable presencia de ánimo y mucho coraje. En ocasiones, el coraje no es sino pura inconsciencia y el sarcástico sobrevive de milagro, aunque él lo atribuya a su mérito.
Tampoco se salvó en España Valle-Inclán, quizás el más cercano al modelo de espíritu asocial, enemigo del gregarismo y burlador de los poderosos, sobre todo de los poderosos disfrazados de monaguillo. El burlador ha sido mucho más frecuente en Francia y Gran Bretaña en razón de la fuerza que en aquellos países tenía y tiene la opinión pública; en España apenas se ha dado y por eso a Larra se le estudia en la universidad. Valle-Inclán, el mejor escritor de su siglo, no fue reconocido más que como un bufón algo tarumba que escribía preciosismos afrancesados.
La figura del azote social ha desaparecido casi por completo porque las fuerzas que mueven ahora los engranajes económicos (que son los únicos mecanismos políticos que quedan) se guarecen en la más inescrutable oscuridad. Para ejercer su arte, el ironista necesita figuras concretas y con nombre propio, ciudadanos de carne y hueso que den cuerpo, ellos y sus posesiones, a la idolatría del poder, como la de los funcionarios ministeriales que Graham Greene degollaba con líneas como cuchillas.
Incluso alguien tan integrado, pero dotado de un talento extraordinario para el sarcasmo y la caricatura social, como Dickens, sabía que sus retratos de infames ricachos eran inmediatamente reconocidos. Hoy no es posible determinar físicamente el Mal, nadie puede señalarlo, nos tenemos que conformar con las viñetas de hace un siglo: orondos fumadores de habanos, tocados de chistera, que aparecen en las tibias viñetas de algunos dibujantes. Un tremendo anacronismo que demuestra hasta qué punto es invisible la figura que hoy ocupa ese lugar. El Malvado no tiene aspecto, carece de idea.
Tan invisible es que en una panoplia con retratos de gente capaz de hacernos insoportable la vida, una inmensa mayoría de los españoles señalaría, sin la menor vacilación, al presidente de los EE UU como el mayor enemigo de nuestra felicidad. Ese lejano fetiche concita todos los resentimientos y muchos deliran que es él quien dificulta nuestros apacibles menesteres. Sin embargo, el Mal siempre está mucho más cerca y es el Mal mismo quien propone monigotes para nuestra distracción.
No es Bush quien mantiene en una situación próxima a la miseria a millones de españoles menores de cuarenta años. No es él quien ha permitido y seguramente fomentado que los precios de la vivienda sean los más caros de Europa, algo perfectamente insoportable si se le añade que también se permite y fomenta la edificación de peor calidad del continente. No es él quien ha arrasado la educación en España y ha creado varias generaciones de analfabetos con título universitario. No es él quien impide la creación de familias jóvenes por la imposibilidad de compaginar trabajo y maternidad. No es él quien mantiene una red de transportes miserable a precios más elevados que en EE UU. Ni es Bush quien permite que los clientes de bancos, telefónicas, eléctricas, compañías de agua y gas, es decir, la totalidad de la población, sea estafada inmisericordemente con la ayudadel Gobierno. O Bush quien ha cementado la línea costera del Mediterráneo. O el que envenena el agua potable de Cataluña. O el que esclaviza a los inmigrantes ilegales. Y así sucesivamente.
España no es el único ejemplo de sociedad en donde una poderosa e invisible cúpula fáctica mantiene en la minoría de edad a la población y la distrae agitando el muñecón del sátrapa extranjero e imperialista. La extrema docilidad de las poblaciones, por lo menos las europeas, y la casi inexistente información, deja las manos libres a los dueños de la información y a los manipuladores de poblaciones.
No le va a la zaga Francia, país con dificultades cada vez mayores para modernizar sus arcaicas estructuras, dado el conservadurismo de su gente y el temor a un conflicto serio entre comunidades. El fracaso del contrato juvenil que la izquierda celebra como algo propio (pero que no ha logrado sino el afianzamiento de un sindicato con la satisfacción apenas disimulada de la derecha del Gobierno), es sólo otra de las múltiples reformas abortadas que están haciendo de este país el sucesor de Italia en la línea de decadencia.
Las naciones que transformaron de arriba abajo sus sociedades tras la última guerra mundial tienen ahora que emprender una segunda renovación, porque aquellas estructuras están envejecidas y son peligrosas. Todos envidiamos los trenes de alta velocidad franceses, pero la mitad de sus pasajeros viajan de espaldas porque su diseño es arcaico. La tarjeta de crédito francesa, la Carte Bleu, fue pionera, pero en este momento es un fósil: no se puede cambiar el código de acceso, no se puede consultar el saldo en los cajeros, no facilita información sobre operaciones ni, por supuesto, sirve para comprar entradas de cine o billetes de transporte. Lo mismo podríamos decir de las autopistas italianas; aquel milagro de los años cincuenta son ahora caminos de carro ocupados por camiones de seis ejes y con una mortalidad escalofriante. Lo moderno envejece muy deprisa.
No es Bush quien impide los cambios, las reformas, las transformaciones, las renovaciones en un continente envejecido y paralizado. Ni es él quien distrae a la población con novedades simbólicas, banderas, himnos, uniformes, patriotismos reaccionarios disfrazados de futuro o cambios ornamentales que sólo atañen a las mercancías de mayor circulación mediática.
Quien impide los cambios imprescindibles, o incluso los necesarios, no vive en otro país, vive aquí mismo. No sabemos quién es ni cómo se llama, sabe evitar a la prensa y es muy difícil señalarlo. Cuando las fuerzas destructivas son impunes y secretas, no puede haber sarcasmo o ironía, no se puede usar el ingenio para ridiculizar al Malvado. Quizás, no sea yo el único en observar que ha desaparecido de nuestro país el humor, la distancia, el escepticismo, la burla y por supuesto la crítica. Sólo se critica (en realidad, se insulta) al enemigo, una tarea ancilar y burocrática, de una seriedad monacal.
Se acabó el arte de la disidencia, es una forma de pasado. Escribo este artículo con motivo de la reciente muerte de Jean-François Revel y como homenaje al último emmerdeur de Francia. En el lugar que antes ocupaban los insumisos como él, haciendo equilibrios mortales para que no les rompieran la crisma, ha colocado su rotundo trasero la ufana tropa de corderos con denominación de origen que bala su bondad infinita desde todos los medios de comunicación hasta ensordecernos.
Y cuando los borregos están gorditos, los lobos aúllan de contento.
FÉLIX DE AZÚA
El estruendo de los corderos
Cuando las sociedades florecen o dan fruto, cuando viven años de expansión, enriquecimiento o victoria guerrera, no es infrecuente la aparición de personajes que alcanzan la notoriedad por su escepticismo, por la distancia que interponen entre sus conciencias y los gloriosos acontecimientos que todos celebran. Estos aguafiestas solían tener un agudo sentido del ridículo y trabajaban su personaje con prudencia aunque también con arrojo. Sabían que el grueso de la población detesta que le perturben la siesta y que los grandes personajes que aumentan su poder y su riqueza con los "gloriosos acontecimientos" pueden aplastarles con total impunidad.
A veces, lo hacían. Oscar Wilde pagó un precio enorme por el sarcasmo, la ironía y el menosprecio con que se mofó de una sociedad tan poderosa como rapaz. Cuando los criados del caballero de Rohan dejaron medio muerto de una paliza a Voltaire, sin que jamás se produjera la menor consecuencia desagradable para el aristócrata, el filósofo comprendió que el ingenio no es un chaleco antibalas. La altivez necesaria para llevar adelante un personaje de este tipo requiere una considerable presencia de ánimo y mucho coraje. En ocasiones, el coraje no es sino pura inconsciencia y el sarcástico sobrevive de milagro, aunque él lo atribuya a su mérito.
Tampoco se salvó en España Valle-Inclán, quizás el más cercano al modelo de espíritu asocial, enemigo del gregarismo y burlador de los poderosos, sobre todo de los poderosos disfrazados de monaguillo. El burlador ha sido mucho más frecuente en Francia y Gran Bretaña en razón de la fuerza que en aquellos países tenía y tiene la opinión pública; en España apenas se ha dado y por eso a Larra se le estudia en la universidad. Valle-Inclán, el mejor escritor de su siglo, no fue reconocido más que como un bufón algo tarumba que escribía preciosismos afrancesados.
La figura del azote social ha desaparecido casi por completo porque las fuerzas que mueven ahora los engranajes económicos (que son los únicos mecanismos políticos que quedan) se guarecen en la más inescrutable oscuridad. Para ejercer su arte, el ironista necesita figuras concretas y con nombre propio, ciudadanos de carne y hueso que den cuerpo, ellos y sus posesiones, a la idolatría del poder, como la de los funcionarios ministeriales que Graham Greene degollaba con líneas como cuchillas.
Incluso alguien tan integrado, pero dotado de un talento extraordinario para el sarcasmo y la caricatura social, como Dickens, sabía que sus retratos de infames ricachos eran inmediatamente reconocidos. Hoy no es posible determinar físicamente el Mal, nadie puede señalarlo, nos tenemos que conformar con las viñetas de hace un siglo: orondos fumadores de habanos, tocados de chistera, que aparecen en las tibias viñetas de algunos dibujantes. Un tremendo anacronismo que demuestra hasta qué punto es invisible la figura que hoy ocupa ese lugar. El Malvado no tiene aspecto, carece de idea.
Tan invisible es que en una panoplia con retratos de gente capaz de hacernos insoportable la vida, una inmensa mayoría de los españoles señalaría, sin la menor vacilación, al presidente de los EE UU como el mayor enemigo de nuestra felicidad. Ese lejano fetiche concita todos los resentimientos y muchos deliran que es él quien dificulta nuestros apacibles menesteres. Sin embargo, el Mal siempre está mucho más cerca y es el Mal mismo quien propone monigotes para nuestra distracción.
No es Bush quien mantiene en una situación próxima a la miseria a millones de españoles menores de cuarenta años. No es él quien ha permitido y seguramente fomentado que los precios de la vivienda sean los más caros de Europa, algo perfectamente insoportable si se le añade que también se permite y fomenta la edificación de peor calidad del continente. No es él quien ha arrasado la educación en España y ha creado varias generaciones de analfabetos con título universitario. No es él quien impide la creación de familias jóvenes por la imposibilidad de compaginar trabajo y maternidad. No es él quien mantiene una red de transportes miserable a precios más elevados que en EE UU. Ni es Bush quien permite que los clientes de bancos, telefónicas, eléctricas, compañías de agua y gas, es decir, la totalidad de la población, sea estafada inmisericordemente con la ayudadel Gobierno. O Bush quien ha cementado la línea costera del Mediterráneo. O el que envenena el agua potable de Cataluña. O el que esclaviza a los inmigrantes ilegales. Y así sucesivamente.
España no es el único ejemplo de sociedad en donde una poderosa e invisible cúpula fáctica mantiene en la minoría de edad a la población y la distrae agitando el muñecón del sátrapa extranjero e imperialista. La extrema docilidad de las poblaciones, por lo menos las europeas, y la casi inexistente información, deja las manos libres a los dueños de la información y a los manipuladores de poblaciones.
No le va a la zaga Francia, país con dificultades cada vez mayores para modernizar sus arcaicas estructuras, dado el conservadurismo de su gente y el temor a un conflicto serio entre comunidades. El fracaso del contrato juvenil que la izquierda celebra como algo propio (pero que no ha logrado sino el afianzamiento de un sindicato con la satisfacción apenas disimulada de la derecha del Gobierno), es sólo otra de las múltiples reformas abortadas que están haciendo de este país el sucesor de Italia en la línea de decadencia.
Las naciones que transformaron de arriba abajo sus sociedades tras la última guerra mundial tienen ahora que emprender una segunda renovación, porque aquellas estructuras están envejecidas y son peligrosas. Todos envidiamos los trenes de alta velocidad franceses, pero la mitad de sus pasajeros viajan de espaldas porque su diseño es arcaico. La tarjeta de crédito francesa, la Carte Bleu, fue pionera, pero en este momento es un fósil: no se puede cambiar el código de acceso, no se puede consultar el saldo en los cajeros, no facilita información sobre operaciones ni, por supuesto, sirve para comprar entradas de cine o billetes de transporte. Lo mismo podríamos decir de las autopistas italianas; aquel milagro de los años cincuenta son ahora caminos de carro ocupados por camiones de seis ejes y con una mortalidad escalofriante. Lo moderno envejece muy deprisa.
No es Bush quien impide los cambios, las reformas, las transformaciones, las renovaciones en un continente envejecido y paralizado. Ni es él quien distrae a la población con novedades simbólicas, banderas, himnos, uniformes, patriotismos reaccionarios disfrazados de futuro o cambios ornamentales que sólo atañen a las mercancías de mayor circulación mediática.
Quien impide los cambios imprescindibles, o incluso los necesarios, no vive en otro país, vive aquí mismo. No sabemos quién es ni cómo se llama, sabe evitar a la prensa y es muy difícil señalarlo. Cuando las fuerzas destructivas son impunes y secretas, no puede haber sarcasmo o ironía, no se puede usar el ingenio para ridiculizar al Malvado. Quizás, no sea yo el único en observar que ha desaparecido de nuestro país el humor, la distancia, el escepticismo, la burla y por supuesto la crítica. Sólo se critica (en realidad, se insulta) al enemigo, una tarea ancilar y burocrática, de una seriedad monacal.
Se acabó el arte de la disidencia, es una forma de pasado. Escribo este artículo con motivo de la reciente muerte de Jean-François Revel y como homenaje al último emmerdeur de Francia. En el lugar que antes ocupaban los insumisos como él, haciendo equilibrios mortales para que no les rompieran la crisma, ha colocado su rotundo trasero la ufana tropa de corderos con denominación de origen que bala su bondad infinita desde todos los medios de comunicación hasta ensordecernos.
Y cuando los borregos están gorditos, los lobos aúllan de contento.
lunes, 8 de mayo de 2006
¿Hacia una liga de dictadores?
ABC 08/05/06
ROBERT KAGAN. Miembro de la Fundación Carnegie para la Paz
¿Hacia una liga de dictadores?
DESDE la aparición del liberalismo en el siglo XVIII, su inevitable conflicto con la autocracia ha contribuido a modelar la política internacional. Lo que James Madison denominó «la gran lucha del periodo entre la libertad y el despotismo» dominó casi todo el siglo XIX y buena parte del XX, cuando las potencias liberales se alinearon contra diversas formas de autocracia en guerras calientes y frías. Muchos creían que esa lucha había terminado después de 1989, con la caída del comunismo, que sería el último pretendiente de la autocracia «legítima», y que había sido suplantada como principal fuente de conflicto global por antiguas antipatías religiosas, étnicas y culturales, una opinión aparentemente confirmada por el 11-S y por el auge del radicalismo islámico. Pero, entre otras cosas, la época actual tal vez se esté modelando como otra ronda más en el conflicto entre el liberalismo y la autocracia. Los principales protagonistas del bando de la autocracia no serán las mezquinas dictaduras de Oriente Próximo contra las que en teoría apunta la doctrina de Bush. Serán las dos grandes potencias autocráticas, China y Rusia, que plantean un viejo reto no previsto en el nuevo paradigma de la «guerra contra el terrorismo».
Si esto parece sorprendente, es porque ninguna de ellas siguió el curso predicho por la mayoría de los observadores. A finales de los años noventa, a pesar de los fracasos de Boris Yeltsin, la trayectoria política e internacional de Rusia parecía seguir más o menos una senda liberal y occidental. Recientemente, en 2002, China parecía abocada a una mayor liberalización política nacional y a una mayor integración en el mundo liberal. Los expertos en asuntos chinos y los políticos sostenían que, les gustara o no a los dirigentes del país, ése era el requisito ineludible para transformar China en una economía de mercado próspera. Hoy en día, esas suposiciones les parecen cuestionables incluso a sus autores. Las conversaciones acerca de la inminente democratización de Rusia se han desvanecido.
China sigue integrándose en el orden económico mundial, pero pocos observadores hablan de la inevitabilidad de su liberalización política. Su economía está en auge, aunque sus dirigentes mantengan firmemente un Gobierno unipartidista, de modo que ahora se habla del «modelo chino», en el que la autocracia política y el crecimiento económico van de la mano. A los líderes rusos también les gusta ese modelo, aunque en su caso el crecimiento económico depende de unas reservas aparentemente ilimitadas de gas y petróleo. Hasta ahora, la estrategia del Occidente liberal ha consistido en tratar de integrar a esas dos potencias en el orden liberal internacional, domarlas y convertirlas en algo seguro para el liberalismo. Pero esa estrategia dependía de la expectativa de su transformación gradual y constante en sociedades liberales. Si, por el contrario, en las próximas décadas China y Rusia van a ser sólidos pilares de la autocracia, resistentes y quizá incluso prósperos, no se puede esperar que asuman la idea occidental de la inexorable evolución de la humanidad hacia la democracia y el fin del gobierno autocrático. Más bien, cabe esperar que hagan lo que siempre han hecho las autocracias: resistir los asaltos del liberalismo por el interés de su supervivencia a largo plazo.
A una escala pequeña pero reveladora, eso es lo que están haciendo Rusia y China en lugares como Sudán e Irán, donde hacen causa común para bloquear los esfuerzos del Occidente liberal por imponer sanciones, y en Bielorrusia, Uzbekistán, Zimbabue y Birmania, donde han aceptado a diversos dictadores en un desafío al consenso liberal mundial. Todas esas acciones se pueden explicar como algo que sencillamente sirve a unos intereses materiales limitados. China necesita el petróleo sudanés e iraní; Rusia quiere los cientos de millones de euros que obtiene con la venta de armas y reactores nucleares. Pero sus decisiones implican algo más que un mero interés limitado. La defensa de esos gobiernos contra las presiones del Occidente liberal refleja sus intereses fundamentales como autocracias.
Dichos intereses son muy fáciles de comprender. Pongamos por caso el tema de las sanciones. Tal y como explica el embajador chino en la ONU, «como principio general, siempre tenemos dificultades con las sanciones, ya sea en este caso (Sudán) o en otros». Y bien podrían tenerlas, ya que siguen sufriendo las sanciones impuestas por el mundo liberal hace diecisiete años. A China le gustaría que la comunidad internacional abandonara por completo la cuestión de las sanciones. Y a Rusia también. Su oposición a las sanciones contra Sudán «en realidad no guarda relación» con ese país, señala Pavel Baiev. «Rusia está adoptando una postura contra las sanciones... para reducir al mínimo la utilidad de ese instrumento de Naciones Unidas». Y Rusia y China tampoco acogen con agrado las iniciativas del Occidente liberal para promover la política liberal en todo el mundo, y mucho menos en regiones de importancia estratégica para ellos.
Como es habitual en épocas de conflicto entre el liberalismo y la autocracia, lo que se percibe como intereses ideológicos y estratégicos tiende a fundirse en ambos bandos. Por ello, es comprensible que a los chinos les interese preservar el acceso al petróleo por si se produjera un enfrentamiento con Estados Unidos. En consecuencia, intentan mejorar las relaciones con los gobiernos de Sudán y Angola, ninguno de los cuales goza del favor del Occidente liberal; con Hugo Chávez, y con el Gobierno de Birmania, a cambio de acceso a instalaciones portuarias. Están luchando constantemente por obtener votos en Naciones Unidas para fortalecer su posición frente a Taiwán y Japón, así que cortejan a líderes como Robert Mugabe, de Zimbabue, otro autócrata despreciado por el Occidente liberal.
Aunque intervencionistas liberales europeos como Mark Leonard critican la voluntad china de ofrecer «apoyo político incondicional y ayuda económica y armas a regímenes autocráticos que de otra forma podrían ser proclives a la presión internacional», uno se pregunta por qué los chinos iban a hacer lo contrario. ¿Sacrifica una autocracia sus intereses para unirse a Occidente en la condena de otra autocracia? Una ironía que los europeos deberían apreciar es que China y Rusia defienden fielmente un principio básico del orden liberal internacional -insistir en que todas las acciones internacionales sean autorizadas por el Consejo de Seguridad de la ONU- para socavar el otro objetivo principal del liberalismo internacional, que es fomentar los derechos individuales de todos los seres humanos, a veces en contra de los gobiernos que los oprimen. Por consiguiente, mientras que estadounidenses y europeos han trabajado durante las dos últimas décadas para instaurar nuevas «normas» liberales que permitan intervenciones en lugares como Kosovo, Ruanda y Sudán, Rusia y China han utilizado su derecho a veto para impedir esa «evolución» de las normas. Es probable que el futuro depare más conflictos de ese tipo.
El mundo es un lugar complicado y no va a dividirse en una simple lucha maniquea entre liberalismo y autocracia. Rusia y China no son aliados naturales. Ambos necesitan el acceso a los mercados del Occidente liberal. Y ambos comparten intereses con las potencias liberales occidentales. Pero, como autocracias, tienen importantes intereses en común, tanto mutuos como con otras autocracias. Todas ellas se encuentran sitiadas en una era en la que el liberalismo parece estar propagándose. No debería sorprender a nadie que, en respuesta a ello, haya surgido una liga informal de dictadores, en la medida de lo posible mantenida y protegida por Moscú y Pekín. La cuestión es qué decidirán hacer Estados Unidos y Europa como réplica. Por desgracia, es posible que Al Qaeda no sea el único riesgo que afronta actualmente el liberalismo, y ni siquiera el mayor.
ROBERT KAGAN. Miembro de la Fundación Carnegie para la Paz
¿Hacia una liga de dictadores?
DESDE la aparición del liberalismo en el siglo XVIII, su inevitable conflicto con la autocracia ha contribuido a modelar la política internacional. Lo que James Madison denominó «la gran lucha del periodo entre la libertad y el despotismo» dominó casi todo el siglo XIX y buena parte del XX, cuando las potencias liberales se alinearon contra diversas formas de autocracia en guerras calientes y frías. Muchos creían que esa lucha había terminado después de 1989, con la caída del comunismo, que sería el último pretendiente de la autocracia «legítima», y que había sido suplantada como principal fuente de conflicto global por antiguas antipatías religiosas, étnicas y culturales, una opinión aparentemente confirmada por el 11-S y por el auge del radicalismo islámico. Pero, entre otras cosas, la época actual tal vez se esté modelando como otra ronda más en el conflicto entre el liberalismo y la autocracia. Los principales protagonistas del bando de la autocracia no serán las mezquinas dictaduras de Oriente Próximo contra las que en teoría apunta la doctrina de Bush. Serán las dos grandes potencias autocráticas, China y Rusia, que plantean un viejo reto no previsto en el nuevo paradigma de la «guerra contra el terrorismo».
Si esto parece sorprendente, es porque ninguna de ellas siguió el curso predicho por la mayoría de los observadores. A finales de los años noventa, a pesar de los fracasos de Boris Yeltsin, la trayectoria política e internacional de Rusia parecía seguir más o menos una senda liberal y occidental. Recientemente, en 2002, China parecía abocada a una mayor liberalización política nacional y a una mayor integración en el mundo liberal. Los expertos en asuntos chinos y los políticos sostenían que, les gustara o no a los dirigentes del país, ése era el requisito ineludible para transformar China en una economía de mercado próspera. Hoy en día, esas suposiciones les parecen cuestionables incluso a sus autores. Las conversaciones acerca de la inminente democratización de Rusia se han desvanecido.
China sigue integrándose en el orden económico mundial, pero pocos observadores hablan de la inevitabilidad de su liberalización política. Su economía está en auge, aunque sus dirigentes mantengan firmemente un Gobierno unipartidista, de modo que ahora se habla del «modelo chino», en el que la autocracia política y el crecimiento económico van de la mano. A los líderes rusos también les gusta ese modelo, aunque en su caso el crecimiento económico depende de unas reservas aparentemente ilimitadas de gas y petróleo. Hasta ahora, la estrategia del Occidente liberal ha consistido en tratar de integrar a esas dos potencias en el orden liberal internacional, domarlas y convertirlas en algo seguro para el liberalismo. Pero esa estrategia dependía de la expectativa de su transformación gradual y constante en sociedades liberales. Si, por el contrario, en las próximas décadas China y Rusia van a ser sólidos pilares de la autocracia, resistentes y quizá incluso prósperos, no se puede esperar que asuman la idea occidental de la inexorable evolución de la humanidad hacia la democracia y el fin del gobierno autocrático. Más bien, cabe esperar que hagan lo que siempre han hecho las autocracias: resistir los asaltos del liberalismo por el interés de su supervivencia a largo plazo.
A una escala pequeña pero reveladora, eso es lo que están haciendo Rusia y China en lugares como Sudán e Irán, donde hacen causa común para bloquear los esfuerzos del Occidente liberal por imponer sanciones, y en Bielorrusia, Uzbekistán, Zimbabue y Birmania, donde han aceptado a diversos dictadores en un desafío al consenso liberal mundial. Todas esas acciones se pueden explicar como algo que sencillamente sirve a unos intereses materiales limitados. China necesita el petróleo sudanés e iraní; Rusia quiere los cientos de millones de euros que obtiene con la venta de armas y reactores nucleares. Pero sus decisiones implican algo más que un mero interés limitado. La defensa de esos gobiernos contra las presiones del Occidente liberal refleja sus intereses fundamentales como autocracias.
Dichos intereses son muy fáciles de comprender. Pongamos por caso el tema de las sanciones. Tal y como explica el embajador chino en la ONU, «como principio general, siempre tenemos dificultades con las sanciones, ya sea en este caso (Sudán) o en otros». Y bien podrían tenerlas, ya que siguen sufriendo las sanciones impuestas por el mundo liberal hace diecisiete años. A China le gustaría que la comunidad internacional abandonara por completo la cuestión de las sanciones. Y a Rusia también. Su oposición a las sanciones contra Sudán «en realidad no guarda relación» con ese país, señala Pavel Baiev. «Rusia está adoptando una postura contra las sanciones... para reducir al mínimo la utilidad de ese instrumento de Naciones Unidas». Y Rusia y China tampoco acogen con agrado las iniciativas del Occidente liberal para promover la política liberal en todo el mundo, y mucho menos en regiones de importancia estratégica para ellos.
Como es habitual en épocas de conflicto entre el liberalismo y la autocracia, lo que se percibe como intereses ideológicos y estratégicos tiende a fundirse en ambos bandos. Por ello, es comprensible que a los chinos les interese preservar el acceso al petróleo por si se produjera un enfrentamiento con Estados Unidos. En consecuencia, intentan mejorar las relaciones con los gobiernos de Sudán y Angola, ninguno de los cuales goza del favor del Occidente liberal; con Hugo Chávez, y con el Gobierno de Birmania, a cambio de acceso a instalaciones portuarias. Están luchando constantemente por obtener votos en Naciones Unidas para fortalecer su posición frente a Taiwán y Japón, así que cortejan a líderes como Robert Mugabe, de Zimbabue, otro autócrata despreciado por el Occidente liberal.
Aunque intervencionistas liberales europeos como Mark Leonard critican la voluntad china de ofrecer «apoyo político incondicional y ayuda económica y armas a regímenes autocráticos que de otra forma podrían ser proclives a la presión internacional», uno se pregunta por qué los chinos iban a hacer lo contrario. ¿Sacrifica una autocracia sus intereses para unirse a Occidente en la condena de otra autocracia? Una ironía que los europeos deberían apreciar es que China y Rusia defienden fielmente un principio básico del orden liberal internacional -insistir en que todas las acciones internacionales sean autorizadas por el Consejo de Seguridad de la ONU- para socavar el otro objetivo principal del liberalismo internacional, que es fomentar los derechos individuales de todos los seres humanos, a veces en contra de los gobiernos que los oprimen. Por consiguiente, mientras que estadounidenses y europeos han trabajado durante las dos últimas décadas para instaurar nuevas «normas» liberales que permitan intervenciones en lugares como Kosovo, Ruanda y Sudán, Rusia y China han utilizado su derecho a veto para impedir esa «evolución» de las normas. Es probable que el futuro depare más conflictos de ese tipo.
El mundo es un lugar complicado y no va a dividirse en una simple lucha maniquea entre liberalismo y autocracia. Rusia y China no son aliados naturales. Ambos necesitan el acceso a los mercados del Occidente liberal. Y ambos comparten intereses con las potencias liberales occidentales. Pero, como autocracias, tienen importantes intereses en común, tanto mutuos como con otras autocracias. Todas ellas se encuentran sitiadas en una era en la que el liberalismo parece estar propagándose. No debería sorprender a nadie que, en respuesta a ello, haya surgido una liga informal de dictadores, en la medida de lo posible mantenida y protegida por Moscú y Pekín. La cuestión es qué decidirán hacer Estados Unidos y Europa como réplica. Por desgracia, es posible que Al Qaeda no sea el único riesgo que afronta actualmente el liberalismo, y ni siquiera el mayor.
domingo, 7 de mayo de 2006
Despedida a un combatiente
EL PAÍS 07/05/06
MARIO VARGAS LLOSA
"...ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad..."
Despedida a un combatiente
La muerte de Jean François Revel abre un vacío intelectual en Francia que, en lo inmediato, nadie va a llenar, priva a la cultura liberal de uno de sus más lúcidos y aguerridos combatientes y nos deja a sus lectores, admiradores y amigos con una sobrecogedora sensación de orfandad.
Había nacido en 1924 en Marsella y aprobado todos los requisitos que en Francia auguran una carrera académica de alto nivel (Escuela Normal Superior, agregación en Filosofía, militancia en la resistencia durante la ocupación) y enseñado en los institutos franceses de México y Florencia, donde aprendió el español y el italiano, dos de los cinco idiomas que hablaba a la perfección. Su biografía oficial dice que su primer libro fue Pourquoi des philosophes? (1957) (¿Para qué los filósofos?), pero, en verdad, había publicado antes una novela, Histoire de Flore, que, por excesivo sentido de autocrítica, nunca reeditó. Aquel ensayo, y su continuación de cinco años después, La Cabale des dévots (1962) (La Cábala de los devotos) revelaron al mundo a un formidable panfletario a la manera de Voltaire, culto y pugnaz, irónico y lapidario, en el que la riqueza de las ideas y el espíritu insumiso se desplegaban en una prosa tersa y por momentos incandescente. Recuerdo haberlos leído sorprendido, sacudido, irritado y, a fin de cuentas, con inmenso placer. Todos los grandes iconos en aquellos años quedaban bastante despintados en esos ensayos que denunciaban el oscurantismo gratuito, pretencioso y tramposo del lenguaje en que se expresaba buena parte de la filosofía de moda (de Lacan a Heidegger, de Sartre a Teilhard de Chardin, de Merleau-Ponty a Lévy-Strauss). El panfleto, en el siglo XVIII, no era en modo alguno esa forma retórica de diatriba vulgar y casi siempre insustancial que define en nuestra época aquel concepto, sino una comunicación polémica de alta cultura, un desafío semejante a las cartas de batalla medievales pero en el orden de las ideas, que empleaban los mejores talentos, volcando en esos textos sus mejores prendas intelectuales, para llegar a un público más vasto que el de los especialistas. Entre las mil actividades que desempeñó Jean François Revel, figura la de haber dirigido en la editorial inconformista de J. J. Pauvert una excelente colección, llamada "Libertés", de panfletos en la que figuraban Diderot, Voltaire, Hume, Rousseau, Zola, Marx, Breton y muchos otros.
A esa dinastía de grandes polemistas, rebeldes y agitadores intelectuales pertenecía Jean François Revel y fue una verdadera suerte para la cultura de la libertad que, en 1963, abandonara su carrera universitaria para dedicarse de lleno al periodismo y a escribir sus ensayos, que llegaron a un público muy vasto, gracias al esfuerzo que hizo siempre, muy coherente con las críticas que había formulado a sus colegas filósofos, de conciliar el rigor intelectual con la claridad de la expresión. En esto fue todavía mucho más lejos que Raymond Aron, su amigo y maestro y a quien heredó la responsabilidad de ser el gran valedor de las ideas liberales en un país y en un momento histórico en que "el opio de los intelectuales" (como llamó Aron al marxismo en un ensayo célebre) tenía poco menos que hechizada a la intelectualidad francesa (La obnubilación llegó a tal extremo que el inteligente Sartre había declarado, a su regreso de un viaje a Moscú: "La libertad de crítica es total en la Unión Soviética"). Todos los libros de Revel, sin excepción, están al alcance de un lector medianamente culto, pese a que en algunos de ellos se discuten asuntos de intrincada complejidad, como doctrinas teológicas, eruditas polémicas de filología o estéticas, descubrimientos científicos o teorías sobre el arte. Nunca recurrió a la jerga especializada ni confundió la oscuridad con la profundidad. Fue siempre claro sin ser jamás superficial. Que eso lo consiguiera en sus libros, ya es un mérito; pero lo es todavía más que esa fuera la tónica de los centenares de artículos que escribió, en las publicaciones en que a lo largo de más de medio siglo comentó cada semana la actualidad: France Observateur, L'Express (del que fue director) y Le Point.
Por ignorantes, o para tratar de desprestigiarlo, muchos cacógrafos lo han presentado en estos días como un pensador "conservador". No lo fue nunca. Fue, en su juventud, un socialista, y por eso se opuso, con críticas acerbas, a la V República del general De Gaulle (Le Style du Général, 1959), y todavía en 1968 se enfrentó, en un ensayo sin misericordia, a la Francia de la reacción (Lettre ouverte a la droite). El año anterior, había sido candidato a diputado por el partido de François Mitterrand. Toda su vida fue un republicano ateo y anticlerical, severísimo catón del espíritu dogmático de todas las iglesias y en especial la católica, un defensor del laicismo y del racionalismo heredados del siglo de las luces (se explayó al respecto con sabiduría y humor en su libro-polémica con su hijo Matthieu, monje tibetano y traductor del Dalai Lama : Le Moine et le Philosophe (1997)). Dentro del espectro de variantes del liberalismo, Revel estuvo siempre en aquella que más se acerca al anarquismo, aunque sin caer en él, como sugiere aquella insolente declaración del principio de sus memorias: "Aborrezco a la familia, tanto aquella en la que nací como las que yo mismo fundé".
Pero es verdad que el grueso de sus críticas, y esos libros que provocaron verdaderos seísmos intelectuales en el seno de la corrección política, se dirigían a esa izquierda enemistada con la cultura democrática, la sometida al dogmatismo marxista o maoísta, y, sobre todo, a la acobardada y paralizada por el temor de ser acusada de "venderse a la reacción", que sirvió en tantos países de Caballo de Troya del totalitarismo, y a la proliferación de una literatura política supuestamente progresista sin vuelo, sin músculos y sin alma, hecha de lugares comunes y retórica estupefaciente. La Tentation totalitaire (1976), Comment les démocraies finissent (1983), Le Terrorisme contra la démocratie (1987) y La Connaissance inutile (1988) provocaron intensas y estimulantes polémicas y sirvieron para mostrar que un pensador liberal podía ser, si tenía el talento, la cultura y la valentía de un Revel, de encarnar el verdadero espíritu inconforme y trasgresor en tiempos de abdicación y aplatanamiento moral de la izquierda democrática.
Pero sería una gran injusticia hablar de Jean François Revel sólo como un ensayista político. En realidad, fue un humanista moderno, con curiosidades por todo el abanico de vocaciones y disciplinas, las letras y las artes, como testimonian sus libros y sus artículos que versan sobre los temas más diversos. Pero en ninguno de los temas sobre los que escribió aparecía como un mero diletante. Su ensayo sobre Proust es delicado y sensible, una lectura original, con algunos hallazgos sorprendentes. Y también lo son sus escritos sobre el arte, y la crítica de arte, que revelan una larga frecuentación de museos, galerías y bibliotecas afines. Su hermosa Antología de la poesía francesa (1991) muestra una curiosa mezcla de amor por la tradición y la vanguardia al mismo tiempo y es, como todo lo que escribió, iconoclasta y original. Su libro sobre gastronomía, Un festin en paroles (1979) es, qué duda cabe, el libro de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba. Verlo disfrutar de la comida era un espectáculo, sólo comparable al que ofrecía Pablo Neruda frente a una mesa llena de manjares. Todo su inmenso amor a la vida -a esta vida, la única en la que creía- transparecía allí, en el brillo feliz de sus ojos, en la seriedad con que probaba cada bocado, en la gran sonrisa que era signo inequívoco de su aprobación.
Desde que, en su juventud, pasó dos años en México, como profesor, se interesó en América Latina, leyó mucho su literatura y estudió su historia y siguió sus avatares políticos con la seriedad y la falta de prejuicios que le permitieron conocer al continente de las esperanzas frustradas como muy pocos intelectuales europeos. También en este campo dio una batalla que nunca podremos agradecerle bastante los latinoamericanos. Es verdad que no era suficiente contrapeso al inmenso caudal de estereotipos y distorsiones que anegan por lo general los artículos y ensayos sobre América Latina que se publican en Europa, pero sin él las cosas hubieran sido todavía mucho peor. Cada una de las giras de Jean François Revel por los países latinoamericanos en las últimas tres décadas fueron enormemente positivas y gracias a él, por ejemplo, el venezolano Carlos Rangel se animó a publicar sus magníficos ensayos.
El temible polemista era un hombre bueno, generoso, un amigo leal, deslumbrante en las conversaciones de pequeños grupos, cuando, con una copa en la mano, se abandonaba al chisme, la anécdota, la picardía y el humor, inmensamente divertido. Parecía haberlo leído todo, pues sobre casi todo hablaba con una solvencia tranquila y una memoria de elefante, pero no había en él ni asomo de pedantería. Todo lo contrario. Nos conocimos a principios de los años setenta y, desde entonces, fuimos amigos, y también, creo que puedo decirlo sin parecer jactancioso, compañeros de barricada, porque ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad, desde el nacimiento del individuo, la democracia, el reconocimiento del otro, los derechos humanos, la lenta disolución de las fronteras y la coexistencia en la diversidad. No hay palabra que represente mejor la idea de civilización y que esté más reñida con todas las manifestaciones de la barbarie que han llenado de sangre, injusticia, censura, crímenes y explotación la historia humana. Y pocos intelectuales modernos obraron tanto como Revel para mantenerla viva y operante en estos tiempos difíciles.
MARIO VARGAS LLOSA
"...ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad..."
Despedida a un combatiente
La muerte de Jean François Revel abre un vacío intelectual en Francia que, en lo inmediato, nadie va a llenar, priva a la cultura liberal de uno de sus más lúcidos y aguerridos combatientes y nos deja a sus lectores, admiradores y amigos con una sobrecogedora sensación de orfandad.
Había nacido en 1924 en Marsella y aprobado todos los requisitos que en Francia auguran una carrera académica de alto nivel (Escuela Normal Superior, agregación en Filosofía, militancia en la resistencia durante la ocupación) y enseñado en los institutos franceses de México y Florencia, donde aprendió el español y el italiano, dos de los cinco idiomas que hablaba a la perfección. Su biografía oficial dice que su primer libro fue Pourquoi des philosophes? (1957) (¿Para qué los filósofos?), pero, en verdad, había publicado antes una novela, Histoire de Flore, que, por excesivo sentido de autocrítica, nunca reeditó. Aquel ensayo, y su continuación de cinco años después, La Cabale des dévots (1962) (La Cábala de los devotos) revelaron al mundo a un formidable panfletario a la manera de Voltaire, culto y pugnaz, irónico y lapidario, en el que la riqueza de las ideas y el espíritu insumiso se desplegaban en una prosa tersa y por momentos incandescente. Recuerdo haberlos leído sorprendido, sacudido, irritado y, a fin de cuentas, con inmenso placer. Todos los grandes iconos en aquellos años quedaban bastante despintados en esos ensayos que denunciaban el oscurantismo gratuito, pretencioso y tramposo del lenguaje en que se expresaba buena parte de la filosofía de moda (de Lacan a Heidegger, de Sartre a Teilhard de Chardin, de Merleau-Ponty a Lévy-Strauss). El panfleto, en el siglo XVIII, no era en modo alguno esa forma retórica de diatriba vulgar y casi siempre insustancial que define en nuestra época aquel concepto, sino una comunicación polémica de alta cultura, un desafío semejante a las cartas de batalla medievales pero en el orden de las ideas, que empleaban los mejores talentos, volcando en esos textos sus mejores prendas intelectuales, para llegar a un público más vasto que el de los especialistas. Entre las mil actividades que desempeñó Jean François Revel, figura la de haber dirigido en la editorial inconformista de J. J. Pauvert una excelente colección, llamada "Libertés", de panfletos en la que figuraban Diderot, Voltaire, Hume, Rousseau, Zola, Marx, Breton y muchos otros.
A esa dinastía de grandes polemistas, rebeldes y agitadores intelectuales pertenecía Jean François Revel y fue una verdadera suerte para la cultura de la libertad que, en 1963, abandonara su carrera universitaria para dedicarse de lleno al periodismo y a escribir sus ensayos, que llegaron a un público muy vasto, gracias al esfuerzo que hizo siempre, muy coherente con las críticas que había formulado a sus colegas filósofos, de conciliar el rigor intelectual con la claridad de la expresión. En esto fue todavía mucho más lejos que Raymond Aron, su amigo y maestro y a quien heredó la responsabilidad de ser el gran valedor de las ideas liberales en un país y en un momento histórico en que "el opio de los intelectuales" (como llamó Aron al marxismo en un ensayo célebre) tenía poco menos que hechizada a la intelectualidad francesa (La obnubilación llegó a tal extremo que el inteligente Sartre había declarado, a su regreso de un viaje a Moscú: "La libertad de crítica es total en la Unión Soviética"). Todos los libros de Revel, sin excepción, están al alcance de un lector medianamente culto, pese a que en algunos de ellos se discuten asuntos de intrincada complejidad, como doctrinas teológicas, eruditas polémicas de filología o estéticas, descubrimientos científicos o teorías sobre el arte. Nunca recurrió a la jerga especializada ni confundió la oscuridad con la profundidad. Fue siempre claro sin ser jamás superficial. Que eso lo consiguiera en sus libros, ya es un mérito; pero lo es todavía más que esa fuera la tónica de los centenares de artículos que escribió, en las publicaciones en que a lo largo de más de medio siglo comentó cada semana la actualidad: France Observateur, L'Express (del que fue director) y Le Point.
Por ignorantes, o para tratar de desprestigiarlo, muchos cacógrafos lo han presentado en estos días como un pensador "conservador". No lo fue nunca. Fue, en su juventud, un socialista, y por eso se opuso, con críticas acerbas, a la V República del general De Gaulle (Le Style du Général, 1959), y todavía en 1968 se enfrentó, en un ensayo sin misericordia, a la Francia de la reacción (Lettre ouverte a la droite). El año anterior, había sido candidato a diputado por el partido de François Mitterrand. Toda su vida fue un republicano ateo y anticlerical, severísimo catón del espíritu dogmático de todas las iglesias y en especial la católica, un defensor del laicismo y del racionalismo heredados del siglo de las luces (se explayó al respecto con sabiduría y humor en su libro-polémica con su hijo Matthieu, monje tibetano y traductor del Dalai Lama : Le Moine et le Philosophe (1997)). Dentro del espectro de variantes del liberalismo, Revel estuvo siempre en aquella que más se acerca al anarquismo, aunque sin caer en él, como sugiere aquella insolente declaración del principio de sus memorias: "Aborrezco a la familia, tanto aquella en la que nací como las que yo mismo fundé".
Pero es verdad que el grueso de sus críticas, y esos libros que provocaron verdaderos seísmos intelectuales en el seno de la corrección política, se dirigían a esa izquierda enemistada con la cultura democrática, la sometida al dogmatismo marxista o maoísta, y, sobre todo, a la acobardada y paralizada por el temor de ser acusada de "venderse a la reacción", que sirvió en tantos países de Caballo de Troya del totalitarismo, y a la proliferación de una literatura política supuestamente progresista sin vuelo, sin músculos y sin alma, hecha de lugares comunes y retórica estupefaciente. La Tentation totalitaire (1976), Comment les démocraies finissent (1983), Le Terrorisme contra la démocratie (1987) y La Connaissance inutile (1988) provocaron intensas y estimulantes polémicas y sirvieron para mostrar que un pensador liberal podía ser, si tenía el talento, la cultura y la valentía de un Revel, de encarnar el verdadero espíritu inconforme y trasgresor en tiempos de abdicación y aplatanamiento moral de la izquierda democrática.
Pero sería una gran injusticia hablar de Jean François Revel sólo como un ensayista político. En realidad, fue un humanista moderno, con curiosidades por todo el abanico de vocaciones y disciplinas, las letras y las artes, como testimonian sus libros y sus artículos que versan sobre los temas más diversos. Pero en ninguno de los temas sobre los que escribió aparecía como un mero diletante. Su ensayo sobre Proust es delicado y sensible, una lectura original, con algunos hallazgos sorprendentes. Y también lo son sus escritos sobre el arte, y la crítica de arte, que revelan una larga frecuentación de museos, galerías y bibliotecas afines. Su hermosa Antología de la poesía francesa (1991) muestra una curiosa mezcla de amor por la tradición y la vanguardia al mismo tiempo y es, como todo lo que escribió, iconoclasta y original. Su libro sobre gastronomía, Un festin en paroles (1979) es, qué duda cabe, el libro de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba. Verlo disfrutar de la comida era un espectáculo, sólo comparable al que ofrecía Pablo Neruda frente a una mesa llena de manjares. Todo su inmenso amor a la vida -a esta vida, la única en la que creía- transparecía allí, en el brillo feliz de sus ojos, en la seriedad con que probaba cada bocado, en la gran sonrisa que era signo inequívoco de su aprobación.
Desde que, en su juventud, pasó dos años en México, como profesor, se interesó en América Latina, leyó mucho su literatura y estudió su historia y siguió sus avatares políticos con la seriedad y la falta de prejuicios que le permitieron conocer al continente de las esperanzas frustradas como muy pocos intelectuales europeos. También en este campo dio una batalla que nunca podremos agradecerle bastante los latinoamericanos. Es verdad que no era suficiente contrapeso al inmenso caudal de estereotipos y distorsiones que anegan por lo general los artículos y ensayos sobre América Latina que se publican en Europa, pero sin él las cosas hubieran sido todavía mucho peor. Cada una de las giras de Jean François Revel por los países latinoamericanos en las últimas tres décadas fueron enormemente positivas y gracias a él, por ejemplo, el venezolano Carlos Rangel se animó a publicar sus magníficos ensayos.
El temible polemista era un hombre bueno, generoso, un amigo leal, deslumbrante en las conversaciones de pequeños grupos, cuando, con una copa en la mano, se abandonaba al chisme, la anécdota, la picardía y el humor, inmensamente divertido. Parecía haberlo leído todo, pues sobre casi todo hablaba con una solvencia tranquila y una memoria de elefante, pero no había en él ni asomo de pedantería. Todo lo contrario. Nos conocimos a principios de los años setenta y, desde entonces, fuimos amigos, y también, creo que puedo decirlo sin parecer jactancioso, compañeros de barricada, porque ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad, desde el nacimiento del individuo, la democracia, el reconocimiento del otro, los derechos humanos, la lenta disolución de las fronteras y la coexistencia en la diversidad. No hay palabra que represente mejor la idea de civilización y que esté más reñida con todas las manifestaciones de la barbarie que han llenado de sangre, injusticia, censura, crímenes y explotación la historia humana. Y pocos intelectuales modernos obraron tanto como Revel para mantenerla viva y operante en estos tiempos difíciles.
El combustible de Al Qaeda
EL PAÍS 07/05/06
AYAAN HIRSI ALÍ Y LEON DE WINTER
El combustible de Al Qaeda
La amenaza yihadista no puede resolverse en el campo de batalla. Y dado que la desconfianza en las ideas y los valores occidentales se deja sentir de forma profunda y generalizada en todo el mundo musulmán, la guerra por los corazones y las mentes no puede ganarse a través de la televisión por satélite, las emisiones radiofónicas y la diplomacia pública. Sólo se puede ganar cuando el mundo musulmán desarrolle una sociedad civil propia que desplace las mentalidades tribales que aún rigen hoy. Hasta entonces, Occidente debe enfrentarse al radicalismo con radicalismo: reduciendo drásticamente su dependencia del petróleo árabe que alimenta a la yihad mundial.La condición esencial para el ascenso de la sociedad civil en cualquier lugar es el establecimiento de una cultura meritocrática en la que las destrezas y cualidades de los individuos se valoren más que las afiliaciones étnicas o religiosas. Pero a diferencia de los países occidentales, Irak y Afganistán son Estados nación relativamente jóvenes en los que los individuos forman parte de tribus y clanes ancestrales que todavía buscan sus leyes en Dios. Se han celebrado elecciones en Irak y Afganistán, y la valentía de los votantes ha sido asombrosa. No obstante, debemos preguntarnos qué significa la democracia cuando las personas votan, como ha ocurrido en esos dos países, como miembros de tribus o sectas religiosas y no como individuos.
Lamentablemente, mientras las sociedades civiles no se establezcan firmemente, las lealtades a un clan, fortalecidas por el sentimiento religioso, serán los factores impulsores en buena parte del mundo arabo-islámico. En tales condiciones, las frágiles instituciones democráticas de Irak y Afganistán no pueden resistir la presión del radicalismo. Además, cambiar esas lealtades está fuera del alcance de la influencia exterior occidental. Ese tipo de cambio debe producirse desde el interior. Las potencias occidentales han demostrado que pueden derrocar tiranías como la de Sadam o la de los talibanes. Pero, aparte de las víctimas de los tiranos, para muchos habitantes del mundo arabo-islámico, dichos actos no son más que arrogante imperialismo occidental.
En ausencia del desarrollo de una sociedad civil vigorosa -que desde Occidente podemos intentar espolear, pero cuyo ritmo no podemos dictar- ¿qué senda eficaz podemos seguir?
No es posible derrotar al islamismo radical mediante el poder militar occidental, pero sí hay otra fuerza capaz de derrotarlo: el poder de las mentes occidentales creativas e inventivas. En su discurso sobre el Estado de la Unión, George Bush se refirió acertadamente a la adicción estadounidense al petróleo, pero no mencionó el tema esencial: esa adicción está financiando las bombas que estallan en las cunetas de Irak, el desarrollo de la bomba atómica iraní y la proliferación en muchos lugares de mezquitas radicales.
Los países del mundo libre deben imponerse con urgencia un objetivo ambicioso: en el plazo de cinco años tienen que idear un sistema para acabar con la dependencia del petróleo de Oriente Próximo. Al igual que John F. Kennedy tenía el objetivo de llevar al hombre en el espacio, al igual que el Proyecto Manhattan condujo en tres años a la derrota de Japón con la invención de un arma nueva, también los países occidentales deben iniciar un programa urgente para desarrollar una fuente energética eficaz, asequible y no dependiente del petróleo.
Depende de Occidente el tomar la iniciativa allí donde goza de una mayor ventaja: la búsqueda de soluciones tecnológicas a problemas concretos. Ya existen muchas alternativas a los combustibles fósiles: energía solar y eólica, carbón de combustión limpia, biocombustibles como el etanol, coches híbridos y motores de hidrógeno. Es cierto que tal vez se necesiten décadas para transformar el sistema energético mundial, pero un gran avance tecnológico reduciría drásticamente el precio del petróleo y disiparía el sueño de Osama Bin Laden de establecer un rico califato islámico basado en las rentas obtenidas del petróleo.
Para Bin Laden, sólo cuando estén unidos en la Umma (la comunidad islámica) podrán los musulmanes, chiíes y suníes, resistirse a las seducciones occidentales. Como el ayatolá Jomeini antes que él, Bin Laden sabe que sólo el control de las reservas petrolíferas mundiales dará a la Umma poder para triunfar sobre sus enemigos infieles. Arabia Saudí es el objetivo central de la revuelta de Bin Laden, ya que no sólo alberga los lugares más sagrados del islam, sino también las mayores reservas petrolíferas del mundo.
Sólo el rápido despliegue de nuevas tecnologías y la decisión de los fabricantes de coches, las empresas petrolíferas, las compañías energéticas y los gobiernos occidentales puede acabar con la amenaza de los mulás iraníes y con Al Qaeda.
El petróleo es el oxígeno tanto de las tiranías y dictaduras del mundo árabe y musulmán como de sus movimientos radicales. Sin él, las ideologías islamistas se asfixiarán. En Occidente, la reducción de las importaciones de petróleo de Oriente Próximo unirá a progresistas y conservadores y se solucionarán problemas medioambientales y de seguridad. Las nuevas tecnologías contaminarán menos y tal vez reduzcan el efecto invernadero y, al mismo tiempo, debiliten las ideologías y los regímenes tiránicos árabes e islámicos. En otras palabras, se trata del petróleo, estúpidos. Si quieren derrotar a Bin Laden y a los mulás, empiecen a conducir coches híbridos.
AYAAN HIRSI ALÍ Y LEON DE WINTER
El combustible de Al Qaeda
La amenaza yihadista no puede resolverse en el campo de batalla. Y dado que la desconfianza en las ideas y los valores occidentales se deja sentir de forma profunda y generalizada en todo el mundo musulmán, la guerra por los corazones y las mentes no puede ganarse a través de la televisión por satélite, las emisiones radiofónicas y la diplomacia pública. Sólo se puede ganar cuando el mundo musulmán desarrolle una sociedad civil propia que desplace las mentalidades tribales que aún rigen hoy. Hasta entonces, Occidente debe enfrentarse al radicalismo con radicalismo: reduciendo drásticamente su dependencia del petróleo árabe que alimenta a la yihad mundial.La condición esencial para el ascenso de la sociedad civil en cualquier lugar es el establecimiento de una cultura meritocrática en la que las destrezas y cualidades de los individuos se valoren más que las afiliaciones étnicas o religiosas. Pero a diferencia de los países occidentales, Irak y Afganistán son Estados nación relativamente jóvenes en los que los individuos forman parte de tribus y clanes ancestrales que todavía buscan sus leyes en Dios. Se han celebrado elecciones en Irak y Afganistán, y la valentía de los votantes ha sido asombrosa. No obstante, debemos preguntarnos qué significa la democracia cuando las personas votan, como ha ocurrido en esos dos países, como miembros de tribus o sectas religiosas y no como individuos.
Lamentablemente, mientras las sociedades civiles no se establezcan firmemente, las lealtades a un clan, fortalecidas por el sentimiento religioso, serán los factores impulsores en buena parte del mundo arabo-islámico. En tales condiciones, las frágiles instituciones democráticas de Irak y Afganistán no pueden resistir la presión del radicalismo. Además, cambiar esas lealtades está fuera del alcance de la influencia exterior occidental. Ese tipo de cambio debe producirse desde el interior. Las potencias occidentales han demostrado que pueden derrocar tiranías como la de Sadam o la de los talibanes. Pero, aparte de las víctimas de los tiranos, para muchos habitantes del mundo arabo-islámico, dichos actos no son más que arrogante imperialismo occidental.
En ausencia del desarrollo de una sociedad civil vigorosa -que desde Occidente podemos intentar espolear, pero cuyo ritmo no podemos dictar- ¿qué senda eficaz podemos seguir?
No es posible derrotar al islamismo radical mediante el poder militar occidental, pero sí hay otra fuerza capaz de derrotarlo: el poder de las mentes occidentales creativas e inventivas. En su discurso sobre el Estado de la Unión, George Bush se refirió acertadamente a la adicción estadounidense al petróleo, pero no mencionó el tema esencial: esa adicción está financiando las bombas que estallan en las cunetas de Irak, el desarrollo de la bomba atómica iraní y la proliferación en muchos lugares de mezquitas radicales.
Los países del mundo libre deben imponerse con urgencia un objetivo ambicioso: en el plazo de cinco años tienen que idear un sistema para acabar con la dependencia del petróleo de Oriente Próximo. Al igual que John F. Kennedy tenía el objetivo de llevar al hombre en el espacio, al igual que el Proyecto Manhattan condujo en tres años a la derrota de Japón con la invención de un arma nueva, también los países occidentales deben iniciar un programa urgente para desarrollar una fuente energética eficaz, asequible y no dependiente del petróleo.
Depende de Occidente el tomar la iniciativa allí donde goza de una mayor ventaja: la búsqueda de soluciones tecnológicas a problemas concretos. Ya existen muchas alternativas a los combustibles fósiles: energía solar y eólica, carbón de combustión limpia, biocombustibles como el etanol, coches híbridos y motores de hidrógeno. Es cierto que tal vez se necesiten décadas para transformar el sistema energético mundial, pero un gran avance tecnológico reduciría drásticamente el precio del petróleo y disiparía el sueño de Osama Bin Laden de establecer un rico califato islámico basado en las rentas obtenidas del petróleo.
Para Bin Laden, sólo cuando estén unidos en la Umma (la comunidad islámica) podrán los musulmanes, chiíes y suníes, resistirse a las seducciones occidentales. Como el ayatolá Jomeini antes que él, Bin Laden sabe que sólo el control de las reservas petrolíferas mundiales dará a la Umma poder para triunfar sobre sus enemigos infieles. Arabia Saudí es el objetivo central de la revuelta de Bin Laden, ya que no sólo alberga los lugares más sagrados del islam, sino también las mayores reservas petrolíferas del mundo.
Sólo el rápido despliegue de nuevas tecnologías y la decisión de los fabricantes de coches, las empresas petrolíferas, las compañías energéticas y los gobiernos occidentales puede acabar con la amenaza de los mulás iraníes y con Al Qaeda.
El petróleo es el oxígeno tanto de las tiranías y dictaduras del mundo árabe y musulmán como de sus movimientos radicales. Sin él, las ideologías islamistas se asfixiarán. En Occidente, la reducción de las importaciones de petróleo de Oriente Próximo unirá a progresistas y conservadores y se solucionarán problemas medioambientales y de seguridad. Las nuevas tecnologías contaminarán menos y tal vez reduzcan el efecto invernadero y, al mismo tiempo, debiliten las ideologías y los regímenes tiránicos árabes e islámicos. En otras palabras, se trata del petróleo, estúpidos. Si quieren derrotar a Bin Laden y a los mulás, empiecen a conducir coches híbridos.
viernes, 5 de mayo de 2006
La libre expresión como desafío
BastaYa 05/05/06
Fernando Savater
La libre expresión como desafío
La reciente crisis internacional causada por la publicación en una revista danesa de varias caricaturas de Mahoma ha vuelto a poner sobre el tapete la vieja cuestión de los límites de la libertad de expresión. Y hemos podido comprobar que el asunto dista mucho de estar claro ni a nivel de los especialistas ni al del público en general. Dejo ahora de lado que a mi juicio el problema de las caricaturas tenía que ver también y ante todo con la libertad religiosa (conculcada por supuesto por quienes pretendieron prohibirlas o hicieron violentas manifestaciones contra ellas, no por quienes las publicaron). Baste con volver otra vez sobre la libertad de expresión, si no para resolver los malentendidos al menos para constatar las discrepancias.
No parece excesivo suponer que dicha libertad, como cualquier otra de la que disfrutamos en nuestras democracias, debe tener algún tipo de límites legales. Suele mencionarse como prototipo el castigo para quién grite “¡fuego!” en un local abarrotado, provocando una peligrosa desbandada. Tampoco parece aceptable incitar a la violencia racial o de género, a la mutilación o al asesinato, ni –supongo yo- hacer apología de la tortura o de la guerra. Restricciones que ponen en entredicho, por cierto, bastantes obras muy respetadas de nuestra tradición literaria o religiosa… Pero estos posibles límites legales no pueden abarcar consideraciones de buen gusto o cortesía: en muchos casos, habrá quien utilice la libertad de expresión para manifestaciones groseras, obscenas, carentes de tacto y de cordialidad (al menos según nuestro criterio) que pueden ser reprobadas públicamente como tales…pero no prohibidas. Uno puede evitar a los zafios o criticarles, pero no encarcelarles ni ponerles multas. De igual modo, a mi juicio no resulta lícito, en defensa de la libertad de expresión, el castigo de los que sostienen falsedades, palmarios errores o rotundas mentiras…aunque se trate de cuestiones tan aborrecibles como el exterminio de judíos y otros grupos sociales llevado a cabo por los nazis. Los encubrimientos y manipulaciones de los negacionistas como David Irving o Robert Faurisson pueden y deben ser refutados utilizando la abundancia de testimonios, documentos, etc…que ellos pasan por alto, pero no con medidas penales que sólo consiguen convertir a los embusteros en víctimas. A la mentira se la combate con la verdad, no con la prisión o la mordaza.
Sobre la libertad de expresión suelen escribirse puntillosas disquisiciones legales o atemorizadas recomendaciones de prudencia, muy dentro de lo políticamente correcto. De modo que el vehemente librito –panfleto, en el mejor sentido del término- “Nada es sagrado, todo se puede decir” de Raoul Vaneigem (ed. Melusina, 2006) resulta estimulante y se hace simpático. Vaneigem es un antiguo situacionista que centraminó los veinte años de algunos de quienes nos acercamos a los sesenta con su “Tratado de saber vivir para uso de las nuevas generaciones”, para dedicarse después a predicar contra el puritanismo, cosa que nunca sobra, y a defender la obra de autores escandalosos como Louis Scutenaire. En “Nada es sagrado, todo puede decirse” lleva a cabo una apología casi ilimitada de la libertad de expresión, heredera directa de la parresía o hablar sin trabas en la que se fundaba teóricamente la democracia ateniense (subrayo lo de “teóricamente” porque ahí está el caso de Sócrates y su cicuta…). Quizá este párrafo sirva de epítome de su punto de vista: “No hay peor manera de condenar determinadas ideas que imputarlas como crímenes. Un crimen es un crimen y una opinión no es un crimen, al margen de la influencia que se le impute. Prohibir un discurso aduciendo que puede resultar nocivo o chocante significa despreciar a quienes lo reciben y suponerles no aptos para rechazarlo como aberrante o innoble”.
En su batalla contra el delito de opinión, Vaneigem pasa revista a casos específicos como la violación de secretos, la incitación al asesinato, la calumnia, la injuria, el testimonio de prácticas inhumanas o la pornografía. Aunque abunda en chispazos elocuentes, es más fácil compartir su buen ánimo que sus arrebatadas razones. Por lo general, mantiene una fe sin desmayo en que si la sociedad fuera fraterna, libre, humana, etc… los abusos expresivos perecerían por sí solos. El camino opuesto, o sea que habría que suprimirlos para que la sociedad fuese como anhelamos, no le merece especial consideración. En los puntos de mayor tribulación, como la incitación al crimen o la perversión de menores, sostiene que la inhumanidad debe ser perseguida allá dónde asome, aunque no condesciende a ilustrarnos sobre cómo identificarla con precisión. Por lo demás, recomienda a troche y moche dar rienda suelta a la creatividad, lo cual es sospechoso: es sabido que los heraldos de la creatividad crean siempre poco, lo mismo que sólo hablan de “soluciones imaginativas” los que no imaginan ninguna solución (véase la sección de política de este mismo diario). Me quedo para mi cuaderno de bitácora con esta paradójica reivindicación parcial de la mentira: “Hay en la ficción más desenfrenada, en la mentira más desvergonzada, una chispa de vida que puede reavivar todos los fuegos de lo posible”.
Fernando Savater
La libre expresión como desafío
La reciente crisis internacional causada por la publicación en una revista danesa de varias caricaturas de Mahoma ha vuelto a poner sobre el tapete la vieja cuestión de los límites de la libertad de expresión. Y hemos podido comprobar que el asunto dista mucho de estar claro ni a nivel de los especialistas ni al del público en general. Dejo ahora de lado que a mi juicio el problema de las caricaturas tenía que ver también y ante todo con la libertad religiosa (conculcada por supuesto por quienes pretendieron prohibirlas o hicieron violentas manifestaciones contra ellas, no por quienes las publicaron). Baste con volver otra vez sobre la libertad de expresión, si no para resolver los malentendidos al menos para constatar las discrepancias.
No parece excesivo suponer que dicha libertad, como cualquier otra de la que disfrutamos en nuestras democracias, debe tener algún tipo de límites legales. Suele mencionarse como prototipo el castigo para quién grite “¡fuego!” en un local abarrotado, provocando una peligrosa desbandada. Tampoco parece aceptable incitar a la violencia racial o de género, a la mutilación o al asesinato, ni –supongo yo- hacer apología de la tortura o de la guerra. Restricciones que ponen en entredicho, por cierto, bastantes obras muy respetadas de nuestra tradición literaria o religiosa… Pero estos posibles límites legales no pueden abarcar consideraciones de buen gusto o cortesía: en muchos casos, habrá quien utilice la libertad de expresión para manifestaciones groseras, obscenas, carentes de tacto y de cordialidad (al menos según nuestro criterio) que pueden ser reprobadas públicamente como tales…pero no prohibidas. Uno puede evitar a los zafios o criticarles, pero no encarcelarles ni ponerles multas. De igual modo, a mi juicio no resulta lícito, en defensa de la libertad de expresión, el castigo de los que sostienen falsedades, palmarios errores o rotundas mentiras…aunque se trate de cuestiones tan aborrecibles como el exterminio de judíos y otros grupos sociales llevado a cabo por los nazis. Los encubrimientos y manipulaciones de los negacionistas como David Irving o Robert Faurisson pueden y deben ser refutados utilizando la abundancia de testimonios, documentos, etc…que ellos pasan por alto, pero no con medidas penales que sólo consiguen convertir a los embusteros en víctimas. A la mentira se la combate con la verdad, no con la prisión o la mordaza.
Sobre la libertad de expresión suelen escribirse puntillosas disquisiciones legales o atemorizadas recomendaciones de prudencia, muy dentro de lo políticamente correcto. De modo que el vehemente librito –panfleto, en el mejor sentido del término- “Nada es sagrado, todo se puede decir” de Raoul Vaneigem (ed. Melusina, 2006) resulta estimulante y se hace simpático. Vaneigem es un antiguo situacionista que centraminó los veinte años de algunos de quienes nos acercamos a los sesenta con su “Tratado de saber vivir para uso de las nuevas generaciones”, para dedicarse después a predicar contra el puritanismo, cosa que nunca sobra, y a defender la obra de autores escandalosos como Louis Scutenaire. En “Nada es sagrado, todo puede decirse” lleva a cabo una apología casi ilimitada de la libertad de expresión, heredera directa de la parresía o hablar sin trabas en la que se fundaba teóricamente la democracia ateniense (subrayo lo de “teóricamente” porque ahí está el caso de Sócrates y su cicuta…). Quizá este párrafo sirva de epítome de su punto de vista: “No hay peor manera de condenar determinadas ideas que imputarlas como crímenes. Un crimen es un crimen y una opinión no es un crimen, al margen de la influencia que se le impute. Prohibir un discurso aduciendo que puede resultar nocivo o chocante significa despreciar a quienes lo reciben y suponerles no aptos para rechazarlo como aberrante o innoble”.
En su batalla contra el delito de opinión, Vaneigem pasa revista a casos específicos como la violación de secretos, la incitación al asesinato, la calumnia, la injuria, el testimonio de prácticas inhumanas o la pornografía. Aunque abunda en chispazos elocuentes, es más fácil compartir su buen ánimo que sus arrebatadas razones. Por lo general, mantiene una fe sin desmayo en que si la sociedad fuera fraterna, libre, humana, etc… los abusos expresivos perecerían por sí solos. El camino opuesto, o sea que habría que suprimirlos para que la sociedad fuese como anhelamos, no le merece especial consideración. En los puntos de mayor tribulación, como la incitación al crimen o la perversión de menores, sostiene que la inhumanidad debe ser perseguida allá dónde asome, aunque no condesciende a ilustrarnos sobre cómo identificarla con precisión. Por lo demás, recomienda a troche y moche dar rienda suelta a la creatividad, lo cual es sospechoso: es sabido que los heraldos de la creatividad crean siempre poco, lo mismo que sólo hablan de “soluciones imaginativas” los que no imaginan ninguna solución (véase la sección de política de este mismo diario). Me quedo para mi cuaderno de bitácora con esta paradójica reivindicación parcial de la mentira: “Hay en la ficción más desenfrenada, en la mentira más desvergonzada, una chispa de vida que puede reavivar todos los fuegos de lo posible”.
jueves, 4 de mayo de 2006
Cosas de Cuba
EL PAÍS-Cartas al director- 04/05/06
Antonio Elorza
Cosas de Cuba
Mientras Fidel Castro vive momentos gloriosos, de nuevo como revolucionario subsidiado, ahora de Chávez, la nueva seguridad de su régimen se traduce en la vuelta a los "actos de repudio", eclipsados por las ceremonias oficiales con los nuevos amigos. La víctima ha sido la economista sexagenaria Martha Beatriz Roque, agredida en su propia casa por el delito de pedir democracia. Varias embajadas de la UE dieron prueba de solidaridad enviándole ramos de flores. La española no lo hizo, según informan en Encuentro. Si así sucedió, siento vergüenza.
Antonio Elorza
Cosas de Cuba
Mientras Fidel Castro vive momentos gloriosos, de nuevo como revolucionario subsidiado, ahora de Chávez, la nueva seguridad de su régimen se traduce en la vuelta a los "actos de repudio", eclipsados por las ceremonias oficiales con los nuevos amigos. La víctima ha sido la economista sexagenaria Martha Beatriz Roque, agredida en su propia casa por el delito de pedir democracia. Varias embajadas de la UE dieron prueba de solidaridad enviándole ramos de flores. La española no lo hizo, según informan en Encuentro. Si así sucedió, siento vergüenza.
miércoles, 3 de mayo de 2006
Sovietización boliviana
Expansión 03/05/06
José Javaloyes
Sovietización boliviana
No es una nacionalización más lo que se ha hecho en Bolivia con los hidrocarburos.
Con la boca aún caliente con el ron viejo que el Comandante reserva para amigos y conmilitones en el recetario de Lenin, Evo Morales se acababa de traer de La Habana un proyecto soviético para los recursos naturales de Bolivia, que no son las “riquezas naturales”, como él y los populistas de siempre piensan y dicen al nacionalizar. Las riquezas yacentes, sin explotar, son económicamente inexistentes. Lo que las pone en valor y las transforma en riqueza efectiva es su explotación por los explotadores, que aplican la tecnología y el capital: dicho esto sin ánimo de ofender a tanto oficiante de lo políticamente correcto.
Pero la clave de la identidad soviética del decreto firmado por Evo Morales el 1 de Mayo, como pancarta definitiva para la gran celebración socialista del trabajo, no radica en la magnitud de los bienes afectados y los intereses extranjeros expropiados, sino en la condición nacional de los recursos que representan las 50 gasolineras bolivianas confiscadas y ocupadas por los soldados que hace casi 40 años dieron muerte al Che Guevara y al “foquismo” revolucionario. Eso, lo económicamente más modesto de la operación, es lo que define el fondo de régimen. Es expropiación a fondo: castrismo puro y duro: del ya añejo, como el ron del Comandante; no del inicial y ambiguo de primera hora: de ese ron con queso con que en Sierra Maestra se la dieron al colega del New York Times, Herbert Matthews, recién desaparecido en la confusa gloria de haber sido el creador del mito de Fidel. La confiscación de las gasolineras bolivianas mide en brazas la profundidad soviética del régimen electoralmente establecido en Bolivia.
Se apresurarán a decir que el suceso boliviano, de tanta gravitación sobre las reservas de Repsol, tiene inapelable base de legitimidad democrática: procede de las urnas. Nada se comentará del destino a que sometió Morales idénticas legitimidades, derribadas con la ocupación por los indígenas de calles y carreteras. Y todo se insistirá en el paralelismo entre la Bolivia de Evo Morales y el Chile de Salvador Allende, con votos y sin fusiles, y con el fantasma al fondo del Comandante; también con la tentación cebada por ciclos altos en el precio de las materias primas. El Comandante arengó en la mina chilena de El Teniente y formó, en La Habana, al Aymara. Morales preside el Estado en La Paz y tensa también la cohesión territorial de Bolivia. Dicen que la Historia sí se repite, aunque varían los niveles de complejidad entre un episodio y otro. Ahora no hay Guerra Fría pero sí caliente dialéctica global sobre el control de las fuentes energéticas.
José Javaloyes
Sovietización boliviana
No es una nacionalización más lo que se ha hecho en Bolivia con los hidrocarburos.
Con la boca aún caliente con el ron viejo que el Comandante reserva para amigos y conmilitones en el recetario de Lenin, Evo Morales se acababa de traer de La Habana un proyecto soviético para los recursos naturales de Bolivia, que no son las “riquezas naturales”, como él y los populistas de siempre piensan y dicen al nacionalizar. Las riquezas yacentes, sin explotar, son económicamente inexistentes. Lo que las pone en valor y las transforma en riqueza efectiva es su explotación por los explotadores, que aplican la tecnología y el capital: dicho esto sin ánimo de ofender a tanto oficiante de lo políticamente correcto.
Pero la clave de la identidad soviética del decreto firmado por Evo Morales el 1 de Mayo, como pancarta definitiva para la gran celebración socialista del trabajo, no radica en la magnitud de los bienes afectados y los intereses extranjeros expropiados, sino en la condición nacional de los recursos que representan las 50 gasolineras bolivianas confiscadas y ocupadas por los soldados que hace casi 40 años dieron muerte al Che Guevara y al “foquismo” revolucionario. Eso, lo económicamente más modesto de la operación, es lo que define el fondo de régimen. Es expropiación a fondo: castrismo puro y duro: del ya añejo, como el ron del Comandante; no del inicial y ambiguo de primera hora: de ese ron con queso con que en Sierra Maestra se la dieron al colega del New York Times, Herbert Matthews, recién desaparecido en la confusa gloria de haber sido el creador del mito de Fidel. La confiscación de las gasolineras bolivianas mide en brazas la profundidad soviética del régimen electoralmente establecido en Bolivia.
Se apresurarán a decir que el suceso boliviano, de tanta gravitación sobre las reservas de Repsol, tiene inapelable base de legitimidad democrática: procede de las urnas. Nada se comentará del destino a que sometió Morales idénticas legitimidades, derribadas con la ocupación por los indígenas de calles y carreteras. Y todo se insistirá en el paralelismo entre la Bolivia de Evo Morales y el Chile de Salvador Allende, con votos y sin fusiles, y con el fantasma al fondo del Comandante; también con la tentación cebada por ciclos altos en el precio de las materias primas. El Comandante arengó en la mina chilena de El Teniente y formó, en La Habana, al Aymara. Morales preside el Estado en La Paz y tensa también la cohesión territorial de Bolivia. Dicen que la Historia sí se repite, aunque varían los niveles de complejidad entre un episodio y otro. Ahora no hay Guerra Fría pero sí caliente dialéctica global sobre el control de las fuentes energéticas.
martes, 2 de mayo de 2006
Disentimiento sobre Galbraith
LA TERCERA DE ABC 02/05/06
CARLOS RODRÍGUEZ BRAUN. Catedrático de la Universidad Complutense
Lejos de ser un valiente que nadó contra corriente, estuvo siempre al amparo del poder. Lejos de ser un modesto amigo de los pobres fue un exquisito amigo de los ricos y potentados...
Disentimiento sobre Galbraith
EL célebre economista estadounidense, aunque nacido en Canadá, John Kenneth Galbraith, acaba de morir a los 97 años. Muchos de los méritos que se le atribuyen son infundados.
La corrección política lo ha aplaudido en tanto que «progresista» y «partidario de la justicia y la libertad»; subrayó incluso su «compromiso civilizatorio». Lo que Galbraith hizo fue apoyar dictaduras comunistas, y no en sus inicios sino cuando ya había pruebas suficientes sobre sus atrocidades. Pocos años antes de la caída del Muro de Berlín saludó los «notables avances económicos» de la Unión Soviética. En un libro publicado en los años setenta, Pasajero en China, púdicamente ignorado en sus ditirámbicas necrológicas, cantó las delicias de la tiranía china, negó el hambre provocada por Mao y sus secuaces, y se emocionó ante la «pequeña diferencia entre ricos y pobres» y ante el «sistema económico sumamente eficiente» que no denunció que sometía al pueblo chino a masivas privaciones y crueldades sin cuento.
Lejos de ser un valiente que nadó contra corriente, estuvo siempre al amparo del poder. Lejos de ser un modesto amigo de los pobres fue un exquisito amigo de los ricos y potentados, desde Kennedy, que lo nombró embajador, hasta Katharine Graham, la acaudalada y poderosa propietaria del Washington Post. Más que un adepto a la democracia fue un adepto al Partido Demócrata, que le confirió, desde Roosevelt hasta Clinton, honores y cargos. Lejos de ser un francotirador marginado y minoritario fue un reverenciado catedrático de Economía durante décadas en Harvard, y que contó siempre con el cariño del público que compró sus libros por millones. Las virtudes que se le asignan, pues, encajan mejor con un Mises solitario en Nueva York, o con un Hayek que no enseñó economía en Chicago y al que sólo la longevidad y las grietas del «socialismo de todos los partidos» le permitieron recibir merecido reconocimiento popular y académico. El azar de su coincidente fallecimiento hace que pueda ser comparado con Revel, que sí nadó contra corriente.
En cuanto a su papel como economista también prevalece una opinión equivocada sobre la supuestamente hostil reacción de sus colegas, lo que es asombroso considerando que fue nombrado nada menos que presidente de la American Economic Association. Aún más absurda es la fantasía de que no recibió el premio Nobel por sus doctrinas antiliberales. En otros campos dicho premio es ideológicamente sesgado, como lo prueba el conocido hecho de que a Borges le cerraron la puerta, pero no a notorios amigos de dictadores comunistas, como García Márquez o Saramago. Este sesgo, por fortuna, no existe en mi profesión -puede verse «Sobre el Premio Nobel de Economía», en Panfletos Liberales.
Galbraith ha sido descrito como «un gran economista». Otra vez, esto no es evidente. En no pocas de sus obras abunda la arrogancia -he reseñado algunas en ABC y otros lugares (A pesar del Gobierno)- y no me ha impresionado su solvencia: sus historias del pensamiento económico, como La era de la incertidumbre o Historia de la economía, dejan bastante que desear. Fue sin duda un economista enemigo de la libertad. Y desde muy temprano, cuando respaldó y practicó el control de precios, y con escasa presciencia asesoró a los aliados y pronosticó que el programa liberalizador diseñado por Erhard y los suyos, el programa que daría lugar al «milagro alemán», ¡no iba a funcionar!
Pero el control de precios, naturalmente, tenía una tradición milenaria. ¿Qué cosa aportó Galbraith, además de su apoyo a tan ineficaz y poco original expediente? Siguió a Keynes en su posición intervencionista, y siendo el inglés el economista más influyente del siglo difícilmente cabe premiar a Galbraith por su originalidad e iconoclasia. El llamado pensamiento progresista ha asegurado que es digno de aplauso por haber fomentado la «humanización de la economía», pero es recomendable eludir las etiquetas, sobre todo dada la habitual propensión de los recelosos de la libertad a apropiarse de la ética. Galbraith atacó el mercado, el capitalismo, las empresas, y el individualismo. Podríamos llenar varias Terceras sólo con nombres de celebridades que compartieron con él estos ideales, como (lo siento, progresistas) Stalin o Hitler o Castro, pero no podríamos fácilmente y sin violar la lógica concluir que la humanización es su característica sobresaliente.
En cuanto a la crítica a la economía libre a partir de El crac del 29, otro de sus libros, abunda en la dudosa hipótesis sobre la culpabilidad del mercado, como si el sistema bancario y la política de la Reserva Federal carecieran de responsabilidad, y como si el idolatrado Roosevelt hubiera resuelto la crisis, en vez de prolongarla. Con La sociedad opulenta apoyó otro estímulo para el intervencionismo: la absurda idea de que los Estados son débiles y los individuos títeres consumistas de la manipulación empresarial; con análogamente endeble fundamento el pensamiento único nunca celebra el consumo como manifestación de riqueza sino que lo condena por egoísta, irracional y depredador. No fue original en su obra más famosa, El nuevo Estado industrial: la separación entre propiedad y control de las empresas ya había sido planteada mucho antes por Berle y Means -y popularizada por Burnham- y cuyo borrado de fronteras entre lo público y lo privado merced a la «tecnoestructura» es no sólo cuestionable sino justo lo que necesita el primero para crecer a expensas de lo segundo.
Su crítica a la ciencia económica puramente asignativa y matemática, bien planteada, es provocadora y en gran medida correcta, pero casi arremete contra cadáveres. Si algo probó el siglo XX es la diversificación de dicha ciencia y su gradual alejamiento de las rigideces neoclásicas. Mostró Galbraith la esterilidad del institucionalismo, que de hecho se agotó con él, y dio lugar al nuevo y fértil (y, lo siento, progresistas, más liberal) neoinstitucionalismo que parte de Coase -por cierto, otro nonagenario, pero de fama injustamente pálida comparada con la de Galbraith. Ha sido saludado como inventor de la imbricación política de la economía, como si a Buchanan le hubieran concedido el Nobel porque pasaba por ahí.
Curiosamente, no he visto señalado por nadie, y desde luego menos por Galbraith, el hecho interesante, aunque quizá incómodo, de que su análisis sobre catástrofes monetarias, en Breve historia de la euforia financiera y otros trabajos, tiene un inequívoco aroma de la más liberal de las escuelas económicas, la austriaca, que él denostó pero que precisamente ha enfatizado en el sistema bancario de reserva fraccionaria como la fuente de ciclos y crisis, reserva que brota del privilegio y no tiene nada que ver con el mercado libre.
Una última prueba del respaldo de que gozó este supuesto rebelde es la entrada que sobre él escribió Lester C. Thurow en el New Palgrave a finales de los ochenta, y que resulta tan cariñosa como desopilante. Recuérdese el momento y matícese el presunto carácter científico de los economistas. Apoya Thurow los tópicos sobre lo malo que es el mercado para los pobres, y la tendencia, completamente ficticia, a que los Estados reduzcan apreciablemente su peso en la economía y la sociedad. Pero añade que como los libros de Galbraith se vendieron en Japón incluso mejor que en Estados Unidos, ello se debe al mayor intervencionismo japonés ¡y a que dicho sistema funciona mejor! Una década después sus líneas resultan irrisorias, pero conviene recordarlas porque integran un diccionario sumamente prestigioso: «La más planificada economía japonesa supera a la menos planificada economía americana».
Galbraith fue un avezado publicista, claro en sus explicaciones, y una persona encantadora, culta y educada. Ningún otro economista fue más querido por políticos, intelectuales y periodistas, que secundaron entusiastamente su rabiosa oposición -con Reagan tanto como con Bush Jr.- contra la reducción de impuestos, medida que fomenta la prosperidad de todos pero que según él y la multitud progresista es perversa porque sólo favorece a (¿no lo adivina usted?) «los ricos».
Fue, como apuntó Blaug, el economista más alto y el que más libros vendió. Pero a estos últimos cabe aplicarles en parte lo que su admirado Keynes escribió sobre otro economista antiliberal: «Uno se acerca a un nuevo libro del señor Hobson con sentimientos ambivalentes, en espera de ideas estimulantes y de una fructífera crítica de la ortodoxia desde una perspectiva personal e independiente, pero aguardando también mucha sofistería, confusión y pensamiento petulante».
CARLOS RODRÍGUEZ BRAUN. Catedrático de la Universidad Complutense
Lejos de ser un valiente que nadó contra corriente, estuvo siempre al amparo del poder. Lejos de ser un modesto amigo de los pobres fue un exquisito amigo de los ricos y potentados...
Disentimiento sobre Galbraith
EL célebre economista estadounidense, aunque nacido en Canadá, John Kenneth Galbraith, acaba de morir a los 97 años. Muchos de los méritos que se le atribuyen son infundados.
La corrección política lo ha aplaudido en tanto que «progresista» y «partidario de la justicia y la libertad»; subrayó incluso su «compromiso civilizatorio». Lo que Galbraith hizo fue apoyar dictaduras comunistas, y no en sus inicios sino cuando ya había pruebas suficientes sobre sus atrocidades. Pocos años antes de la caída del Muro de Berlín saludó los «notables avances económicos» de la Unión Soviética. En un libro publicado en los años setenta, Pasajero en China, púdicamente ignorado en sus ditirámbicas necrológicas, cantó las delicias de la tiranía china, negó el hambre provocada por Mao y sus secuaces, y se emocionó ante la «pequeña diferencia entre ricos y pobres» y ante el «sistema económico sumamente eficiente» que no denunció que sometía al pueblo chino a masivas privaciones y crueldades sin cuento.
Lejos de ser un valiente que nadó contra corriente, estuvo siempre al amparo del poder. Lejos de ser un modesto amigo de los pobres fue un exquisito amigo de los ricos y potentados, desde Kennedy, que lo nombró embajador, hasta Katharine Graham, la acaudalada y poderosa propietaria del Washington Post. Más que un adepto a la democracia fue un adepto al Partido Demócrata, que le confirió, desde Roosevelt hasta Clinton, honores y cargos. Lejos de ser un francotirador marginado y minoritario fue un reverenciado catedrático de Economía durante décadas en Harvard, y que contó siempre con el cariño del público que compró sus libros por millones. Las virtudes que se le asignan, pues, encajan mejor con un Mises solitario en Nueva York, o con un Hayek que no enseñó economía en Chicago y al que sólo la longevidad y las grietas del «socialismo de todos los partidos» le permitieron recibir merecido reconocimiento popular y académico. El azar de su coincidente fallecimiento hace que pueda ser comparado con Revel, que sí nadó contra corriente.
En cuanto a su papel como economista también prevalece una opinión equivocada sobre la supuestamente hostil reacción de sus colegas, lo que es asombroso considerando que fue nombrado nada menos que presidente de la American Economic Association. Aún más absurda es la fantasía de que no recibió el premio Nobel por sus doctrinas antiliberales. En otros campos dicho premio es ideológicamente sesgado, como lo prueba el conocido hecho de que a Borges le cerraron la puerta, pero no a notorios amigos de dictadores comunistas, como García Márquez o Saramago. Este sesgo, por fortuna, no existe en mi profesión -puede verse «Sobre el Premio Nobel de Economía», en Panfletos Liberales.
Galbraith ha sido descrito como «un gran economista». Otra vez, esto no es evidente. En no pocas de sus obras abunda la arrogancia -he reseñado algunas en ABC y otros lugares (A pesar del Gobierno)- y no me ha impresionado su solvencia: sus historias del pensamiento económico, como La era de la incertidumbre o Historia de la economía, dejan bastante que desear. Fue sin duda un economista enemigo de la libertad. Y desde muy temprano, cuando respaldó y practicó el control de precios, y con escasa presciencia asesoró a los aliados y pronosticó que el programa liberalizador diseñado por Erhard y los suyos, el programa que daría lugar al «milagro alemán», ¡no iba a funcionar!
Pero el control de precios, naturalmente, tenía una tradición milenaria. ¿Qué cosa aportó Galbraith, además de su apoyo a tan ineficaz y poco original expediente? Siguió a Keynes en su posición intervencionista, y siendo el inglés el economista más influyente del siglo difícilmente cabe premiar a Galbraith por su originalidad e iconoclasia. El llamado pensamiento progresista ha asegurado que es digno de aplauso por haber fomentado la «humanización de la economía», pero es recomendable eludir las etiquetas, sobre todo dada la habitual propensión de los recelosos de la libertad a apropiarse de la ética. Galbraith atacó el mercado, el capitalismo, las empresas, y el individualismo. Podríamos llenar varias Terceras sólo con nombres de celebridades que compartieron con él estos ideales, como (lo siento, progresistas) Stalin o Hitler o Castro, pero no podríamos fácilmente y sin violar la lógica concluir que la humanización es su característica sobresaliente.
En cuanto a la crítica a la economía libre a partir de El crac del 29, otro de sus libros, abunda en la dudosa hipótesis sobre la culpabilidad del mercado, como si el sistema bancario y la política de la Reserva Federal carecieran de responsabilidad, y como si el idolatrado Roosevelt hubiera resuelto la crisis, en vez de prolongarla. Con La sociedad opulenta apoyó otro estímulo para el intervencionismo: la absurda idea de que los Estados son débiles y los individuos títeres consumistas de la manipulación empresarial; con análogamente endeble fundamento el pensamiento único nunca celebra el consumo como manifestación de riqueza sino que lo condena por egoísta, irracional y depredador. No fue original en su obra más famosa, El nuevo Estado industrial: la separación entre propiedad y control de las empresas ya había sido planteada mucho antes por Berle y Means -y popularizada por Burnham- y cuyo borrado de fronteras entre lo público y lo privado merced a la «tecnoestructura» es no sólo cuestionable sino justo lo que necesita el primero para crecer a expensas de lo segundo.
Su crítica a la ciencia económica puramente asignativa y matemática, bien planteada, es provocadora y en gran medida correcta, pero casi arremete contra cadáveres. Si algo probó el siglo XX es la diversificación de dicha ciencia y su gradual alejamiento de las rigideces neoclásicas. Mostró Galbraith la esterilidad del institucionalismo, que de hecho se agotó con él, y dio lugar al nuevo y fértil (y, lo siento, progresistas, más liberal) neoinstitucionalismo que parte de Coase -por cierto, otro nonagenario, pero de fama injustamente pálida comparada con la de Galbraith. Ha sido saludado como inventor de la imbricación política de la economía, como si a Buchanan le hubieran concedido el Nobel porque pasaba por ahí.
Curiosamente, no he visto señalado por nadie, y desde luego menos por Galbraith, el hecho interesante, aunque quizá incómodo, de que su análisis sobre catástrofes monetarias, en Breve historia de la euforia financiera y otros trabajos, tiene un inequívoco aroma de la más liberal de las escuelas económicas, la austriaca, que él denostó pero que precisamente ha enfatizado en el sistema bancario de reserva fraccionaria como la fuente de ciclos y crisis, reserva que brota del privilegio y no tiene nada que ver con el mercado libre.
Una última prueba del respaldo de que gozó este supuesto rebelde es la entrada que sobre él escribió Lester C. Thurow en el New Palgrave a finales de los ochenta, y que resulta tan cariñosa como desopilante. Recuérdese el momento y matícese el presunto carácter científico de los economistas. Apoya Thurow los tópicos sobre lo malo que es el mercado para los pobres, y la tendencia, completamente ficticia, a que los Estados reduzcan apreciablemente su peso en la economía y la sociedad. Pero añade que como los libros de Galbraith se vendieron en Japón incluso mejor que en Estados Unidos, ello se debe al mayor intervencionismo japonés ¡y a que dicho sistema funciona mejor! Una década después sus líneas resultan irrisorias, pero conviene recordarlas porque integran un diccionario sumamente prestigioso: «La más planificada economía japonesa supera a la menos planificada economía americana».
Galbraith fue un avezado publicista, claro en sus explicaciones, y una persona encantadora, culta y educada. Ningún otro economista fue más querido por políticos, intelectuales y periodistas, que secundaron entusiastamente su rabiosa oposición -con Reagan tanto como con Bush Jr.- contra la reducción de impuestos, medida que fomenta la prosperidad de todos pero que según él y la multitud progresista es perversa porque sólo favorece a (¿no lo adivina usted?) «los ricos».
Fue, como apuntó Blaug, el economista más alto y el que más libros vendió. Pero a estos últimos cabe aplicarles en parte lo que su admirado Keynes escribió sobre otro economista antiliberal: «Uno se acerca a un nuevo libro del señor Hobson con sentimientos ambivalentes, en espera de ideas estimulantes y de una fructífera crítica de la ortodoxia desde una perspectiva personal e independiente, pero aguardando también mucha sofistería, confusión y pensamiento petulante».
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